Un hallazgo extraño y la indiferencia de un pueblo. Un hombre que calla un secreto que a los demás parece no importarle. Un cuento inédito de Martín Kohan escrito con esa lúcida paciencia que es su marca de estilo.
No pescaba para vender, tampoco para alimentarse. Pescaba para ejercitarse en el arte de la espera: en dejar que el tiempo pase sin fastidio ni ansiedad. Podía sacar algo o bien no sacar nada, y volverse hasta su casa igual que como había venido; lo que le importaba no era eso, sino sentirse mejor templado (sentirse y estarlo, en este caso, eran lo mismo). Por ese motivo no iba nunca a la orilla adonde iban todos, esa que quedaba no muy lejos del balneario y en la que el río, acatando un recodo, ofrecía su remanso y algo más de profundidad. Había más pique en ese tramo, era evidente. Pero él prefería estar más solo y arriesgarse a un para nada; iba bastante más abajo, donde el río exhibía más piedras y más correntada, un sitio totalmente despoblado, ni los perros vagabundos del pueblo se aventuraban hasta ahí.
En el borde no había playa, sino puras piedras grandes. Él iba y se acomodaba en alguna, calzaba la caña, echaba la carnada y se quedaba mirando en sosiego las nubes y las montañas (que era casi como quedarse con la vista perdida en la nada, por la costumbre de ver esas mismas nubes y esas mismas montañas poco menos que desde siempre). El río en general corría turbio, revuelto de yuyos y de barro; no obstante, la tarde de verano en la que encontró al ahogado, alcanzó a distinguirlo apenas se arrimó hasta el agua y pensó en un lugar donde ubicarse. Lo vio al instante: primero una zapatilla sola (tan sola, tan separadamente, que hasta pudo suponer que se trataba únicamente de eso: una zapatilla caída y perdida, una cosa sin la menor importancia). Después de la zapatilla vio la pierna mal plegada, en seguida el cuerpo entero, por fin la cara. Tan sólo con la cara comprendió: era un muerto, era un ahogado. El río lo había arrastrado, hasta que una saliente de piedras alcanzó a interceptar su paso, a trabarlo y a dejarlo atascado ahí.
El cuerpo estaba hinchado y tenía un color irreal. Y además seguía mayormente sumergido, por lo que la visión se distorsionaba también a causa del filtro del agua enrarecida. Pese a eso, pese a todo, llegaba a distinguirse quién era el ahogado: era el hijo menor de los Peralta, los de la farmacia del pueblo. Un chico tan apocado y silencioso que hasta la muerte (muerte horrible, deformante) parecía haberlo dejado en su estado de indiferencia perenne. Le había pasado ahogarse como pudo pasarle cualquier otra cosa, o ninguna.
Se lo quedó viendo un momento, con menos curiosidad que espanto. Sintió deseos de salir corriendo de ahí, a los gritos. Y seguir corriendo hasta el pueblo, y en el pueblo hasta la farmacia, a dar aviso del hallazgo horrendo. Pero contuvo ese primer impulso, e hizo bien. ¿Por qué iba a meterse en líos? ¿Por qué tenía que ser él el mensajero infausto de esta desgracia tan grande? No había nadie alrededor: ni del muerto ni de él. Que le tocara a otro, al que quisiera, hacerse cargo de los chillidos de dolor de una madre, del incordio de los formularios policiales, de tener que acudir como testigo al trance siniestro de sacar el cuerpo del río.
Miró en torno, recogió sus cosas, se fue. Se volvió a su casa tomando el camino más largo, es decir, el que rodeaba el pueblo. En su casa se cambió de ropa y no hizo nada, esperó a que se hiciera de noche. Y a la noche salió y fue hasta el centro, listo a encontrarse con la noticia fatal y sus comentarios. Esta clase de cosas, cuando ocurren, abarcan el pueblo entero, y luego ocupan las conversaciones a lo largo de días y días. Sin embargo, en las calles y en el bar, los temas de conversación eran otros, los asuntos triviales de siempre; del menor de los Peralta no se decía absolutamente nada, de que había aparecido un ahogado tampoco.
En los días que siguieron, las cosas se mantuvieron igual. Él dejó de pescar y aun de acercarse al río, a la espera de que a algún otro le tocara encontrar al ahogado. Pero no pasaba eso, ni pasaba nada. Nada de nada, incluso una semana después. Para entonces él ya dormía muy mal cada noche, y un dolor de estómago muy profundo y lacerante empezaba a partirlo en dos. ¿Era una simple excusa o era un motivo válido para ir hasta la farmacia? Daba lo mismo: fue. En la farmacia de los Peralta imperaba sin esfuerzo la más plena normalidad. Lo atendieron, lo aconsejaron, le despacharon unas cápsulas moradas; del más chico ni se hablaba. Ni una palabra siquiera, al menos sobre su falta.
Unos días después, arreglando un mueble, se cortó el costado de un dedo: la sangre no paraba de salir, y no había ni gasas ni merthiolate en el módico botiquín de su casa. ¿Motivo o excusa? Volvió a la farmacia, con la mano envuelta en un repasador de cocina. Ninguna novedad (salvo la suya) se comentó durante la compra. No se supo aguantar y preguntó.
-¿Y Marianito, qué es de la vida? Hace días que no lo veo.
Los Peralta se encogieron de hombros.
-Andará por ahí –dijo uno.
-Andará por ahí –dijo otro.
No lucían preocupados. Tampoco parecían estar disimulando. Su franqueza y su serenidad eran parejamente indudables. Pasaron más días, demasiados días. Pasó casi un mes. Él volvió a la farmacia en alguna otra ocasión, para comprar alcohol o aspirinas, para pesarse en una balanza confiable, para conversar un poco de algo. Los Peralta seguían igual: amables, tranquilos, sonrientes, equilibrados. Del más chico no se sabía nada.
-Andará por ahí. En sus cosas, como siempre.
Pensó en volver al río en la parte que él bien sabía, a fijarse si el cuerpo seguía ahí, o si alguien lo había retirado, o si el propio río, en un arrebato de la corriente, lo había arrancado de las piedras y se lo había llevado lejos, demasiado lejos. Lo descartó de inmediato, por supuesto. ¿Para qué? Lo que había para ver era lo que él ya había visto. Y lo que había por saber era el único que lo sabía. Nadie más, evidentemente, había ido hasta ese lugar, ni se había acercado lo suficiente.
Pero en los pueblos cualquier cambio se nota y se comenta. Y el menor de los Peralta estaba faltando desde hacía bastante. En la farmacia la cosa se desestimaba, sí; pero una noche él se sentó en el bar del pueblo a tomar una cerveza mientras caía la tarde y el calor impiadoso no dejaba respirar a nadie, y oyó que se hablaba del tema. Mascaba unos maníes insípidos, con el vaso a medio vaciar a un costado. No dijo nada, pero mostró interés. Alzó la vista y propuso un gesto de mesa a mesa. Consiguió al final que le hablaran, que lo hicieran parte del asunto.
En la otra mesa estaba Andrada, el del puesto de diarios.
-El más chico de los Peralta -le dijo-. Hace tiempo que no lo vemos.
A unos pasos estaba Enrique, que hacía las veces de mozo. La camisa blanca la tenía empapada de sudor.
-Marianito, ¿vio? El menor de los cuatro. No hay señales desde hace días.
Él sabía que tenía que sonar difuso, ni ansioso ni displicente, sino razonablemente atento, y contestar algo sensato, atinado, neutro. Podía decir casi cualquier cosa, una frase hecha, algo fácil de ser pasado por alto, fácil de olvidar. Se oyó hablar, como si hablara otro. Se oyó decir así: “Andará por ahí”: Y se oyó agregar, de inmediato: “En sus cosas, como siempre”. Y aunque la respuesta resultó completamente adecuada y calzó en la charla a la perfección, él se sintió de pronto tan mal, tan sin aire y tan miserable, que tuvo que poner una excusa cualquiera, pagar con apuro y salir a la calle; la botella de cerveza apenas empezada, los maníes casi sin tocar, la noche y el calor tan agobiantes e impiadosos como en todos los veranos.
Martín Kohan es ensayista y narrador. Entre sus libros, Ciencias Morales, Fuera de Lugar y Ojos brujos, fábulas de amor en la cultura de masas. Su texto más reciente es 1917, dedicado a la Revolución Rusa.