Las imágenes de habitantes rusohablantes del Donbas recibiendo a soldados haciendo flamear banderas rojas es uno de los rasgos simbólicos de la guerra en Ucrania. En el conflicto se superponen percepciones nostálgicas y contradictorias entre la Rusia capitalista de Putin y la Rusia soviética, amén de la disputa estratégica entre un mundo unipolar y uno multipolar.
Que los pueblos conquistados reciban a los soldados chechenos con la bandera con la hoz y el martillo se ha convertido en un clásico. Tras ocho años de guerra civil, de masacres y persecuciones a los habitantes pro rusos del este, la intervención militar del gran oso euroasiático ha generado un fenómeno social sin precedentes en las últimas décadas: miles de personas aprueban la llegada de tropas rusas pues al fin viene alguien a rescatarlos de los ucronazis que no los reconocen como propios ni pertenecientes a su nacionalidad.
El este de Ucrania es una suerte de reservorio socio político de la resistencia soviética, de sus costumbres e ideología. Que hoy Rusia ya no sea comunista, que se haya transformado en un país capitalista con monopolismo de estado parece ser casi irrelevante para esa gente. Siguen mirándolo como antes miraban a la Unión Soviética, pese a que todo ha cambiado no precisamente hacia el socialismo.
Una viejita sale a recibir a los soldados con una bandera soviética y se transforma en un símbolo tan fuerte que ya son cientos las paredes no sólo del Donbas con enormes murales con su imagen, sino que ha trascendido las fronteras de las nuevas repúblicas para instalarse en la propia Rusia. La anciana y su bandera roja lucen en decenas de edificios donde artistas populares rápidamente reprodujeron un ícono que hasta hace poco se hubiera considerado como pasado de moda y parte de una historia lejana.
Muchas razones juegan en favor de este fenómeno. Por un lado, Putin fue quien rescató el nacionalismo ruso para poner en vigencia los festejos de la Gran Guerra Patria cada 9 de mayo desde el año 2000. Reinstaló los desfiles militares masivos y esplendorosos, reivindicó a los veteranos dándoles un lugar privilegiado, acentuó el nacionalismo y rescató lo más glorioso de la gesta de su pueblo cuando venció a los nazis en la segunda guerra mundial. Y no es para menos: entre veintiocho y treinta millones de rusos entre civiles y militares perdieron la vida en esa guerra. Prácticamente no existen familias que no tengan algún ancestro perdido en ella. Millones de personas marchan ese día por la tarde en lo que ha dado en llamarse la Marcha del Regimiento Inmortal y que, desde hace ya algunos años, se celebra en todo el mundo donde haya colectividad rusa. En grandes ciudades como Nueva York, París o Londres se concentran con sus pancartas con las fotos de sus familiares y realizan el homenaje a sus caídos.
Por otro y tema aparte, el odio occidental expresado en una rusofobia que llega al paroxismo hace, también, su generosa contribución. Si bien se dio por terminada la guerra fría cuando fuera disuelta la Unión Soviética en diciembre de 1991, lo cierto es que, para Estados Unidos, Rusia siempre fue vista con desconfianza y como enemiga de sus intereses. El aparente romance entre occidente y los euroasiáticos vivido durante los años posteriores a la caída de la URSS nunca se vivió relajadamente, sino con mutuos resquemores que terminaron de quedar al descubierto a partir de la invasión rusa a Ucrania en febrero de este año.
La admisión a la OTAN de países cercanos a sus fronteras y de otros que integraron la potencia socialista, desde Rusia, siempre fue leída como una serie de provocaciones. El intento de integrar a Ucrania fue intolerable y terminó de cuajo no sólo con el romance aparente, sino con casi todas las relaciones establecidas durante décadas con occidente.
Unipolar o multipolar
La disputa por la hegemonía, la confrontación entre dos modelos dentro del mismo sistema, uno unipolar de la burguesía financiera imperialista conformado por Estados Unidos y Europa y otro multipolar, con China y Rusia a la cabeza, tarde o temprano chocarían para dirimir lo que se venía gestando en la última década. Ucrania fue la punta de lanza para que occidente diera rienda suelta a todo tipo de sanciones económicas y políticas apuntando a debilitar al otro eje y dividirlo, a la vez que aplastar económica y militarmente a la mayor potencia militar del mundo. Pero los planes les salieron mal: el gran oso, es evidente, se venía preparando para afrontar este momento acumulando oro como parte de sus reservas, modernizando su bagaje armamentístico y potenciando su capacidad como proveedor de gas y petróleo que lo posiciona entre los principales del mundo. La economía, sobre todo de Europa, se asienta en la energía rusa para su industria, consumo hogareño y funcionamiento de terminales eléctricas.
Si al comienzo de la guerra la prohibición de canales y medios rusos, la de figuras del arte como Chejov o Tchaikovsky, la de deportistas y personajes públicos llegaban al absurdo, la aplicación de las sanciones económicas no lo fueron menos. Se dieron un buen tiro en el pie: Rusia les cortó el gas a unos cuántos que no quisieron pagarle en rublos, dejó de suministrarles crudo, salió a vender sus productos a Oriente, selló acuerdos con los árabes para no producir más barriles que el número acordado para que no baje su precio, aumentó el valor internacional del rublo y transformó su moneda en la que más creció en lo que va del año. Como consecuencia, todo se transformó en un caos que arrastró a los contendientes a una crisis cuyo final no se vislumbra cerca, en la cual se disparan los precios, aumenta la inflación a cifras nunca vistas en los últimos cuarenta años y se augura un invierno cruel por la falta de calefacción y crisis alimentaria, algo que nunca vivieron los europeos, acostumbrados al confort del primer mundo, ese confort al que no tenemos acceso las mayorías de los países del patio de atrás de todo Occidente.
Así, ese gran oso de las estepas, ante los ojos de los habitantes del Donbas convierte a Rusia en una madre patria parecida a la Unión Soviética: igual de miserables se repiten la persecución y la censura, se instala una guerra fría muchísimo más agresiva, sobre todo si se tiene en cuenta que la gran mayoría de los países de la OTAN han invertido millones de dólares y euros en armamento para una Ucrania infeliz que aún no ha comprendido que no es nada, que no entrará por ninguna puerta a esa organización, que no tiene nada más que su sangre para enfrentar a un enemigo superior, desigual y aplastante. El país que durante ocho años masacró a sus propios habitantes rusófonos del este, hoy apenas si llega a guiñapo y a títere en decadencia en una guerra prestada que cree propia, pero es ajena, pues es la guerra de la OTAN contra sus odiados rusos de toda la vida, la guerra de los poderosos que hicieron y deshicieron durante años a su gusto y placer con el resto del mundo al que sometieron con sus políticas de hambre, endeudamiento externo, expoliación de sus recursos naturales y explotación de su mano de obra.
La Madre Rusia
Los soldados rusos representan para el Donbas la liberación de las garras, las balas, las torturas, los asesinatos a mansalva de sus ciudadanos por parte de una Ucrania que quiere ser y pertenecer a las organizaciones de un imperialismo en total caída libre y decadencia, cuya fosa fue cavada por él mismo cuando toda su dirigencia decidió no aceptar que hay un giro en la historia que lo arrastra hacia un ineludible mundo multipolar que cambia las relaciones de poder y de fuerzas.
Entonces se exacerba el sentimiento patriótico de la gran madre patria cuyo mejor antecedente, el de los años más felices, fue la Unión Soviética. Quizás por esa asociación los chechenos que luchan en el Donbas son recibidos con amor y alegría, con comidas calientes y pan recién horneado por las gentes de los humildes pueblos ucranianos del este. Pero la Rusia de hoy no es la Unión Soviética, aunque sea una potencia militar y hasta económica a la que le sobra espalda para sostenerse sin titubear ni temblar pese a las sanciones que buscaron hundirla. No habrá socialismo, no se borrarán las clases y muchos nos preguntamos si lo perciben los habitantes de las banderas rojas en medio del fragor de las batallas, la política de tierra arrasada llevada a cabo por los ucronazis y el enorme desamparo en que han quedado: sin casas, sin puestos de trabajo, sin comida. Sin embargo y a pesar de que no llega el comunismo, es Rusia la que acude con camiones llenos de alimentos, la que resguarda a miles y miles de refugiados, la que libera del yugo de los masacradores a decenas de pueblos sometidos por una guerra civil no declarada y a la que occidente invisibilizó porque tenía a Ucrania en la mira para cumplir el triste papel que hoy lleva a cabo.
Los pueblos no olvidan su historia de años felices. Se aferran a sus mejores recuerdos. Sueñan con volver para atrás la rueda de la historia. Reivindican a sus muertos y sus gestas. Pasa allá, en el Donbas, y en cualquier parte del mundo. Y tiene la lógica de la sobrevivencia humana, la esperanza de la continuidad. Rusia, esta vez, no les llevará el socialismo, pero hoy les quita de encima a los que quisieron exterminarlos y ya con eso les alcanza, aunque la disputa sea muchísimo más profunda y trascienda la porción del territorio en el que han vivido toda su vida. Para los habitantes del Donbas, la madre patria ha vuelto a posar su mirada sobre ellos y están complacidos, emocionados. Habrá que esperar qué harán con el paso del tiempo, cómo se acomodarán a la nueva Rusia, ésa que antes fue capaz de hacer la Revolución y ahora es la que encabeza la ruptura de un orden unipolar capitalista para enarbolar otro, multipolar, apenas algo más justo, pero sin cambiar un sistema basado en la propiedad y la explotación.
Hasta ahora, pocos hablaban de la URSS, pese a que Putin resucitara sus símbolos como parte ineludible de la historia rusa para sus desfiles del Día de la Victoria. La intervención militar en Ucrania trae al presente, desde otra perspectiva, un debate que se creía directamente desaparecido para siempre del discurso político social, tanto en los países involucrados en la guerra, como en aquéllos que han revivido la rusofobia como si Rusia aún fuera comunista. No deja de ser paradojal que Occidente reviva sus resquemores de manera mucho más acentuada que en la guerra fría al punto de pertrechar a Ucrania para enfrentar a los euroasiáticos en el idealista objetivo de derrotarlos. Sin decirlo, sin mencionarlo, en los discursos de algunos dirigentes europeos y estadounidenses flota el fantasma. Cuando menos, resulta irónico, también, que a más de treinta años de la disolución de la URSS, Occidente haya hecho una absurda y verdadera colecta de armas soviéticas para proveerle a la atrasada Ucrania incapaz de manejar otras más modernas como las que manejan europeos y norteamericanos: aviones MiG 29 en posesión de Polonia, tanques T-80, cazabombarderos Su-27, vehículos de combate de infantería BMP-1 y BMP-2 y todo tipo de municiones en manos de República Checa y otros países que pertenecieron a la URSS fueron aportadas para sostener a los ucranianos. Así quedó al descubierto en cuántas naciones perduraban sus armas y que hoy, todavía, tuvieran vigencia. También, el uso de esas armas es una ventaja para Rusia porque, por ser los que alguna vez las fabricaron, conocen al dedillo sus limitaciones y el tiempo de duración de sus componentes, algo que les da una doble ventaja: el conocimiento de su funcionamiento y el de haberlas superado con el nuevo armamento que los convierte en la mayor y más moderna potencia militar del mundo.
Si algo queda claro es que Ucrania era el reservorio material e ideológico de una época pasada, aunque todo haya cambiado. Y no debería sorprender, entonces, que la guerra civil declarada desde el golpe de estado de 2014, represente dos miradas político ideológicas enfrentadas entre sí: un oeste ucraniano conservador e históricamente fascista y un este prorruso aferrado a las conquistas y la forma de vivir en la Unión Soviética. Ese enfrentamiento, sin embargo, no es el mismo que tienen entre sí los dos ejes claramente definidos: por un lado, el mundo unipolar, con hegemonía de Estados Unidos y acompañamiento de Europa y, por otro, una concepción multipolar con Rusia y China a la cabeza, que también son acompañados por otros países del mundo.
Mientras, en el Donbas, Rusia encarna lo que el viento se llevó de la URSS y, aunque ya no sean lo mismo, a sus habitantes les da igual porque algo tienen en común: la protección que viene a liberarlos de las masacres de la Ucrania del oeste, el amparo a los civiles de los bombardeos, en los enormes campos de refugiados instalados por toda la frontera de Rusia y la provisión de alimentos y agua que soldados chechenos reparten en grandes camiones por los pueblos desolados y arrasados. Para ellos, Rusia representa la esperanza.