Las verdades ajenas pueden desenmascarar las propias. Algo que ocurre en una ciudad donde todo origen es impreciso y en la que se hablan montones de lenguas que parecen iguales y se pronuncian diferente. Una maestra, dos alumnos, un alemán escapado de la guerra y un revólver que apura las confesiones.
Al otro lado del río mirábamos Manhattan. El sol de la mañana resplandecía en las torres gemelas, demasiado altas para el puñado de edificios que las rodeaban. Me apoyé en la baranda. A cada rato pasaba gente haciendo ejercicio.
¿Vas seguido para allá?, le dije a Raúl, un moreno que usaba camisas y pantalones ajustados a su gordura maciza. Nos habíamos conocido semanas atrás en clases de inglés.
Si voy a dónde.
A Manhattan. ¿Qué estás mirando?
Queda muy lejos.
Vas en bondi, en colectivo.
¿Y para qué? Esos edificios están llenos de yumas y de chinos. Además, ¿a quién se le ocurre hacer dos torres iguales? Eso es soberbia, Comandante.
Me llamaba Comandante, nunca por mi nombre. La referencia revolucionaria me desorientaba: las mozas del Café La Isla me había comentado que se había pasado cuatro años en un calabozo por intentar huir de Cuba en una camioneta que tenía flotadores en lugar de ruedas. Apenas libre se había lanzado otra vez a las olas, esta vez con su gallo, en una balsa armada con restos de muebles. El gallo había muerto en el mar turquesa y por eso no pedía nada que tuviera pollo. Eso comentaban las mozas del Café La Isla.
Caminamos por el paseo de la costanera. Yo miraba la ciudad que pisaba sólo los domingos, cuando Tío Jaime me daba el día libre. Llegamos a una plaza rodeada por árboles de la misma especie, algunos ya empezaban a ponerse amarillos. La bandera cubana flameaba en un mástil junto a un hombre de bronce.
Ahí tenés a tu ídolo, le dije.
¿Qué tú dices?
José Martí, el único prócer que aman todos los cubanos, no importa si sean gusanos como vos o revolucionarios. Quería hacerlo saltar, oírlo despotricar contra Castro de una buena vez.
Tiene cara de pájaro, se parece a ti. Bueno, vamos, pásame la tarea. Se sentó en uno de los bancos de la plaza. Aunque no hacía calor ya estaba sudado.
Tenés que usar ropa más suelta, transpirás todo el tiempo. Abrí mi mochila, saqué el cuaderno y le pasé el ejercicio de inglés resuelto. Había que completar verbos. Los copió rápido.
Vamos, dijo poniéndose de pie, que la profe me espera.
Nos alejamos del río hasta la avenida Bergerline, atiborrada de puestos de ropa pirateada, cafés que olían a grasa de chancho quemada y carros de helados o de pochoclos. Cada negocio soltaba bocanadas de música, salsa y bachatas, que competían en el aire.
El instituto de inglés era una única sala con un montón de pupitres viejos. Quedaba arriba de un local que vendía ídolos de madera, velas, polvos en frascos, cuero y pelo de animales y demás objetos vudú.
Como en todas las clases, nuestra profesora Carmen, una ecuatoriana petisa, voluptuosa y cara de ratoncito, se la pasó hablando en castellano con sus alumnos que veníamos de distintos puntos de Latinoamérica. Recién en la última media hora repartió fotocopias de ejercicios y nos puso el listening. Después empezamos a corregir, en voz alta, de uno por vez, siguiendo el orden que proponía Carmen. Cuando le tocó, Raúl la invitó a salir. Lo hizo en inglés, se había aprendido la pregunta de memoria. Carmen se acercó sonriendo, apoyó el culo en el pupitre y contestó una oración larga en inglés y se quedó mirándolo.
No te entiendo, mami, dijo finalmente Raúl.
Estoy casada.
No llevas anillo, dijo y Raúl tocó el dedo de ella.
Mi marido tampoco, dijo Carmen y le tocó la punta de la nariz. Volvió a su escritorio y se cruzó de piernas.
No te creo, profe. Y no me engañes, que estoy enamorado de ti.
Carmen rio y alzó los brazos para hacerse una colita en el pelo negro.
Después de la clase Raúl me acompañó al negocio de venta de casas prefabricadas de Tío Jaime, donde yo trabajaba desde hacía unos meses. Cansado de que me ausentara a los parciales de Letras, mi papá me había sacado un pasaje al norte para que pasara una temporada con Tío Jaime, su primo. Cada diciembre Tío Jaime viajaba a Buenos Aires. Llegaba con regalos para la familia, nos invitaba al cine, al teatro, a comer afuera. Nos mostraba su guita, la sonrisa siempre fresca. Por eso me había divertido la idea de pasar unos meses con él. Pero en Estados Unidos conocí los otros músculos de la cara de Tío Jaime. Estuvo a punto de devolverme al sur de una patada en el culo cuando equivoqué una dirección de entrega. Pero me dio una nueva oportunidad y me anotó en un curso intensivo de inglés.
Entramos en el negocio. Raúl se sentó frente a mi escritorio. Empecé a llenar a mano unas planillas de compras.
¿Te queda una tortica, Comandante?
Abrí un cajón y le pasé un Havana, mamá me había escondido tres cajas en la valija.
No creo que la profe esté casada, dijo con la boca llena. Hojeaba un calendario con el logo de la empresa: una casa con patas, brazos, boina de béisbol, sonrisa y guiño de ojo. Todas las muchachas casadas llevan anillo, las educan para eso. La profe me engaña.
Tal vez tiene un marido que te va a cortar las bolas, dije sin dejar de llenar las planillas.
¿Qué tú crees?, dijo sacándome la lista de precios que yo consultaba.
Devolveme eso.
¿Está casada o no?
Me chupa un huevo.
Pero qué cosa tienes con los testículos, Comandante. La profe me engaña y tú ni te das cuenta.
Dejó el papel arrugado sobre el escritorio y se fue silbando, seguramente a recorrer negocios para apostar al dominó contra los dueños. Las mozas del Café La Isla comentaban que no conocía la derrota.
Días después charlábamos con Raúl y Carmen en el instituto, ya terminada la clase. Ella comentó que su marido había vivido un tiempo en la Patagonia y que me quería conocer.
Si puede lo esperamos aquí, me va a pasar a buscar ahorita.
Si viene rápido ningún problema.
Yo también me quedo, dijo Raúl.
Carmen estiró una de sus carcajadas y fue al baño. Seguía ahí cuando escuchamos pasos en la escalera. Pasos lentos pero no vacilantes. Se asomó un hombre flaco, anciano. Chomba rosa, pantalones de lino, mocasines sin medias, sombrero de paja.
¿Lo puedo ayudar en algo?, dijo Raúl.
Busco a Carmen. El español era de acento tosco, como si tallara las palabras a hachazos. Tenía ojos bien azules y arrugas profundas, cimentadas en la cara.
Está en el baño, tomó mucho refresco.
El anciano asintió, respiraba hondo para recuperar aire.
Siéntese, ordenó Raúl. Y descanse.
Estoy bien.
Escuchamos el agua de la cadena, salió Carmen.
Hola, le dijo y le dio un beso en la mejilla. Él es Hanes, mi marido.
Me levanté y le estreché la mano venosa y caliente. Raúl también le dio la mano. Hanes se sentó y apoyó el sombrero sobre el pupitre. Tenía bastante pelo blanco, revuelto.
¿Así que usted conoce la Patagonia?
Fui capataz en un campo de unos ingleses, cerca de la cordillera. La Patagonia es el lugar más hermoso del mundo.
Sólo conozco el camino de los Siete Lagos, fui de mochilero.
No sé qué es eso. Yo viví al sur, muy al sur, trabajaba en el campo de unos ingleses. No había nada, sólo unos indios tuberculosos que bajaban de las montañas a robar ovejas. Al principio les disparaba, pero después hicimos un acuerdo. Yo les daba yerba y azúcar y ellos dejaban a las ovejas en paz.
¿Indios?, pregunté.
Era un campo hermoso. Crié un puma. Dormía conmigo en mi cama. Y también un águila.
¿Dormía con un puma? No le creo, dijo Raúl.
Era mi amigo. Tengo fotos.
A ver las fotos, abuelo.
Las tengo en mi casa. Puede venir a verlas algún día, me dijo.
Las mozas del Café La Isla me explicaban el tema de los matrimonios por dinero. Sabían bien la metodología: todas se habían casado con americanos a quienes les habían pagado un buen puñado de dólares. Para el día del casamiento los novios habían tenido que aprenderse un libreto porque en el registro acaso los ponían en cuartos separados y les hacían preguntas y comparaban las respuestas.
Yo no sabía cuál era su color favorito, dijo una de las mozas. Me arriesgué, dije azul pero el pájaro había elegido rosa. ¡Rosa!
¿Pero si es un matrimonio arreglado por qué Carmen y Hanes viven juntos?, dije.
Le debe alquilar un cuarto, es un viejo tacaño, dijo Raúl.
¿Tacaño el alemán, el esposo de Carmen? Es un caballero, deja buenas propinas, tú nunca dejas ninguna.
¿Alemán?, dije.
Sí, peleó en la guerra.
¿Qué guerra?
La Segunda Guerra Mundial, ¿cuál si no?, dijo la moza.
Calculé los años, podía ser.
En uno de esos días nos encontramos al alemán en el Café La Isla. De pie en la barra tomaba jugo de naranja y comía un sándwich cargado de chicharrón. Parecía contento de verme y hasta recordaba mi nombre. No el de Raúl. Nos acodamos junto a él, uno a cada lado.
¿Es verdad eso que se anda diciendo por allí?, dijo Raúl.
¿Qué cosa?, dijo Hanes y volteó para mirarlo.
Que estuvo en la guerra.
Eso fue hace mucho tiempo, muchacho.
¿Y en qué guerra peleó?, dije.
En la Segunda Guerra, contra los rusos. Tenía dieciséis años.
No le creo, dijo Raúl.
¿Qué cosa no cree?
Que estuvo en la guerra.
Hanes se alzó los pantalones. Entre arrugas y várices había tres cicatrices redondas.
Una bala todavía está ahí.
¿Y usted mató a alguien?, dije.
Los rusos, esos cerdos, alzó la voz Hanes.
La moza abrió los ojos del otro lado de la barra.
¿Qué pasa con los rusos?
Éramos sus prisioneros. Todos los días nos llevaban hasta un bosque a cortar leña. Elegían a uno de nosotros. Le hacían cavar un pozo y después le rompían las piernas con las culatas de los rifles y le disparaban en el estómago y lo arrojaban en el pozo y nosotros teníamos que enterrarlos. Algunos seguían vivos. La voz se arrastraba afónica y los ojos le brillaban más azules todavía.
Pobrecitos, dijo la moza tapándose la boca con la mano.
Esos cerdos. Me escapé de esos cerdos.
Se había escondido debajo de un camión militar. El camión arrancó, se alejó del campo de prisioneros. Hanes estuvo toda la noche agarrado a la panza del motor, el mundo moviéndose debajo y su cuerpo acalambrándose. Cuando se soltó estaba en medio de la nada.
Le robé la ropa a un cadáver que encontré al lado del camino. Si me agarraban con el uniforme de prisionero me fusilaban.
Tomó toda la cerveza y se quedó en silencio.
¿Y qué pasó después?, dije.
El viejo se pidió otra cerveza.
Llegué a un castillo, lo que quedaba de un castillo arruinado por las bombas. Me dieron trabajo sembrando heno. Antes de la guerra el dueño había criado caballos de salto, pero sus caballos habían muerto. Cuando caen bombas el caballo no se mueve, se queda quieto. Sólo le quedaba uno. Y como yo había sido campeón juvenil de salto todas las tardes ensillaba al caballo. Saltaba troncos, fosas, paredes rotas. El dueño me miraba. Hermoso caballo. Hermoso. ¿Pero saben qué?
¿Qué?
Nos lo comimos.
¿Al caballito?, dijo la moza. No me diga Hanes que se comió al pobre caballito.
Yo, y el dueño del castillo y otros que trabajaban ahí. Nos moríamos de hambre. Éramos todos unos caníbales. Moribundos. Perros. Volteaba hacia un lado y hacia el otro para mirarnos.
Tranquilo abuelo, dijo Raúl.
Al rato llegó Carmen, apurada. Nos saludó con un beso a cada uno. Me hice a un lado para que quedara junto a su marido. Hanes me dijo que quería mostrarme las fotos de su vida en la Argentina, que fuera el domingo a la tarde a su casa, Carmen nos prepararía su torta de plátano, dijo, y ella asintió.
Perfecto, me encanta la torta de plátano.
A vos nadie te invitó, Raúl.
Arroz con plátano /arroz con plátano / ella cuece el arroz para el plátano, mi plátano, cantó Raúl.
Pero qué bella voz, dijo Carmen.
Raúl sacó a bailar a Carmen. Improvisaron unos pasos, sabían moverse. Hanes escribió su dirección en una servilleta, me la dio y dejó varios billetes sobre la barra.
El domingo caminamos con Raúl hacia la casa de Carmen y Hanes. Era una casa de madera, sencilla, igual a las demás casas que se repetían por la cuadra. Carmen nos hizo pasar. Las paredes estaban cubiertas de bibliotecas, pero no había demasiados libros, más bien caracoles con corazones, Venus de cerámica, fotos de perros jugando con gatos y demás adornos que atribuí a la ecuatoriana. Una colección de armas, la mayoría antiguas, brillaba en la vitrina del fondo.
En una mesita esperaba el café y la famosa torta de plátano. Sentado en una silla de mimbre Hanes nos sirvió ron. Apuraba su bebida con sorbos intensos y regulares.
¡La bebida de Cuba!, dijo Raúl, alzando su vaso.
Con el dedo, Hanes le dio unos golpecitos a la botella.
El ron no viene de Cuba. Es de Barbados. Este ron es de Barbados.
¿Qué cuento es ése, abuelo? Raúl le sacó la botella para mirar la etiqueta.
No soy abuelo de nadie. Y dígame, ¿usted llegó en balsa acá?
Raúl le devolvió la botella. Asintió. Yo mismo armé la balsa.
¿Vino solo o con su familia?
Con mi gallo.
¿Un gallo?, dijo Hanes.
Se asustaba con los tiburones. Aparecían al atardecer, daban algunas vueltas alrededor y se volvían para el fondo. Mi gallo se cagaba encima. Qué sabrosa está la torta, profe.
¿Y dónde está su gallo ahora?
Se murió en el mar. Y mire que le daba agua y maní.
Hanes se quedó mirándolo, se sirvió más ron, agarró la botella y me pidió que lo siguiera.
Entramos en un cuarto que acumulaba mapamundis, discos de vinilo, más armas en vitrinas. Sobre un escritorio de madera había una caja con fotos. Nos sentamos en sillones, uno junto al otro. La pulida luz de la tarde atravesaba las cortinas transparentes. Hanes achinaba los ojos para ver las fotos y después me las pasaba. De vez en cuando nos llegaban risas desde el living. Vi todo eso que nos había contado: indios en la montaña, una tierra de ovejas, árboles que crecían torcidos por el viento, Hanes muy joven abrazado a un puma, un águila aferrada a su antebrazo, gente trabajando en un galpón precario, kilómetros y kilómetros de nieve. Le pregunté cómo había llegado a ese lugar tan alejado de su patria. Me contó otra vez la historia del castillo y del caballo de salto. El dueño le dio los documentos de su hijo, que había muerto en la guerra. También le dio dinero. Hanes llegó a un puerto, se tomó el primer barco que zarpó. Así abandonaba Europa, el mundo destrozado por los hombres, dijo. Años más tarde, Hanes supo que el dueño del castillo se había pegado un tiro en las ruinas del establo.
En el living habían puesto salsa y se escuchaba el piso crujir con los pasos de baile. Hanes me pidió las fotos de la Patagonia. Las fue desplegando sobre el escritorio hasta formar un mosaico. Lo miraba, cambiaba alguna foto de lugar, corregía ese mosaico que alguna lógica debía tener en su cabeza y que parecía vivo, diciéndole algo. Ya no quedaba ron.
Brillaban los faroles afuera cuando abrió un cajón del escritorio, lo cerró, su mano tenía un revólver.
Lejos de los hombres, con los animales, fui feliz.
¿Qué hace?, dije, quieto, sin dejar de mirar el revólver. Él se levantó primero.
Fui feliz.
Se fue caminando hacia el living. Pensé en frenarlo aunque no me animé a moverme. Sólo cuando escuché los gritos de la profe y la voz de Raúl me asomé al living. Raúl levantaba los brazos, Hanes no le apuntaba pero no había soltado el revólver. Los tambores de la salsa hacían vibrar las ventanas. Pensé que iba a matarlo y luego a matarse. O a matarnos a todos y a él no, pensé infinidad de combinaciones en apenas segundos
Se comió a su gallo , dijo Hanes.
¿Qué cosa?
Se comió a su gallo. En la balsa. A Hanes le temblaba la voz y el revólver.
Raúl negó con la cabeza.
No mienta, muchacho.
Yo no digo mentiras, señor.
Se comió a su gallo, a su amigo. Hanes asintió varias veces dándose la razón a él mismo. Como nadie hacía nada, dio media vuelta y se metió de nuevo en su cuarto.
Carmen apagó la música.
Nos vemos en clase, dijo arreándonos hacia la puerta.
Anduvimos un rato sin rumbo. No sé cómo llegamos a la plaza de José Martí, frente al Hudson. Raúl se sentó en un escalón del monumento y se puso a llorar. Le puse la mano en el hombro.
Viejo loco, dije.
El señor tiene razón.
¿Te morfaste al pollo, digo, al gallo?
Agarró una hoja seca y la trituró entre sus dedos fuertes.
La corriente empuja por todas partes, y la balsa baila para donde quiere, y uno está solo, solo con el mar entero.
Lo ayudé a levantarse y caminamos por la orilla del río. En el agua, Manhattan temblaba silenciosa y brillante.
Marcos Crotto es periodista y escritor. Ha publicado Sacramenta, libro de relatos.
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