Aparecieron y sus reivindicaciones son, en apariencia, de corto alcance. Sin embargo, los chalecos amarillos siguen allí, con sus pancartas en las rotondas interrogando cuál es el verdadero sentido de la democracia y qué nos propone el futuro.
Explicar los “chalecos amarillos”? ¿Qué entendemos por explicar? ¿Aportar las razones por las que sucede aquello que no esperábamos? Estas, de hecho, rara vez faltan. Y para explicar el movimiento de los “chalecos amarillos” recorremos todos los factores posibles: la vida en las zonas periféricas del país, abandonadas por los transportes, los servicios públicos y los comercios de proximidad; la fatiga acumulada por los largos trayectos cotidianos, la precariedad del empleo, los salarios insuficientes o las pensiones indecentes, la existencia a crédito, la dificultad para llegar a fin de mes, etc.
Ciertamente hay ahí muchas razones para el sufrimiento. Pero sufrir es una cosa y dejar de sufrir es otra bien distinta. Es incluso lo contrario. Ahora bien, los motivos de sufrimiento que se enumeran para explicar la revuelta son exactamente análogos a aquellos por los que explicaríamos su ausencia: unos individuos sometidos a semejantes condiciones de existencia normalmente no tienen el tiempo ni la energía para rebelarse.
La explicación de las razones por las que la gente se moviliza es idéntica a la explicación de las razones por las que la gente no se moviliza. No se trata de una simple inconsistencia, sino de la lógica misma de la razón explicativa. Su papel consiste en probar que el movimiento que ha sorprendido todas las expectativas no tiene más razones que aquellas que alimentan el orden normal de las cosas: se explica por las razones mismas de la inmovilidad. Consiste en probar que no ha pasado nada que no conozcamos ya, desde donde concluimos, si tenemos el corazón a la derecha, que este movimiento no tenía razón de ser y, si tenemos el corazón a la izquierda, que, estando totalmente justificado, por desgracia el movimiento ha venido en un mal momento y de mala manera, de la mano de la gente equivocada. Lo esencial es que el público siga dividido en dos: está la gente que no sabe por qué se mueve y luego está la gente que se lo explica.
A veces haría falta ver las cosas al revés: partir precisamente del hecho de que aquellos que se rebelan no tienen más razones para hacerlo que para no hacerlo –e incluso con frecuencia algunas menos. Y a partir de ahí, preguntarse no por las razones que permiten poner orden en este desorden, sino más bien por aquello que este desorden nos dice sobre el orden dominante de las cosas y sobre el orden de las explicaciones que normalmente lo acompaña.
En mayor medida que cuantos han tenido lugar en años recientes, el movimiento de los chalecos amarillos es el de gente que normalmente no se moviliza: no hay representantes de clases sociales definidas o de categorías conocidas por sus tradiciones de lucha. Son hombres y mujeres de mediana edad, parecidos a los que nos cruzamos todos los días en las calles o en las carreteras, en los lugares de trabajo o en los parkings, que llevan como único signo distintivo un accesorio que todo automovilista está obligado a poseer. Se han puesto en marcha por la más terrenal de las preocupaciones, es decir, el precio de la gasolina: símbolo de esa masa abocada al consumo que indigna a los intelectuales distinguidos; símbolo también de esta normalidad sobre la que descansa el sueño tranquilo de nuestros gobernantes: esa mayoría silenciosa compuesta de individuos completamente dispersos, sin forma de expresión colectiva, sin otra “voz” que la que contabilizan periódicamente los sondeos de opinión y los resultados electorales.
Las revueltas no tienen razones. Tienen, en cambio, una lógica. Y esta consiste precisamente en destruir los marcos en los que comúnmente se perciben las razones del orden y del desorden, y las personas aptas para juzgar sobre ellas. Estos marcos son, antes que nada, usos del espacio y del tiempo. Significativamente, estos “apolíticos”, de las que hemos destacado su extrema diversidad ideológica, han retomado la forma de acción de los jóvenes indignados del movimiento de las plazas, una forma que los estudiantes de las protestas habían tomado prestada de los obreros en huelga: la ocupación.
Ocupar consiste en elegir para manifestarse como colectividad en lucha un lugar ordinario del que se desvía el uso normal: producción, circulación, etc. Los “chalecos amarillos” han elegido las rotondas, esos no-lugares en torno a los cuales automovilistas anónimos circulan todos los días. Allí han instalado material de propaganda y puestos improvisados, tal y como hicieron durante esta última década las gentes anónimas reunidas en las plazas ocupadas.
Ocupar es también crear un tiempo específico: un tiempo más lento en comparación con la actividad habitual, y por lo tanto un tiempo para distanciarse del orden habitual de las cosas; un tiempo acelerado, por el contrario, por la dinámica de una actividad que nos obliga a responder constantemente a cuestiones para los que no estamos preparados. Esta doble alteración del tiempo trastorna los ritmos habituales del pensamiento y de la acción. Y a la vez transforma la visibilidad de las cosas y el sentido de lo posible. Lo que antes era objeto de sufrimiento adopta una nueva visibilidad, que es la de la injusticia. El rechazo de un impuesto pasa a ser el sentimiento de la injusticia fiscal y después el sentimiento de la injusticia global de un orden del mundo. Cuando un colectivo de iguales interrumpe la marcha normal del tiempo y comienza a tirar de un hilo concreto –hoy el impuesto sobre la gasolina, ayer la selectividad, la reforma de las pensiones o de la legislación laboral–, es toda la tupida red de desigualdades que estructuran el orden global de un mundo gobernado por la ley del beneficio lo que empieza a deshacerse.
Deja de ser, por lo tanto, una demanda que exige ser satisfecha. Son dos mundos que se oponen. Pero esta oposición de mundos amplía la brecha entre lo que se pide y la lógica misma del movimiento. Lo negociable se vuelve no negociable. Para negociar se envían representantes. Ahora bien, los “chalecos amarillos”, surgidos de esa Francia profunda que, según se nos dice, es receptiva y sensible a las sirenas autoritarias del “populismo”, han retomado esta reivindicación de horizontalidad radical que creíamos propia de los jóvenes anarquistas románticos de los movimientos Occupy o la ZAD (grupo anarquista que se opone a que el gobierno construya un aeropuerto en zonas de quintas). No hay negociación entre los iguales reunidos y los gestores del poder oligárquico. Esto significa que la reivindicación triunfa por el mero temor de los segundos, pero también que su triunfo la muestra insignificante al lado de aquello que la revuelta “quiere” por su desarrollo inmanente: el fin del poder de los “representantes”, de aquellos que piensan y actúan por los demás.
Es cierto que esta “voluntad” puede ella misma adoptar la forma de una reivindicación: el famoso referéndum de iniciativa ciudadana. Pero la fórmula de la reivindicación razonable oculta de hecho la oposición radical entre dos ideas de democracia. De un lado, la concepción oligárquica reinante, es decir, el recuento de voces a favor y en contra en respuesta a una determinada pregunta que se plantea; y del otro, la concepción propiamente democrática: la acción colectiva que declara y verifica la capacidad de cualquiera a la hora de formular las preguntas mismas. Porque la democracia no es la elección mayoritaria de los individuos. Es la acción que pone en práctica la capacidad de cualquiera, la capacidad de aquellos que no poseen ninguna “competencia” para legislar y gobernar.
Entre el poder de los iguales y el de la gente “competente” para gobernar siempre puede haber disputas, negociaciones y compromisos. Pero tras ellos queda el abismo de la relación no negociable entre la lógica de la igualdad y la de la desigualdad. Es por ello que las revueltas siguen aún a medio camino, para gran disgusto y satisfacción de los entendidos que las declaran condenadas al fracaso por carecer de “estrategia”. Pero una estrategia no es más que una manera de administrar los golpes en el seno de un mundo dado. No hay estrategia que enseñe cómo colmar el abismo abierto entre dos mundos. “Iremos hasta el final” decimos en cada ocasión. Pero este final del camino no se identifica con ningún fin determinado, sobre todo desde que los Estados llamados comunistas ahogaron en sangre y fango: la esperanza revolucionaria. Es tal vez así como hay que entender el eslogan de 1968: “No es más que un comienzo, la lucha continúa” [“Ce n’est qu’un début, continuons le combat”]. Los comienzos no alcanzan su fin. Se quedan en el camino. Lo cual quiere decir también que no dejan de reanudarse una y otra vez, incluso si eso significa cambiar de actores. Es el realismo –inexplicable– de la revuelta el que pide lo imposible. Porque lo posible ya está tomado. Es la fórmula misma del poder: no alternative.
Fuente: Lobo suelto
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