No es un mal día para preguntarse qué es un niño y si viven felices en el microclima que les diseñan los adultos. Un lugar en el que todo simula estar a su alcance pero donde se limita su poder para descubrir y preguntar sobre el mundo que les espera.

Las alusiones al “niño que tenemos adentro” suelen mezclar la ingenuidad y cierta mala fe. Por un lado, suponen que hay en nosotros una esencia imperturbable que ha nacido durante la infancia y que las obligaciones del mundo han llevado a reprimir. Por el otro, usan a la niñez como coartada de la libertad a la que no podemos ni debemos animarnos como adultos. Libertad de un ratito, obviamente. También se dice que la infancia es la patria individual. No deja de ser un slogan,  ese espacio de nuestra vida está atravesado de relatos ajenos, de cosas que creemos recordar y de muchísimas otras que hemos olvidado. Aprendemos lo que es un niño una vez que hemos dejado de serlo y cuando tratamos de entender a nuestros hijos.

El austríaco Peter Handke dice que lo convence más la voz de un niño que replica al adulto que, ante la nieve amontonada en la estación de tren, exclama ¡Qué bello! El chico se limita a acotar: “Qué mal que se ve a lo bello”.  Ante lo que sería irrefutable por el simple hecho de ser dictaminado como bello, la voz infantil sube la apuesta, no se deja convencer por los conceptos. De vez en cuando, llegamos a los niños con los destellos que ellos dejan escapar y que hacen que el mundo, por un momento, se parezca a otra cosa. Cuando se refiera a su admirado John Berger lo retratará Handke como el portavoz de “del desnudo, infantil, indefenso yo-mismo, ni lleno de conceptos ni de saber”

No es la primera vez que Handke recupera la niñez, baste recordar el poema que abre Las alas del deseo de Wim Wenders: “Cuando el niño era niño era el tiempo de preguntas como: ¿Por qué yo soy yo y por qué no tú?/¿Por qué estoy aquí y por qué no allí?/
¿Cuando empezó el tiempo y dónde termina el espacio?/ ¿Acaso la vida bajo el sol no es sólo un sueño?/ Lo que veo y oigo y huelo,/¿no es sólo la apariencia de un mundo ante el mundo? /¿Existe de verdad el mal y gente que realmente son malos? /¿Cómo puede ser que yo, el que soy,/no fuera antes de devenir,/y que un día yo, el que yo soy, /no seré más ese que soy?”. Estas preguntas básicas, elementales, serán siempre más interesantes que cualquier respuesta que se pueda intentar y será un ejercicio inevitablemente banal tratar de contestarlas. ¿Quién quiere malas respuestas?  Aunque nunca lo diga de manera directa, el rumbo de estos interrogantes desemboca inevitablemente en la idea de que la literatura es la búsqueda -con seguridad utópica- de reestablecer esa mirada sobre las cosas. Una mirada que uno no recuerda y que es posible descubrir (o creer que se descubre)  de adultos, cuando de pronto un niño dice que lo bello no se ve nada bien.

Hay otro conmovedor momento en que Handke habla de los niños, lo hace en un libro casi imprescindible, al que tituló  Ensayo sobre el cansancio. Allí cuenta una escena de su infancia en una iglesia, donde, abrumado por todo lo que allí ocurre, experimenta la sensación de que el mundo lo cansa, que lo aplasta. Esa puede ser una de las imposibilidades de la infancia, que luego se escriben en el cuerpo, la hostilidad que nos imponen desde afuera.

Handke habla de una infancia que quiere construir, pero que es vivida como un espacio diferente del mundo adulto, del cual llegan restos, como si fuera un naufragio. Pero habla de otros modos de la niñez. Cuando muchas de las cosas que solieron frecuentar los mayores iban a parar al enorme baúl de la infancia. Ciertos autores (Verne, Salgari o los hermanos Grimm) cuyas historias primero circularon entre gente grande. Lo mismo con la ropa o algunos juguetes como los caballos de madera, los soldados o las muñecas que eran representaciones de figuras que llegaban de otra dimensión del tiempo. La infancia era de a ratos un lugar al que su propia soledad ponía bajo custodia.

Hoy las fronteras son más porosas. Chicos que se visten igual que sus padres, que comparten los programas de la tele, que quedan muchas veces incluidos, por decisión o por descuido, en  formas de la intimidad que les son ajenas. Viven en áreas prediseñadas en las que todo está armado para ellos, a su escala, nada deja de encajar. Los libros, los juguetes, las teorías pedagógicas. También tienen su repertorio musical exclusivo y sus canales de televisión. Lo que se conoce como el mercado de la infancia cada vez más amplio y consolidado. Las góndolas de los supermercados colocan los productos que se aspira a vender más a la altura de los chicos, que operan como tiranos que exigen la compra de golosinas pero también de lácteos y fideos. Hay toda una zona de la publicidad que apela a ellos como vía de entrada de ciertas mercancías al presupuesto familiar. No son los niños de Handke, expuestos a un cansancio prematuro y a las preguntas imposibles, pero están, hay que admitirlo, mejor cuidados.

También en esta condición de sujetos de mercado, como objetos de deseo consumista,  se termina por erotizarlos. Tinelli debió cancelar su avatar Bailando kids porque el jurado hablaba de niños y niñas con adjetivos desfasados: sexy, sacar la perra de adentro… Los yanquis tienen concursos de belleza para chicos y no falta alguna madre que somete a su hija a cirugías plásticas y a trabajosas sesiones de maquillaje. Toda esta especie de ruptura de fronteras entre edades hace que ya la infancia no sea una añoranza más o menos fingida o ensayada, una etapa que deja huellas y nos dibuja, Freud mediante, para siempre. Parece ser un estado permanente del que no conviene salir. Tal vez Peter Pan sea la encarnación de este deseo de la niñez perpetua hecho cuento, escrito en el momento en que los chicos dejaban de ser una patria aparte para quedar integrados a la rueda del mundo. Pocos años antes, ese sabio impagable que fue Robert Louis Stevenson, se resistía a esa localización del paraíso: “Nos hallamos en mejor posición que cuando éramos niños, sabemos más, comprendemos mejor, nuestros deseos y simpatías son más acordes al estímulo de los sentidos y nuestras mentes se concentran en lo que les interesa cuando recorren el mundo” Nos hemos separado de ese territorio, algo que puede celebrarse pero que en definitiva labra un compromiso. Cierra “Juego de niños” diciendo que “sería fácil dejarlos en su nativo país de nubes donde aparecen tan bellos. Saldrán muy pronto de sus jardines para tener que internarse en oficinas y en los laberintos que reserva la justicia a los testigos”.

Handke habla de una vida, la de los niños, que ocurre en una dimensión diferente de la existencia adulta. No siempre se es más feliz allí, porque las desdichas parecen mayores y con destino fatal, pero esas infelicidades pasajeras conviven con la alegría fugaz pero intensa del descubrimiento. En el mundo protegido esas penas se aminoran, pero los hallazgos son más improbables. (Hay un mundo de chicos sin protección, que no pueden descubrir nada que no sea la condena a un interminable destino, para ellos la infancia es una etapa más del desastre). Ojalá unos y otros recuperen esa posibilidad de preguntar lo que no tiene respuesta.