Las calles de Barcelona están repletas de voces a veces discordantes porque a los reclamos de autonomía se unen las necesidades políticas de los partidos y los viejos reclamos de los sindicatos. Nadie se pone de acuerdo por dónde sigue la lucha, mientras tanto acecha la sombra de la intervención.
Una multitud embanderada en la estelada (la enseña de la Cataluña independiente) siguió con tenso entusiasmo la sesión del Parlamento regional que declaró la independencia de la República Catalana el 27 de octubre. Los activistas más comprometidos habían rodeado las entradas para evitar que la Guardia Civil y los policías enviados desde Madrid quisieran irrumpir para interrumpir la sesión. Sin embargo, todo se desarrolló con tranquilidad, mientras simultáneamente, en la capital española, el Senado se aprestaba a votar la intervención valiéndose del artículo 155 de la Constitución de 1978, la de la famosa “transición”. Habían instalado dos pantallas gigantes para que la gente siguiera en directo la sesión y, después de la declaración, un Carles Puigdemont que parecía más asustado que entusiasta habló y dio por cerrada la cuestión.
Me encontraba en ese lugar apenas llegado a Barcelona para una actividad (una charla sobre las empresas recuperadas argentinas en tiempos macristas) que los organizadores decidieron mantener en pie porque la situación era tan incierta que no se podía prever una reprogramación. En Madrid, donde había estado el día anterior, la situación carecía de toda euforia. El “españolismo” expresado por el resurgimiento abierto de la derecha ultranacionalista ganaba la calle a pasos agigantados y se veían en muchas ventanas banderas españolas, algunas con el escudo de la época franquista. Los militantes de organizaciones de izquierda con los que hablé estaban, en general, confundidos, atrapados entre el apoyo al derecho de los catalanes a autodeterminarse y la sensación de que si “los fachas” estaban en contra, ellos debían posicionarse a favor, y el análisis más reflexivo de que no estaba para nada claro a donde podría ir a parar todo eso. El peligro mayor es que el régimen del 78 –es decir, el imperante desde los pactos que firmaron los partidos políticos de la época con los franquistas en retirada tras la muerte del Caudillo- en lugar de entrar en su esperada crisis terminal acabe fortaleciéndose, incluso derivando en un régimen autoritario en que las aspiraciones democratizadoras y el impulso del movimiento de los indignados se esfumaran con rapidez.
Estando en la calle me enteré de la declaración de la independencia y me dirigí al Parlament, en donde se estaba juntando la multitud. Además de esteladas, había unos curiosos carteles que pedían ayuda a Europa. Algunos se abrazaban emocionados, los bomberos que se habían enfrentado a la policía durante la represión al referéndum del 1 de octubre hicieron su entrada vitoreados por la gente, algunas banderas vascas en solidaridad y deseo de seguir el camino, y al poco tiempo la manifestación se empezó a disolver y encarar hacia la plaza Sant Jaume, en donde se encuentra el Palacio de la Generalitat. Esa plaza se encuentra en el casco medieval de Barcelona y no es muy grande, por lo que pronto se llenó de gente, la que estaba en el parlamento y los que fueron llegando. Gritaban “Fuora, fuora la bandera espanyola”, que colgaba del edificio junto con la catalana y la europea, pero Puigdemont no se animó a dar ese paso, que sí hicieron los alcaldes de ciudades del interior catalán, que son el verdadero baluarte del independentismo.
No me quedé al acto porque tenía mi charla que, como era de esperar, tuvo poca concurrencia. Los miembros del Ateneu Cooperativo La Base, que eran los organizadores, estaban mayoritariamente en la celebración. Volvieron al final de la actividad, eufóricos, militantes jóvenes en su mayoría, gritando “Visca la República”. La mayor parte son de la CUP (Candidatura de Unidad Popular), el sector de izquierda radical del independentismo, otros de organizaciones sociales autónomas que continúan la rica tradición de la Barcelona anarquista de la época de la Guerra Civil. Para ellos, la verdadera causa no es tanto la independencia sino la República, que sueñan social, ecologista, libertaria y feminista. Algo bastante diferente de lo que ansían los partidarios del PDCat, el partido de Puigdemont y Artur Mas, que poco tiempo antes mandó reprimir ferozmente a los indignados y a los sindicatos huelguistas, los mismos que ahora son los que más movilizan y crean ese ambiente en la calle que hace posible que el Procés siga avanzando, incluso y presumiblemente bastante más lejos de lo que el presidente (o ex presidente según Madrid) hubiera deseado. La República, en Cataluña y en España, significa algo muy diferente que la República gorila y elitista de Carrió o Morales Solá: son los perdedores de la Guerra Civil, es la fallida revolución española, la que enfrentó al fascismo, no solo un nuevo estado en Europa.
La llegada de los militantes convirtió el local en una fiesta. Comenzó a correr la cerveza y la euforia, los visca la República y la libertad. “Esto es Historia”, me decía un joven sociólogo, “es el tipo de cosas que leemos en los libros que estudiamos”. “Si de España se independizaron 17 países -algunos más en realidad-, por qué no podríamos nosotros”, reflexionaba otro. A juzgar por el ambiente, hacer un Estado independiente era algo fácil, una declaración, una fiesta en las calles y poco más. Sin embargo, los catalanes soberanistas (todas las tendencias) saben que no tienen ninguna posibilidad de enfrentarse por la violencia con España, que su fuerza es la política, la expresión de la voluntad mayoritaria del pueblo de Cataluña. La pregunta es si realmente están en condiciones de demostrar que son esa mayoría. La fiesta se desarrollaba con tranquilidad y no eran más de las 22 cuando interrumpieron la música y una chica (que después me enteré que era una de las líderes de la CUP) habló en catalán a los presentes. No era un discurso revolucionario: estaba pidiendo que se hiciera menos ruido porque los vecinos se habían quejado y amenazaban con denunciarlos. Curiosa la independencia.
No habían pasado cinco minutos de la declaración de la Republica Catalana que el Senado del Reino de España votó la aplicación del artículo 155 y Mariano Rajoy proclamó la destitución de todo el gobierno autonómico, la disolución del parlamento catalán y el llamado a elecciones para el 21 de diciembre. La flamante República se enfrentaba rápidamente con la legalidad española y, muy probablemente, con la fuerza que ostenta la defensa de esa legalidad. Al día siguiente, sábado, me reuní con Ángel, secretario de internacionales de la CGT de España, la tercera central sindical en cantidad de afiliados y una de las fracciones herederas de la vieja CNT anarcosindicalista. Su análisis era pesimista, aunque como sindicato de tradición anarquista no aspiran a formar un nuevo Estado, ven en la reivindicación la posibilidad de avanzar en cuestiones sociales y de derechos a partir de la formación de una República. La cuestión es si una Republica Catalana logra poner en crisis el régimen del 78, la monarquía y las formas del Estado no solo en Cataluña sino también en el resto de España. La apuesta de estos sectores, y también de la CUP, es generar a partir de la movilización una organización de base que logre superar las barreras que pone el sistema político y económico para ese desarrollo anticapitalista. La CUP y un espectro mucho más amplio de organizaciones se encuentran organizando los Comités de Defensa de la República, barrio por barrio, en una clara alusión a los CDR cubanos. Son grupos de militancia que ven la independencia en esta perspectiva, que seguramente no es la de “alta política” en la que se mueven Puigdemont y los demás políticos catalanes y españoles, pero que le da alas al proceso. El tiempo dirá si logran avanzar en esa dirección. Ángel me hablaba de estas cuestiones mientras íbamos en su auto recorriendo las zonas de la antigua Barcelona obrera, la que derrotó en las calles y armada el golpe franquista en el 36, y luego fue el corazón de la resistencia hasta la derrota final dos años y medio después. “Lo que es más preocupante de todo esto”, decía, “es la ruptura de la convivencia”. En Barcelona y toda Cataluña no todos son catalanes “de sangre”, hay una parte importante que proviene de la migración económica interna, hijos o nietos de obreros andaluces, extremeños o castellanos, explotados por igual por los burgueses madrileños y barceloneses, junto con los nuevos inmigrantes de los países tercermundistas. Para la mayoría de esta gente, Cataluña es España, hablan castellano y no catalán, pero estas diferencias no se expresaban en política y mucho menos en forma de conflicto. Y también le preocupa la forma que la ultraderecha franquista podía aprovechar la situación.
Ángel decía esto y una mujer rubia lo escuchaba desde la ventanilla abierta de un auto de lujo parado a nuestro lado, mientras esperábamos que cambiase el semáforo. Enseguida empezó a sonar a todo volumen desde el interior de ese coche la música patriótica: “¡Qué viva España!”. Más adelante, había una manifestación de ultras en moto y autos con banderas españolas, que iban, me enteré más tarde, al puerto de Barcelona a intentar entregar regalos a los policías nacionales que están acantonados en un par de cruceros de lujo a la espera de las órdenes del gobierno central. Uno de esos barcos fue objeto de abundantes mofas por estar ploteado con un dibujo enorme del canario Tweety, aquí apodado Piolín. Los “piolines” son los 4000 policías que reprimieron el referéndum y allí están esperando una nueva ocasión.
La pelea no se va a dirimir, por más que los españolistas cuenten con ello, con la intervención de la policía o aún del ejército, es eminentemente política y ningún bando parece tener posibilidades inmediatas de construir hegemonía. Por el lado de los catalanes, está claro que no todos están dispuestos a ir tan lejos: el apoyo al bloque independentista no logró superar el 50% en las últimas elecciones, aunque consiguió la mayoría en el parlamento. El referéndum, de acuerdo al propio gobierno catalán, fue apoyado por el 43%, aunque con la policía pegando cachiporrazos a los votantes había que tener muchas ganas de ir a votar.
Ese panorama de reacción es aún mayor en el resto del Estado español. Los ultranacionalistas y franquistas se están haciendo notar en las calles de Madrid y otras ciudades, el gobierno del PP, que a duras penas consiguió mantenerse en el poder en los últimos años, se muestra fortalecido por el desafío catalán, y la nueva izquierda de Podemos ha quedado en el lugar más incómodo, el de defender el derecho a decidir de los catalanes pero en contra de su independencia. También la monarquía ha salido a defender la unidad de España y la legalidad, con el rey Felipe VI abandonando el tono mediador de su antecesor y atacando por televisión alos independentistas.
La República Catalana tiene pocas posibilidades de sobrevivir a la intervención y lo saben. En cuestión de horas o días el gobierno de Rajoy tomará control de las instituciones en Barcelona y poco podrán hacer los independentistas para evitarlo. Pero pensar que eso resuelve el problema es prematuro. Los partidarios de la independencia dieron un paso sin vuelta atrás. Si consiguen ampliar su base de apoyo en la propia Catalunya pueden poner en crisis el régimen español en su conjunto. El gobierno central junto con la intervención llamó a elecciones para el 21 de diciembre, que los independentistas pueden boicotear y devolver la jugada del referéndum, o participar e intentar ganarlas. La Unión Europea, a la que también piden ayuda los catalanes para abrir algún tipo de negociación, se ha mostrado hasta el momento firme en el apoyo al Estado central, pero eso puede cambiar si Rajoy se decanta por la represión violenta. La incertidumbre es grande y se verá en los próximos momentos si la República Catalana tiene posibilidades de sobrevivir. Todo indica que no, pero no hay duda que la etapa que se abre a partir de ahora va a ser larga y tortuosa, y con final abierto.