Dejar de fumar no siempre lleva a buenos puertos. Con ese propósito, un fotógrafo se imagina con sus amores en una isla de la que cada vez le resulta más difícil salir y en la que toda belleza se pierde. (Ilustración: detalle de un óleo de Paul Gauguin, Paisaje Tahitiano)
Belleza: Propiedad de las cosas que nos hace amarlas.
Diccionario Espasa-Calpe
Durante mucho tiempo traté infructuosamente de dejar de fumar; a veces me asaltaba un estado de desesperación tal que pensaba que la única manera de lograrlo sería irme a vivir a una isla desierta donde me resultara imposible conseguir cigarrillos. En verdad, la fantasía de estar en una isla me perseguía desde la adolescencia, una época en la que aún no fumaba.
La fantasía apareció por primera vez a los doce años, cuando me enamoré en secreto de una compañera de la escuela, y continuó con mis amores de adulto. Con los años, este ensueño diurno adquirió su forma definitiva. Lo componía del siguiente modo: cuando evocaba a mi enamorada, en cualquier lugar donde yo estuviera; un gimnasio, un restaurante o en mi estudio fotográfico; imaginaba que un poder sobrehumano nos trasplantaba a ambos, por una especie de teletransportación o de abducción, a una isla tropical. Este milagroso poder mudaba con nosotros parte de los enseres que nos rodeaban -las pesas y aparatos del gimnasio o los cubiertos y ollas del restaurante o los trípodes y reflectores de mi estudio-, porque mi mente, insufriblemente realista, preveía que para sobrevivir en la isla necesitaría metales para fabricar armas y herramientas. La fantasía me dominaba con la certidumbre de una alucinación; en algunas temporadas he llegado a estar tan persuadido de que me ocurriría que, por si acaso, llevaba en el bolsillo una lupa para encender fuego en la isla (los fósforos y encendedores se consumirían, la lupa duraría bastante más).
Mi desmedido amor por las mujeres bellas ha sido el culpable de mis dos inclinaciones: la fantasía de la isla y mi trabajo como fotógrafo de modas. (Mientras me entretengo en estos recuerdos, teñido por la luz rojiza del cuarto de revelado, estoy pasando de una cubeta a otra las fotos de la modelo que amo en este momento.) Ser fotógrafo es el método más civilizado que conozco para apropiarse de la belleza, pero no deja de ser un recurso insatisfactorio.
Los primeros tiempos en la isla eran los mejores; debería decir, los únicos buenos. Empezaban a desmejorar cuando tenía que transformar los metales en armas; fundirlos sin contar con una fragua ni un fuelle, martillarlos al rojo vivo, afilarlos: solía quemarme. De todas maneras, al principio gozaba de la fantasía; mi amada –perpleja, espantada ante este insólito cambio geográfico, al borde de la locura- debía resignarse a mi compañía, y yo me comportaba como el héroe que la salvaría.
Según mi rigurosa imaginación, mis sucesivas amadas eran muy hermosas, pero resultaban por completo inútiles. Yo tenía que cazar y pescar para los dos, recoger frutas y agua dulce, encender el fuego, construir una choza y rodearla de un cerco. Quedaba extenuado. Ellas se quejaban de la comida cruda o carbonizada, de la arena fría sobre la que dormíamos, del sol despiadado que nos cuarteaba la piel y del miedo a los grandes animales carnívoros. Extrañaban a sus familias; se dormían llorando todas las noches. Sus machacantes lamentos me causaban una extraordinaria infelicidad, y lo peor: en la isla perdían la belleza. Si por su condición de modelos, en la vida real ya eran delgadas, luego de varios días de ayuno, sus piernas parecían temblorosos muslos de rana; olían a sudor y a mugre; se rascaban la cabeza con fruición, el pelo se les había expandido como un matorral grasiento y espinoso; el rastro de las lágrimas era lo único claro en sus caras tiznadas. Mi paciencia disminuía a la par que declinaba su belleza. Por fin, harto de ellas, terminaba por abandonarlas y me establecía en el otro extremo de la isla.
En algunas ocasiones, para huir de mis involuntarias compañeras me refugiaba en las laderas selváticas de un volcán extinguido, en otras, en una bahía rodeada de acantilados donde pescaba con arpones improvisados con cañas de bambú. Los peces se escabullían aprovechando mi impericia; cuando lograba capturar alguno, al cocinarlo, la carne se deshacía en cartílagos pegajosos; mientras los comía me aterraba que fueran venenosos. Intentaba matar cabras alanceándolas o despeñándolas por los abismos del volcán; pero los animales eran muy ágiles, me miraban con desdén y, antes de conseguir atrapar a alguna, con frecuencia yo mismo resbalaba en las piedras y rodaba por la ladera en medio del alud que había iniciado.
En ciertas islas, mi imaginación me deparaba felinos medianos -los leones y tigres no hubieran resultado verosímiles-; en otras, debía eludir serpientes venenosas; en una oportunidad, la isla estaba infestada de cocodrilos que me acosaron hasta en tierra. (Dejé de ver los canales animales de la televisión cuando me di cuenta de que mi mente se inspiraba en ellos para habitar mi fantasía con alimañas horribles.)
Algunas de mis enamoradas tardaban más, otras menos, pero siempre me encontraban. Divisaban el humo de la hoguera y se presentaban en mi campamento. Se me acercaban suplicantes, con una inoportuna oferta de sexo; famélicos despojos de lo que habían sido, llorando más por el hambre que por la belleza perdida. No las recibía con agrado: yo también estaba hambriento. Con helada maldad, mi mente se preguntaba para qué podían servirme. Me incitaba a desconfiar de ellas, me convencía de que me robarían las armas y la lupa, y que me matarían mientras dormía para devorarme -uno y otro éramos las presas más fáciles de cazar de la isla-. Yo me resistía a estos argumentos, pero provenían de mi propia mente. Al fin, las asesinaba.
Si desde el comienzo mi fantasía había avanzado con la lógica inexorable de una máquina, en la última etapa se disparaba como un caballo desbocado. Me observaba a mí mismo aporrear con un garrote las cabezas dormidas de mis amadas -algunas se dormían chupándose el pulgar para paliar el hambre- hasta que los regueros de sangre chorreaban sobre las piedras; contemplaba cómo les abría el vientre para vaciarlas y limpiaba el interior de sus cuerpos con agua de mar; cómo descuartizaba los miembros y separaba los muslos y las nalgas -los trozos más suculentos-; me veía a mí mismo entrelazando ramas verdes para fabricar una parrilla y, luego, oyendo el chirriar de los escasos vestigios de grasa sobre el fuego, mientras el olor de la carne que se asaba me aguzaba el apetito. Mi mente me retenía con su abrazo de hierro y no me soltaba hasta que cortaba un pedazo de esa carne -que había sido tan bella-, y me obligaba a llevármelo a la boca entre sollozos. Y si alcanzaba a probarla, masticarla y tragarla sufría náuseas y vómitos, y me suicidaba arrojándome sobre una lanza -forjada a partir de un trípode de fotografía- clavada en el suelo, o me tiraba al mar desde el acantilado para destrozarme contra las rocas o morir ahogado.
Nunca pude abandonar el cigarrillo. No sólo no me fui a vivir a una isla desierta para dejar de fumar sino que fumo para poder escapar de mi isla. Aunque estoy gravemente enfermo de los pulmones, prendo un cigarrillo con la colilla del anterior. Fumo uno tras otro, incluso mientras como, porque nunca sé cuándo me atacará mi mente. Fumo con el cigarrillo sólidamente calzado entre las primeras falanges de cualquier par de dedos para que no se me caiga cuando estoy sumido en la fantasía. Sé que en algún momento el cigarrillo se consumirá y me quemará la piel; es el único recurso que he hallado para despertar de la pesadilla. Tengo todos los dedos quemados.
Ahora estoy bañado por la luz rojiza del cuarto de revelado. Siento cómo se acumula la flema en mis pulmones; trato de contenerme para no toser porque no quiero escupir sangre sobre las cubetas donde están las fotos de mi amada. De pronto, me sorprende un violento acceso y aunque me tapo la boca con la mano, con cada golpe de tos salpico sangre. La cara de mí enamorada flota en las aguas rojizas; apenas agito la foto, las gotitas de sangre se diluyen en los líquidos de revelado. Mi bella me sonríe desde la foto; mi amada, mi vida, mi amor.
Carlos Chernov comparte el oficio de la literatura con la práctica del psicoanálisis. Entre sus libros, El Desalmado, El amante imperfecto y Anatomía humana, novela con la que ganó el Premio Planeta.