Las venganzas suelen disfrazarse bajo la forma del afecto. Una abuela desalmada y un nieto que no olvida.
Anteayer murió mi abuela Herminia en una cama del Hospital Pirovano. Estaba a punto de cumplir noventa y ocho años; tuvo que aparecer el coronavirus para que la hierba mala se muera. Imagino lo que habrá puteado cuando se enteró de que estaba contagiada. Y no porque le gustara demasiado vivir, sino porque eso la obligaba a mudarse a ese hospital que le debía parecer todavía más horrible que el geriátrico al que la había mandado mi viejo hacía como diez años. Lo único que le debe haber gustado es saber que la pandemia iba a impedir que un montón de personas a las que no se bancaba se reunieran a hacerse las compungidas en su velatorio. Su marido murió cuando yo era chiquito y casi no tengo recuerdos de él. Según lo que me contó una vez Herminia, Alfredo murió de sífilis. “Bastante atorrante y putañero tu abuelito”, me dijo esa vez, y le faltó agregar “bien muerto está” pero me lo dio a entender con la mirada. Mis otros abuelos habían muerto en un accidente antes de mi nacimiento, por lo que el concepto de “abuela” es algo que nunca tuve y que me hacía sentir diferente a mis amigos. Todos se llevaban genial con sus abuelas, que los sacaban a pasear y jugaban con ellos y les cocinaban cosas ricas y les regalaban caramelos y juguetes y plata en los cumpleaños… Todos menos yo. Una vez, cuando tenía nueve años, mis papás se fueron diez días a las Cataratas del Iguazú y me dejaron en lo de Herminia, que me hizo dormir en el sofá del living que parecía una cueva y no me dejaba prender la luz del velador a la noche y me hacía comidas horribles como coliflor y repollitos de bruselas y una vez, creyendo que yo no la escuchaba, le dijo por teléfono a una amiga: “la yegua de mi nuera me dejó a este pendejo de mierda y ya no sé qué más hacer”. Aunque ahora me doy cuenta de que tal vez sí sabía que yo la escuchaba y lo dijo en voz bien alta para que tuviera claro su odio y su fastidio. Cuando mis papás volvieron y les conté cómo me había tratado Herminia no me prestaron demasiada atención, pero me gusta pensar que muchos años después, cuando tomó la decisión de sacarla del departamento y meterla en un geriátrico, mi viejo tuvo en cuenta situaciones como esas para no sentir culpa. Desde ese momento ella no le dirigió más la palabra a su hijo, salvo para decirle que no se olvidara de pagar la cuota que había aumentado mucho o para pedirle que le mandara otras comidas porque la que le daban ahí era una porquería. Una vez, hace tres o cuatro años, tuvo su momento de fama cuando denunció que unos compañeros suyos del geriátrico entraban a páginas pornográficas desde las computadoras que compartían. Justo una semana después el presidente visitó el geriátrico y dijo en una conferencia de prensa: “hoy estuve con unos abuelitos a los que tuvimos que cortarles el porno, estaban como locos los abuelitos”. Y cuando un periodista se enteró de que Herminia había sido la denunciante fue a entrevistarla y ella dijo en vivo y en directo para todo el país: “estos viejos son unos viciosos pero el presidente es bastante pelotudo también”, y estallaron las redes sociales con los memes de “la abuelita puteadora del geriátrico del porno”. Yo fui a visitarla ahí una sola vez, hace veinte días. Esperé a que saliera al patiecito delantero y cuando le pedí que se acercara al cerco de ladrillos que la separaba de la vereda ella se sorprendió y me dijo “¿qué hacés acá, pendejo?”. Yo me estiré para abrazarla con fuerza, le di varios besos en ambas mejillas y le dije mirándola a los ojos, muy cerca de su cara, que a pesar de que a ella no le gustara era mi abuelita, que a pesar de todo la quería un montón. Y después volví a ponerme el barbijo y fui –como me había indicado el médico esa mañana– a encerrarme en mi casa y a hacer reposo por los siguientes catorce días. Ahora que Herminia ya no puede putear más, ahora que sus gritos son un recuerdo cada vez más lejano, mi esperanza es que en sus últimas horas de vida se haya dado cuenta de quién la contagió.
Ignacio Molina es escritor. Publicó, entre otros, los libros Todos los minutos para vos, El cuarto deseo, Los puentes magnéticos y Los estantes vacíos.