Asomarse a los balcones puede traer sorpresas, de las inesperadas y también de las dolorosas. Un solitario que descubre una imagen que le hace creer que el futuro puede cambiarse.
Llevaba casi dos horas sentado en el balcón del departamento repasando mi vida cuando la vi moverse a unos cien metros de distancia. Salió vestida de negro de un ambiente con poca luz, tal vez un dormitorio, dio unos saltitos rápidos hacia un lado y el otro de una pequeña terraza, luego hizo cuatro o cinco figuras de gimnasia rítmica de las que se ven en las olimpíadas o en los circos, inclinó el cuerpo hacia adelante, como si me hubiese estado fichando y esperara el aplauso, dio media vuelta y se metió en el mismo lugar donde había salido. Nada más. Aunque para mí fue el comienzo de algo importante. Estoy seguro. O, mejor dicho, estoy empeñado en saberlo.
Se podrá suponer que en esas primeras semanas de cuarentena andaba de capa caída y que cualquier contacto o acción me impactaba de más. Y que quizá por estos motivos su actitud me pegó de esta forma. Sí. ¿Por qué no? Pero sea lo que fuera yo sentí por entonces que mi corazón colgaba de un hilo y que ella, a su manera y por casi diez días seguidos, lo supo aguantar. ¿Poco tiempo? No. Fue suficiente. De sobra, diría. Y aun le debo las gracias.
Recuerdo que aquel atardecer, después de que ella irrumpiera de golpe, miré la hora en el celular, eran cerca de las ocho, y me levanté del sillón para fijarme si había habido algún otro vecino, o espectador, en los balcones de mi piso o en los de los pisos de abajo. Me fijé hasta donde me daba la vista. No había nadie. La noche pintaba fresca y limpia y la mayoría de la gente estaba prendida frente al televisor, informándose de la cantidad de contagios y de internados en terapia intensiva y el pendejo del sexto diecisiete, justo debajo de mí, estaba encerrado tratando de sacarle una nota decente a la viola.
Entonces me volví a sentar, fumé dos o tres cigarrillos y, al cabo de un rato, entré para abrir un vino y comer algo liviano. También hice unos cálculos. La mujer debía vivir en un monoblock sobre la calle Mendoza, pensé. A la vuelta del gimnasio, para ser más preciso. Si bien en esa cuadra hay una construcción al lado de otra. Todas de siete pisos, como esta, o más altas aún. Sin embargo, no tenía amigas ni alumnas por allí. No. Para ir y venir del gimnasio solía recorrer otro trayecto, que me permitía pasar por el kiosco o el súper y en general, después de dar horas de taichí estilo yang, no quiero saber nada de nada. Estuve un tiempo pensando esas cosas. Luego salí de nuevo al balcón.
Me acuerdo que fumé más cigarrillos, que tomé otra copa de vino y que, de tanto en cuando, miré hacia donde ella había hecho esa especie de show. Vamos, dale, otro, por favor, dije cada tanto en voz baja como estuviese rezando. Dale, insistí. Que estoy harto de revisar lo bueno y lo malo que hice. Como rechazar una oferta de laburo en Sao Paulo o no haber terminado biología o trabajo social. Tenías talento para las dos cosas y, sin embargo, abandonaste una carrera tras otra. Lo tuyo es un desastre, Demián. Y con tu afán de poeta y tus clases de judo te vas a ir hundiendo despacio, al igual que Argentina, me reprochó mi ex por más de una década. ¡Eh! Pará un poco. Uno: ¿soy un desastre también en la cama? No, ¿verdad? Dos, las clases me ayudan a controlar la diabetes y el asma, ¿Cuándo lo vas a entender? ¿Cuándo? Además, no es judo lo mío. Tres,…No. Tres, no. Dejémoslo ahí. ¿De qué sirve? Que te vaya bonito, pedazo de ingrata. Eso, ingrata. El peor de los defectos. ¿Quién te bancó la carrera y lo que vino después? ¿Quién?
Francisco de Quevedo, por citarte a un grande, decía quien recibe lo que no merece, pocas veces lo agradece. Sí. Tal cual. A pesar de que lo nuestro ya está. Ya pasó. ¿Ya pasó? Sí. Totalmente. Pero lo que no pasó todavía es que el gimnasio cierre sus puertas. Si no descubren un remedio o vacuna en seis meses nos vamos al tacho, me avisó el propietario tres semanas atrás. Por lo tanto, andá juntando tus cosas y no se te ocurra viajar ni salir por ahí porque el coronavirus a los tipos como vos, con esas enfermedades, los hace puré, me dijo. Salid a recibir la sepultura, acariciad la tumba y monumento: que morir vivo es la última cordura. Quevedo. Carpe Mortem. Un maestro.
En aquel atardecer, el primero, cuando el futuro no tenía mayor importancia, me vinieron a la mente un sinfín de estas cuestiones y permanecí un largo rato en las sombras implorando que ella volviera a hacer su acto de magia. Aunque recién apareció al día siguiente. A la misma hora. Esa vez, la segunda, miró hacia donde yo estaba sentado, levantó un brazo a modo de saludo y, después de trotar para un lado y otro, dio tres zancadas perfectas, un tanto exigidas, y se detuvo en el extremo de la terraza que estaba más cerca de mí. Entonces llevó las manos adelante, hacia los costados y comenzó a mover las caderas, como si en algún lado sonara una banda de cumbia. Estuvo un buen tiempo moviéndose así. Después me habló en lenguaje de señas.
Ahora vos y yo. Bailemos, me dijo. ¿Yo?, pregunté. Sí. Los dos. ¿Cuándo? Ahora, me dijo en un alfabeto manual. ¿Bailar? Lo último que se me podía haber ocurrido en aquella situación era bailar. Y no por prejuicios. Sino porque nunca he sido bueno para el baile, estaba cero de onda, ya lo dije, y además tenía que hacerlo solo, sin música, a la vista de medio mundo y a decenas de metros de la mujer que me estaba invitando. No. Aquello era una verdadera herejía. Una insolencia, hubiera dicho mi vieja, que fue una lectora notable. De ahí mi nombre: Demián. Sin embargo, accedí. No de inmediato, claro.
Dejé correr unos segundos, apagué el cigarrillo que acababa de prender y me puse de pie. ¿Bailar? A ver, ¿cómo es esa cosa que hace muchísimo que no hago?, me dije. Después miré mis pies desnudos, también los otros balcones de mi edificio, que por suerte estaban desiertos, y por último me concentré en su silueta. Olvidé lo que venía pensando, también la montaña de wasap recibidos y esperé a que ella se moviera primero. Unos instantes después dio unos pasitos hacia atrás, luego hacia adelante, giró en un círculo imaginario, continuó los movimientos y, como un vulgar aprendiz, traté de imitarla. Por largos minutos. Acción que repetí, repetimos, al otro atardecer. Cuando estuve mejor equipado.
No solo porque me afeité, me calcé zapatillas, abrí una botella de reserva malbec y bajé en la notebook algo de Santana y de Buena Vista Social Club que estuve escuchando bajito. Sino porque además dejé al alcance de la mano el telescopio portátil que uso para identificar las diversas especies de insectos y aves. Especialmente en los Ceibos, al sur de Entre Ríos. El lugar donde estuvo el paraíso. O le pasó cerca. No como a esta jungla llena de acero y cemento. En aquella ocasión, la tercera, la recibí con un gesto de aplauso y antes de que comenzáramos a bailar la contemplé a través del lente ocular. Era más alta y más joven de como pensaba. Y más simpática también. Pude ver bien que no tenía el pelo recogido sino una melena corta, ondulada y de color castaño. Luego observé su cara, su boca y su cuerpo atractivo. Estaba vestida de un modo sutil. Llevaba unas calzas apretadas, color azul marino. Y un pañuelo bordó en el cuello. Y por unos segundos me hizo reír con sus gestos. De una elegancia intensa, ambigua, singular. Battus polystictus. Un personaje de fábula. Una borde de jade, pensé.
Bailamos media hora o más. Luego hicimos una pausa para seguir hablando por señas. Como Edna Purviance y Charles Chaplin. O Bérénice Bejo y Jean Dujardin. ¿Todo bien? Sí, muy bien. ¿Cansada? No. ¿Qué estás tomando? Vino, ¿ves la botella? Por supuesto. Qué hermosos colores tiene el cielo, ¿no? Uf, hermosísimos. De este modo, compartimos, por así decirlo, seis o siete nochecitas seguidas. Las mejores de mi último año. Cada vez por más tiempo. Cada vez más enganchado. Y crecieron mis ganas de tenerla muy cerca. Cuestión que no era sencilla. Porque rondaba la peste, tenía que extremar los cuidados debido a mi salud problemática y coger, en el caso que se diera, era peligroso para los que vivíamos en lugares distintos. También, admito, porque los recursos para seducir a una chica no me salen de entrada. Yen más de una oportunidad pequé de ridículo. Muchos años atrás, por ejemplo, supe parar un taxi delante de una amiga y pedirle en voz alta al chofer que me llevara al aeropuerto de Ezeiza aunque me bajé después de unas cuadras.
Aun así me lo propuse. Y soñé diálogos y coincidencias, incluso. Como enumerar las cosas que componen un día perfecto y llevarlas a cabo después. Sin disputas ni límites. De mi parte, hubiese sugerido levantarnos al alba para desayunar jamón crudo con huevos revueltos, ir a caminar por un sendero boscoso, comer chipirones en su tinta acompañados de un buen espumante, encarar una siesta, leer durante varias horas y poder contemplar el mar antes de amarnos otra vez y dormir. Pero no pudo ser. Hasta ahora, al menos. Porque en el momento en que pensaba manifestar, de una u otra manera, mi interés en conocerla en persona sucedió aquel hecho terrible. Que aún me tiene indignado. Rabioso, diría. Ella recién había pisado la terraza cuando un hombre alto y grandote que no pude ver bien porque había ropa tendida, la tomó de un brazo, la hizo girar sobre sí y, luego de pegarle tres o cuatro cachetazos, la arrastró por los pelos hacia el interior de una pieza. Un horror.
Permanecí inmóvil preguntándome por unos segundos si esa clase de bestia había sido su padre o un marido atacado de celos. Después le grité. Bien fuerte. Varias veces. También eché un vistazo con el telescopio. Y no alcancé a distinguir nada especial. Tampoco más movimientos. Pero durante la noche no pude pegar ni un ojo siquiera y a la mañana siguiente, bien temprano y después de dos meses y medio sin salir a la calle, bajé del departamento con la intención de ubicar su edificio. No sabía bien qué hacer pero no podía quedarme en el molde. ¿Una denuncia? ¿Decirle al tipo que no la volviera a golpear? Demoré en encontrar donde vivía. En la cuadra flotaba el aire de otoño y a esas horas los porteros y los vecinos estaban ausentes o me ignoraron a pesar de que toqué timbre por timbre en tres edificios contiguos. Y si no fuera por una señora que se asomó a la vereda con tapaboca, batón y rulero todavía estaría buscando.
-Ya sé quién es. Vive aquí, en el cuarto piso, departamento B, uno que tiene balcón terraza y da al pulmón de manzana. ¿Usted que vínculo tiene con ella?, me preguntó en una voz grave y tibia.
-Primo, primo segundo, le dije para aventar curiosidad.
La señora movió la cabeza en silencio. Luego llevó sus manos a la cara.
-¿En serio?
-Sí, mentí.
-Entonces debe conocer al demente del novio o exnovio. Un matoncito de cuarta que ya había venido a Buenos Aires para obligarla, con malos modales y amenazas, de volver a su pueblo. Al Chaco. De donde son ellos dos y a lo mejor usted, no sé. Aunque ella es un encanto de chica. Estudiosa, trabajadora, alegre. Y no tiene ganas de regresar a su tierra. Ni loca, me dijo más de diez veces. Pero lo de anoche fue tremendo. Yo pensé que el matoncito la mataba de tanto golpe y llanto que oí. Después la bajó a rastras por la escalera para sacarla a la calle. Ella, pobrecita, sangraba de la nariz. Pero él no usó el ascensor. Tampoco cerró bien la puerta del departamento. Tuve que ir yo después. Y antes de que se saliera con la suya también me animé a cruzarlo y a pedirle que la soltara. Que la dejara en paz. Sin embargo, me insultó en la cara. Vieja de mierda, gritó. ¿Puede creerlo? Ahora debería intervenir usted como pariente que es. Por favor. Si bien con esta pandemia nadie tiene o sabe adónde recurrir, me dijo.
Pero a mí, pasada la conmoción inicial, se me ocurrieron un par de personas. Las dos habían sido mis alumnos. Una trabaja en la salud pública. Enfermera, si no me equivoco. El otro es oficial o suboficial de policía. Pese a lo cual me costó que me respondan los chats. Recién cuando caía la tarde me enteré, a través de mi alumna, que no había ninguna mujer de esas características hospitalizada de urgencia. Y al rato, el policía, a cambio de unos pesos y luego de hacer un chiste que no festejé, me informó su nombre y apellido completos. También el nombre del pueblo chaqueño adonde había nacido y, sobre todo, había vivido por un tiempo con un fulano, productor algodonero por más datos, que tenía antecedentes violentos. Me dijo, además, que una camioneta Toyota que estaba a nombre de ese fulano había entrado y salido de la capital, a pesar de los controles, durante la noche anterior.
Estuve atando cabos sin poder contenerme. ¿Por qué no cerró la puerta? ¿A qué se debía tanto apuro? ¿Tenía acceso al edificio? ¿La habrá llevado a su pueblo o a otro lugar? ¿Adónde? ¿Quiénes habrán conocido o intuido sus planes? ¿La familia? ¿Los amigos? Después llamé al policía. Le dije que aún no tenía noticias de ella y le pregunté si se iba a hacer cargo o era mejor que yo fuera a ese pueblo para averiguar lo que sea. Mejor las dos cosas, me dijo el muy chanta. Entonces le pedí que me consiguiera un permiso porque son tres las barreras sanitarias que debo cruzar. Buenos Aires, Santa Fe y el Chaco. Te va a costar caro, después te digo cuánto, y me va llevar un tiempito, me dijo. Ya pasó más de una semana. Un verdadero martirio. Aun cuando me acaba de avisar que, si bien no sabe nada del caso, de ese modo lo refirió, mañana o pasado me manda el permiso. Mientras tanto vengo aquí, al balcón, a esperar con el mismo entusiasmo y la misma esperanza de la última vez. Diciéndome en silencio las cosas que le hubiera dicho aquel día, haciendo examen de conciencia y jurando y perjurando que la voy a encontrar. Para tenderle una mano. Si ella y las circunstancias me dejan, claro. Sé que esto es lo único que tengo. Lo que me queda. Y que me puedo meter en un lío. Aunque espero que la diosa fortuna, o todos los dioses si es que están atendiendo, nos tengan en cuenta a ella y a mí.
Eduardo Sguiglia es periodista y escritor. Entre sus libros; Fordlandia ; No te fíes de mi, si el corazón te falla y Los cuerpos y las sombras .