Giselle Aronson ha publicado varios libros de cuentos y microficciones, entre ellos “Orden del vértigo” y “Poleas”. En 2014 publicó su primera novela, “Dos”. En este relato aborda el tema de la impunidad. (Ilustración: Marcos Huisman).
Allí donde estés
Ya te bañaste, te fregaste bien la mugre con la esponja. Un buen rato estuviste bajo el agua caliente, con el chorro de agua percutiendo tu cara. Ya te vestiste, te pusiste la ropa nueva que te dejó tu mujer sobre la cama antes de irse. Te saludó cuando ya estabas en la ducha; tuvo la discreción de dejarte solo, de venir a controlar que todo estuviera en orden, que la mucama haya dejado en condiciones la casa, habitable de nuevo. Tu mujer tuvo a bien pedirle a la mucama que siguiera viniendo estos años que no estuviste. Había que mantener la casa limpia y ordenada, que a vos te gusta así, aunque no estés. Tu mujer, pensás y sonreís, ahora, mientras hacés girar el hielo del whisky en el vaso de boca ancha, con el fondo de Carmina Burana sonando al aire, ya no en los auriculares como hasta ayer. Tu mujer, pensás, que ya no es tal o sí, lo sigue siendo pero en otra casa. Porque ella sigue ocupándose de tu casa y tu vida, como todos estos años que no estuviste; hasta hoy mismo que tuvo el gesto de dejarte ropa nueva y despedirse mientras te duchabas, sin ser indiscreta, sin molestar.
Ya te acostaste en tu cama esta tarde, el mejor reencuentro de todos, sin dudas. Te dejaste envolver en una siesta mullida y con el olor a tu casa, ése que tus sábanas guardan siempre, aunque no estés. Pero ahora estás.
Te sentás a degustar el whisky, a sentir el líquido caliente resbalando por las paredes de tu garganta, conservando el calor, como un vapor subiendo a la cabeza. Nunca debiste haberte ido de este lado del mundo, pensás. Debiste permanecer aquí, donde te correspondía. No estás destinado a calabozos, esos eran lugares para otros. Ellos eran los encerrados, los que sudaban miedo, emanaban sangre y destilaban secreciones, podredumbres de sus heridas. Flojos, débiles que no soportaban el dolor, carentes de aplomo, mercachifles. Estaban los otros también, los que se creían rebeldes, revolucionarios; los que ofrecían resistencia hasta el último momento, pobres idiotas, al pedo, tanta revolución para morirse a fin de cuentas.
A vos te corresponde el privilegio, pensás, el lado del vértigo, la adrenalina, el goce de la mano que inflige, que decide destinos, que tortura y que mata. Como un dios, pensás. Para eso fuiste formado.
Para los otros no hubo adrenalina, no merecían el vértigo. Ese era un placer que les era vedado. Sobre todo en el momento de los vuelos. Se les olía el terror desde kilómetros, se les adivinaba el miedo. Animales enjaulados, bestias sin civilización ni disciplina.
Había que ponerlos en su lugar, exterminarlos.
Ahora vos volvés a tu lugar, y el trago te confirma el alivio. Te olés la ropa nueva; ya tendrá el aroma tuyo, el propio, pensás. Te viene a la memoria el tufo aquel, el de los encerrados: una mezcla fétida, indiscriminada. Sangre, pis, mierda, sudor, vómitos. La saliva pastosa se les acumulaba en la boca y se les escapaba por las comisuras. Te daba asco y por eso nunca los mirabas cuando hablaban. Te bancabas verlos aullar en las torturas pero verles la saliva en la boca cuando hablaban, no. Eso, eso en particular te daba asco.
Te preguntás si vos también tuviste esa masa uniforme de olor cuando estabas encerrado. Si la tendrás ahora que saliste, si en tu casa se te irá. El olor a cuerpo preso, un cuerpo detenido.
Te consolás, no vas a tenerlo si es que todavía persiste en tus poros. Ahora estás en tu casa, con tus jabones y tus colonias. Con tus sábanas, tus toallas, tus pañuelos. La historia te concede una revancha.
No te importa que vengan a joderte ni los zurdos, ni las viejas locas ni los políticos. Ni que te vengan a romper las pelotas con lo de aquel otro que desapareció. Hasta te parece que de acá a que te mueras vas a poder permanecer de este lado, tu casa, donde te corresponde estar por mérito patriótico.
Volviste a ganar, esta batalla al menos. La vida te dio una tregua, pensás, a tanto encierro insano. Corrés con la ventaja de disfrutar de la vida, de las comodidades de tu hogar. La ropa limpia, la comida casera, el whisky, la música en los altoparlantes, la intimidad, tu médico personal. Ya vas a planear alguna salida en unos meses, cuando se vuelvan a olvidar de vos, escondido detrás de los vidrios espejados del auto de algún amigo. Al campo, a la playa, a cualquier lado, quién lo va a notar. Nadie va a venir a decirte a vos la clase de vida que te corresponde. Justo a vos que diste todo por la patria, por el honor, la decencia, el amor a dios y la familia, el orden. Para vos son las medallas y los honores, no una celda mugrienta y olorosa, no un baño compartido con delincuentes, chorritos de morondanga, imbéciles fracasados, resentidos sociales.
La historia te está reconociendo tu labor, pensás, por eso que ahora volvés a tu casa, de donde nunca debiste haber salido.
Pensás que ahora vas a estar en paz.
Y de verdad creés que va a ser así, que te van a olvidar, que vas a gozar del beneficio de la indiferencia para hacer lo que te dé la gana.
Hay una voz que creés que no escuchás pero suena. Para vos es un murmullo, un ruido de fondo, una interferencia. Vos cerrás las ventanas, te ponés tu música pero ahí afuera, la voz permanece, suena y dice. Dice que puede ser que sí, que hoy estés en tu casa, que puedas gozar del privilegio de una cotidianidad cómoda y relajada. La voz no se calla y el grito se va a colar por las hendijas de la vigilia, en el silencio de algún insomnio inevitable. La voz parece una pero son muchas voces. Te va a gritar que no pudiste desaparecer, arrasar ni asesinar memorias, te va a advertir que quedamos miles de voces todavía y siempre, que no te vamos a conceder la indiferencia ni el olvido ni el perdón.
Esa voz, que son muchas, que es nuestra, va a volver, cada vez, y ahí, en tu casa o donde estés, te va a alcanzar.