Cuatro militantes revolucionarios en un departamento convertido en ratonera con las fuerzas del Ejército rodeándolos y un combate heroico y sangriento. Un relato de Rodolfo Luna donde la ficción cuenta hechos reales. (Fotomontaje: Claudia Conteris)
Pedro salta de la cucheta y se calza a las apuradas el uniforme de combate. La cuadra ha sido levantada a medianoche y su compañía ya está subiendo a los camiones. Poco después de que un patrullero pasa frente a la guardia del regimiento a toda velocidad persiguiendo a un auto por el camino Centenario, la policía reclama apoyo militar. El sargento les dice que tienen cercada una casa presuntamente subversiva en los monoblocks de Villa Elisa.
Le tocó hacer la colimba en City Bell, su pueblo, el que eligieron sus abuelos cuando llegaron desde Portugal para empezar de nuevo. De padres agricultores, a él, sin embargo, siempre le tiraron los fierros. Está arreglando con su hermano mayor una cupé Chevy que compraron a medias y tiene apalabrado a un amigo para entrar a trabajar de chofer en la línea 3 ni bien salga del servicio militar. Por eso, cuando ingresan al cuartel y el sargento pregunta qué sabe hacer cada uno, no duda en anotarse como conductor. Y ahora maneja uno de los Unimogs que ya están llegando a Villa Elisa, dobla por Arana y, siguiendo al jeep que va al frente, encara hacia las torres.
Estela abre la puerta luego de cerciorarse de que el que ha dado los tres golpes cortos y los dos largos es uno de los compañeros alojados en la casa que alquilan con Sergio. Es una de las construcciones de dos plantas que dan a la vía y que, con los edificios de seis y diez pisos, conforman el complejo habitacional que rodea la estación de Villa Elisa, interrumpiendo la apacible monotonía de chalecitos. La eligieron porque tiene salida por el fondo, que da al jardín común de los monoblocks, y porque el trajín del barrio disimula el movimiento de la casa. Entonces se acuerda del saludo del vecino esa misma tarde. “Te pusiste el pullóver al revés”, le dijo a Sergio. “Van a recibir visitas”, agregó, premonitorio.
Por la cara de espanto del recién llegado, antes de que diga una palabra, sabe que ha cometido la peor de las imprudencias. Lo han seguido hasta allí. Demasiado tarde para lamentos y recriminaciones, luego sancionarán la cagada, ahora hay que preparar el escape. O la resistencia.
Villa Elisa, con sus tardes de siestas, le ha restituido el ritmo pueblerino de su infancia, tan añorado cuando estudiaba en La Plata. Y en estos días de pólvora y de sangre, Villa Elisa ha sido un oasis, un refugio cálido para ella y para el niño que crece en su entraña, al amparo de terrores y asesinos. Hasta esta noche, en la que la sombra tan temida se espesa en presagios. La sombra siempre acechante que, aunque se esfuerza todas las mañanas en hacer como que no existe, pende sobre ella, sobre los compañeros, cada minuto del día. La sombra que obliga a pensar, bajo las normas de seguridad que impone la militancia clandestina, cada paso, cada salida y entrada, cada luz que se enciende, cada ruido que se produce, cada mirada, cada comentario en la cooperadora de la Escuela 24. Esta noche, la sombra se adensa, adquiere peso en los pasos de botas que se escuchan allá afuera, recorta sus contornos en siluetas de uniforme.
No hay tiempo de quemar los volantes y los periódicos. Mientras Sergio cubre el frente, desde el cual se divisa un patrullero detenido junto a la barrera, Estela y los otros dos compañeros salen al patiecito del fondo y alcanzan la tapia que los separa del jardín al que dan todos los edificios. Una ráfaga los detiene ni bien asoman la cabeza.
–¡Mierda! ¡Volvamos a la casa rápido! Los tiros desatan un eco de ladridos y encienden decenas de luces en las ventanas. Una nueva ráfaga al aire y el grito de ¡Nadie se asome! obliga a apagarlas. Hasta los perros se ocultan.
Un silencio de hielo se instala en el barrio. Los cuatro suben a las piezas de la planta alta; Sergio y Estela se ubican en la del frente, los otros dos compañeros en la del fondo. Esa posición elevada es la más apta para la defensa, lo han previsto miles de veces. Sólo tienen armas cortas, aunque con bastante munición. Un palpitar crece desde el estómago al pecho, atenaza la garganta y aprisiona las palabras en la lengua tensa y pastosa; se amplifica como timbales graves en ausencia de todo otro sonido. La mirada muda, decidida a saltar por encima del miedo, busca en los ojos de enfrente la certeza de saber que combatirán el uno por el otro, más allá de los ideales y de las banderas. Porque ahora, en la encerrona de esa noche donde el tiempo hace equilibrio sobre el filo, son lo único que tienen. El uno para el otro.
Sergio mira de reojo por entre las rendijas de los postigos de chapa de la ventana. Unas manchas oscuras corren detrás de las vías, se echan, vuelven a correr.
–Nos están rodeando –susurra. –Andá atrás, avisá a los compañeros y fijate cómo está la cosa ahí.
Estela se arrastra por el pasillo hasta el cuarto del fondo. Vuelve enseguida.
–Está lleno de milicos entre las torres –informa.
–¡Salgan con las manos en alto! –grita el teniente coronel, megáfono en mano.
–¡Acá no se entrega nadie, mierda! ¡Viva la Revolución! –alcanza a escuchar Pedro antes de que los tiros que vienen de la ventana del primer piso de la casa repiquen sobre el terraplén de la vía tras el cual se parapetan. Se encoge dentro del casco aferrando el fusil. Nunca ha participado hasta ahora en ningún operativo de esa guerra contra los enemigos apátridas con que los arengan todas las mañanas en el patio de armas. La guerra huele a la tierra contra la que se pega su cuerpo y palpita en el frío húmedo que le paraliza los dedos.
–¡Concentren el fuego sobre la ventana! –ordena el teniente coronel.
–¡Dispare soldado, carajo! –le grita el sargento.
Pedro no obedece la línea de tiro que marcan las balas trazadoras, apunta el Fal lo más lejos posible de los postigos amarillos, cribados de impactos. Tira al costado, contra la pared, para que tampoco las balas vayan a dar a los monoblocks de atrás.
Cuando parece que ya no responden el fuego desde la casa, les ordenan avanzar. Pero al incorporarse para cruzar las vías, una nueva andanada los clava tras el terraplén. En eso, un subteniente aparece de la nada. Está de civil, dice que escuchó el tiroteo desde el camino, se identifica ante el teniente coronel y reclama un casco y un arma. Se ufana de tener experiencia en liquidar zurdos y se ofrece para entrar a la casa y sacar a los terroristas. Con un par de soldados logra colarse por la puerta de atrás pero cuando pone un pie en la escalera que lleva a la planta alta una lluvia de disparos lo detiene. Lo sacan herido entre los dos soldados, un tiro le dio en la columna. El teniente coronel comprende que no entrarán así nomás a la casa y manda traer una bazooka del regimiento.
–¡Acá no se entrega nadie, mierda! ¡Viva la Revolución! El grito de Sergio le ha dado fuerza. Antes de disparar, su compañero se toma el tiempo de poner un simple en la bandeja del Winco y subir el volumen. La voz de Hugo del Carril desafía la oscuridad y las balas: “Los muchachos peronistas, todos unidos triunfaremos…”. Estela abraza con la izquierda la pancita que apenas abulta la blusa y con la derecha dispara hacia las vías por la pequeña abertura de la ventana. Debe cubrirse de inmediato porque un fuego nutrido de fusiles destroza las débiles chapas de los postigos y arroja un granizo de vidrios sobre ellos. Es extraño, pero ahora que el combate ha rasgado los silencios ya no siente el pavor del abismo. Ahora es el gatillo, el no ofrecerse blanco, el no desperdiciar tiro, el no dejarlos entrar a esos hijos de puta.
Desde el otro cuarto, los compañeros han rechazado a los que intentaron entrar en la casa. Aprovecha las pausas para recargar y entonces algún pensamiento estalla con la brevedad de un fogonazo. Trata de imaginar la carita de su hijo. Vuela a su pueblo; en unas horas padre y madre madrugarán mateando en la cocina, antes de abrir el negocio. Lamenta no haber comprado esas sabanitas de oferta en Casa Amado. Nuevos disparos la regresan a la noche, a los compromisos, a poner el cuerpo para sostener la palabra, las ideas, para parir un mañana más justo y más humano.
En el terraplén, Pedro siente un fogonazo y de inmediato una explosión lejos, a su espalda. Han disparado la bazooka desde atrás de la casa, desde los monoblocks, y el proyectil pasa por encima de ellos y va a estallar cerca de la antena de Radio Provincia, camino a Punta Lara. Quisiera esfumarse en la neblina que empieza a subir, aparecer en la quinta de los viejos y esperarlos con un mate en la cocina, antes de que padre salga a carpir la tierra y madre se ponga a coser en la máquina. Lo saca de sus pensamientos el operador de la bazooka, que se ha desplazado hacia el frente para dispararle a la ventana que no para de hostigarlos.
Los compañeros del cuarto de atrás están heridos, no pueden incorporarse siquiera para seguir disparando.
–Andá vos al fondo, yo me quedo acá –le dice Sergio. –No van a agarrarnos vivos –agrega, con más tristeza que rabia.
Estela empieza a arrastrarse con los codos hacia la otra pieza cuando un vacío enceguecedoramente blanco y un violento estruendo rojo quiebran la noche y la resistencia, arrojando escombros que rebotan contra las paredes y cubriendo toda la habitación de humo oscuro y acre.
La granada ha estallado justo debajo de la ventana del primer piso abriendo un enorme boquete. Un segundo impacto se lleva toda la ventana de la planta baja. Ya no disparan desde la casa, que parece sin ojos y sin boca. Dos agujeros negros y humeantes se han tragado todos los sonidos, todas las miradas. Tras cuatro horas de combate, un silencio de plomo oprime las fronteras de la noche.
Pedro entra con otros soldados detrás de los oficiales, que han esperado más de lo prudente para asaltar la casa. El disco todavía gira, mudo, en el Winco. En el cuarto del frente los cuerpos de dos guerrilleros yacen en el piso. El de la muchacha aún se estremece en espasmos. Los dos guerrilleros que sacan del cuarto del fondo están malheridos, Pedro escucha cuando los rematan en la vereda. El teniente coronel hace pasar a todos en fila ante los cuatro cadáveres que manda exhibir al frente de los chalecitos. Tendrán apenas unos años más que él, calcula con pudor de mirarle las caras.
Allá lejos, donde las vías se juntan, se deja intuir la madrugada.
(Rodolfo Luna es escritor y trabajador de prensa)
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