Las ausencias se hacen ver cuando menos se las espera. Una mujer regresa al que fue su hogar para llevarse sus cosas y lo que encuentra son rastros de un hombre que se ha fugado no se sabe adónde, tal vez al lugar donde mueren los olvidos.
Contó hasta seis, estirando la pausa entre un número y otro. Por tercera vez pulsó el timbre. Tampoco hubo respuesta. Metió las manos en su cartera; por unos segundos se quedó apretando el llavero, una bola de cristal con un espiral en su centro. Insertó la llave en la puerta de la verja y la abrió con facilidad. No tenía puesto el seguro; podría haberla abierto nada más pasando la mano por la reja y tirando del pestillo, pero le daba mayor seguridad entrar con su llave, como si aún viviera en esa casa, como si no la estuviera asaltando. Una a una, fue reconociendo las doce losetas de piedra que separaban la verja de la casa. Con los nudillos tocó la puerta de madera. Uno, dos, tres golpes fuertes. Como era de esperar, nadie le abrió. Iba a usar de nuevo sus llaves, pero su ojo izquierdo se desvió hacia un minúsculo punto rojo. Entre las hojas del geranio que ningún jardinero había podado en varios meses, su mirada fue absorbida por ese punto rojo, denso, casi marrón. A las siete de la mañana, pocos transeúntes ocupaban la calle. Laura miró a uno y otro lado, ningún vecino tenía puesta la vista en el jardín. Se agachó, con el índice rozó aquel rojo. Estaba seco, no le pareció pintura. Pensó en el perro, tal vez un corte mientras corría excitado hacia la calle o, quizás, en la calle se había enfrentado a mordiscos con otro perro. Recién entonces reparó en que Altair tendría que haber ladrado muchas veces al oír el timbre, y más al sentir sus pasos junto a la puerta. Se iba a levantar para, de una vez, entrar en la casa y enfrentarse con la despedida, con el mismo silencio que parecía habitarla esa mañana, pero algo más fuerte la mantuvo quieta, agachada y la empujó a estirar la mano hasta la tierra. Y la tierra no estaba seca. Se recordó a sí misma con seis años, después de la lluvia saliendo al patio del colegio, recogiendo tierra de las macetas y metiéndosela a la boca. Otra vez le sobrevino ese impulso, pero al acercar la tierra a sus labios se dio cuenta de que no estaba hecha barro y de que tenía un olor extraño. Quiso vomitar. Estaba extendiendo demasiado el momento de entrar en la casa para retirar su ropa, los adornos que más le gustaban y dos juegos de sábanas. Deshizo el grumo de tierra entre sus dedos. Quedaron teñidos de un leve rojo. Pensó en frutillas, volvió a pensar en el perro. También había sido su perro. Y no ladraba. Entró en la casa. Al fondo, sobre el sofá de la sala reposaba la chaqueta de lana azul de Martín. Seguía usándola sin pausa, la adoraba. Hacía siete años ella se la había traído como regalo de un viaje a Ecuador, pocas semanas antes de que se marcharan a vivir juntos. Las piernas le empezaron a flaquear. Respiró hondo. Martín, pronunció su nombre en voz alta, aunque nadie había respondido cuando tocó el timbre ni cuando golpeó la puerta. Martín, volvió a llamarlo en un susurro. Avanzó todos los pasos que faltaban hasta la sala y se sentó en el sillón. Habían hablado cuatro días antes. Por última vez, él quiso convencerla de que volviera, de que lo intentaran de nuevo. Martín desconocía que ella ya estaba sumergida en una relación con alguien que vivía en otra ciudad, y que estaba evaluando la posibilidad de cambiarse de trabajo y de sede para estar más cerca de aquel hombre. La noche anterior volvieron a hablar. Acordaron que ella iría por sus cosas temprano; después de siete meses de separación, al fin las recogería. Se había marchado prácticamente con lo puesto, apenas llenando con ropa interior y unas pocas chaquetas y vestidos la primera maleta que encontró. Ni siquiera reparó en que esa maleta tenía una rueda estropeada. Mientras salía, chirriaba contra el piso. El perro se había quedado mirándola con la cola entre las piernas. Parecía ser el único que tenía conciencia de que esa salida no tendría retorno. Ni ella misma lo imaginaba, aun cuando deseaba ser lo suficientemente fuerte para no dar marcha atrás. Martín estaba de viaje, como casi siempre. Esa tarde regresaría y hallaría la nota. Y la nota solo hablaba de una separación temporal. En tres días más él volvería a irse de viaje y no tendría tiempo para echarla de menos. Le hubiera gustado llevarse al perro, pero Altair estaba con Martín antes que ella. Y ahora no estaban ni el perro ni Martín, solo esa chaqueta azul. Al fondo de la cocina le pareció ver una mancha blanca sobre el piso. Tengo que ir al oculista, se dijo. Volvió a pasar la vista por la sala. Podía notar que la empleada de la limpieza seguía yendo tres veces por semana. Si las costumbres no habían cambiado, esa mañana, a las nueve, le tocaría aparecer. No quería encontrarse con ella. Tendría que apurarse, pero no conseguía moverse, la casa entera parecía absorberla. Su mirada volvió a fijarse en la chaqueta de Martín. Reprimió el impulso de tomarla entre sus manos, doblarla, subir con ella hasta la habitación y colgarla del perchero. No debía demorar más. Martín le había dicho que prefería no estar en la casa cuando recogiera sus cosas. Además, esa misma tarde ella debía tomar un avión que la trasladaría a Lima, donde permanecería una semana junto al hombre que conoció a los tres días de haberse marchado. Habían coincidido en el mismo hotel. Si él no hubiera aparecido, quién sabe, al cabo de pocas semanas ella habría regresado a su vida anterior. Y ahora, en cambio, ese hombre la había terminado de animar a que cambiara de ciudad, de trabajo, y Laura apenas había dudado. Pero no quería herir a Martín. Mantuvo aquella relación en secreto. Y el secreto había levantado la calentura de cada encuentro con su amante. «No soy tu amante, ahora soy tu pareja», le había dicho él la última vez que se vieron. Ella había sonreído, pero hubiera querido tener cerca una maceta de la que pudiera sacar barro que comer. Martín le había dicho que se llevara todo lo que quisiera. «Solo será mi ropa y algunos adornos», había asegurado Laura. Fue después de colgar el teléfono que deseó llevarse consigo esas sábanas, esos dos juegos de sábanas. Uno había sido un regalo de su abuela, ella misma las había bordado y se las había entregado en un envoltorio de aluminio con estrellas azules. —¡Ay! El cielo está al revés en este papel —había advertido, mientras Laura y Martín abrían el paquete. Una y varias veces, su abuela le había mostrado su desacuerdo con su separación, hasta que pasado un mes se dio por vencida y le ofreció el cuarto de huéspedes de su casa para que se quedara todo el tiempo que quisiera. Laura se dispuso a buscar las sábanas. Caminó hasta el cuarto de servicio que era usado como depósito de ropa blanca. En el primer cajón de la cómoda encontró el juego bordado a mano. Comenzó a buscar el otro y no aparecía. Repasó de nuevo en cada cajón sin resultado. Una sensación de furia empezó a recorrerla. Dos años atrás ella había comprado ese juego de sábanas granate, la textura y el color le habían encantado, había imaginado su cuerpo junto a Martín entre esas sábanas. No esperó a la noche para cumplir su deseo. Recordó la mano de Martín aferrando la suya sobre el granate, el último sol de la tarde iluminaba la habitación y alcanzaba a tocar el filo de su cama, su espalda agitada sobre el cuerpo de Martín. No se iba a marchar sin esas sábanas. De nuevo rebuscó entre los cajones, metió las manos hasta el fondo de la canasta de ropa sin planchar. Sintió vértigo al imaginar que estuvieran puestas en su cama matrimonial y que, en los días previos, o acaso la misma noche anterior, él se hubiera acostado con otra mujer en ese granate. Salió de aquel cuarto dando trancazos. Lo recordaría horas más tarde, días más tarde, cuando hubiera dado lo que fuera porque aquella alucinación fuera cierta en lugar de lo que ocurrió. Estaba por subir las gradas cuando se dio cuenta de que la mancha blanca que notó en la cocina no era una mancha. Al acercarse, vio el azucarero de cerámica partido en pedazos y el azúcar esparcido sobre el piso, cercado por una hilera de hormigas. Imaginó a Martín golpeando sin querer el azucarero esa mañana mientras tomaba un café, dejándolo todo tal cual se hallaba para no demorar su salida. Pero la cafetera estaba limpia, intacta en su lugar. Y abajo ese cúmulo de hormigas. Habría cien, tal vez fueran doscientas. Le provocaron náuseas, también ganas de tomar una escoba y barrer el suelo, como si aún habitara esa casa. —¡Martín! —gritó. No descartó la posibilidad de que estuviera en el segundo piso, callado, espiando sus sonidos, sus reacciones. Volvió a sentarse en el sillón, observó las piedras de río que adornaban la mesita de la sala. No hubiera sabido cuál elegir, si es que finalmente se decidía a llevarse alguna. La más grande la había recogido de la orilla del río Apurímac, en el último paseo que hicieran juntos a Limatambo, cuando Martín le aseguró que, aunque no pasara mucho tiempo a su lado, no debía dudar de que la amaba. Laura había llevado aquella piedra en su regazo durante las dos horas que les tomó regresar al Cusco. Era negra, asemejaba una masa encefálica. Acarició sus hendiduras mientras ascendían desde los valles cálidos hasta la ciudad. Martín empezó a silbar. Ella se hizo la dormida, deseando ser fuerte para alejarse de su lado, convencida de que ya no deseaba esa relación y de que debía revelarle que cada vez que él volvía de sus viajes le parecía encontrarse ante un extraño, un extraño con el que le costaba compartir su vida, su cama. Ni ella misma se reconocía en ese malestar. Martín había seguido conduciendo a la máxima velocidad permitida en esa carretera de curvas. Debió darse cuenta de que no estaba dormida por-que Laura no dejaba de acariciar la piedra, sin embargo, le siguió el juego y en voz baja habló con Altair: —Está dormida, profundamente dormida, amigo mío. De repente, Laura recordó algo más cortante que el azucarero roto. Volvió a la cocina. La caja superior del repostero estaba abierta y el filo de los cuchillos brillaba con la luz que se filtraba por la ventana. Miró alrededor. Volvió a llamar a Martín. Corrió escaleras arriba. La puerta de su habitación estaba abierta, también las del clóset, que estaba hecho un caos; la cama estaba desecha, sin sábanas. Bajó de nuevo, entró en el estudio, allí también encontró varias cajas abiertas. Se quedó paralizada. Por detrás de la silla distinguió la cola del perro y supo que no estaba dormido. —Altair —pronunció. Sin poder dar un paso más, se fue derrumbando en el suelo. El celular de Martín estaba apagado. En su trabajo nadie sabía dónde podría hallarse. En tres días más tenía programado un nuevo viaje. Su jefe la calmó, le dijo que tal vez se habría dado un descanso. Martín nunca habría dejado a su perro muerto, abandonado, repetía Laura. La Policía demoró más de una hora en llegar. Sus padres y su hermano abogado llegaron antes. Él le recomendó que no tocara nada y dejase de dar vueltas. El veterinario certificó que el perro no había sido envenenado, ni presentaba evidencias de algún golpe mortal. Señaló que llevaba, mínimo, diez horas muerto. En efecto, ya estaba tieso cuando lo hallaron. —¿Cuántos años tenía? —le preguntó a Laura. —Trece, tal vez catorce —murmuró ella, aferrada a la pata del perro. En el garaje faltaba el auto. —Tal vez Martín ha decidido marcharse por un tiempo. Considera que debe estar muy afectado por lo definitivo de vuestra ruptura —le dijo su padre—. Hay que esperar un poco. Laura se quedó mirando el teléfono fijo, negro, de diseño antiguo que pendía de la pared. Temblaba al pensar que debía llamar al otro lado del mundo, al padre de Martín. ¿Qué podría decirle? Laura postergó su vuelo una vez, y otra más. La Policía verificó que la sangre absorbida en tierra era humana, también señaló que no era abundante como para suponer, a primera vista, una herida mortal. El banco reportó que, la noche de su desaparición, se había retirado de su cuenta la máxima cantidad permitida desde un cajero automático. Más tarde, desde Paracas llegó la noticia de que su auto había sido hallado en un garaje. Llevaba cinco semanas estacionado sin que el conductor hubiera retornado. Las llantas estaban desinfladas; por lo demás, no había señales de robo ni de violencia. Laura pensó en aquel auto plateado en el que hicieron tantos viajes. Varias veces habían planificado viajar a Paracas, visitar sus islas, tomar una avioneta para sobrevolar las líneas de Nazca. A Martín le inquietaban, en particular, la figura del mono, su cola espiralada. ¿Por dónde habrían empezado a forjar esa figura?, se preguntaba. Una noche lo encontró sentado en el escritorio, rodeado de papeles que le parecieron garabateados. Estaba tratando de replicar en un solo trazo la figura de aquel mono. Han pasado siete meses. Cada lunes, miércoles y viernes la empleada de limpieza acude a la casa. La chaqueta azul sigue tendida sobre el sofá. Una vez por mes, Laura la lava y la coloca de nuevo en su lugar. Cuando ella vuelve del trabajo, deja sus abrigos en el mismo sitio, a veces los dobla, otras veces sencillamente los arroja.
Karina Pacheco Medrano es una antropóloga y escritora peruana. Entre sus libros, Las orillas del aire, El bosque de tu nombre y Cabeza y orquídeas.
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