El presente artículo integra Nicaragua en crisis. Entre la revolución y la sublevación. Un libro publicado por Clacso que invita a reflexionar sobre las complejidades de los procesos revolucionarios y a repensar el concepto mismo de revolución en América latina. La crisis de 2018, las revueltas populares y los posibles futuros de un país símbolo. Un tema espinoso.
La escena del pisoteo e incineración de una bandera del oficialista Frente Sandinista (FSLN) por un grupo de manifestantes en las últimas semanas de abril fue la evidencia explícita de que Daniel Ortega había perdido la base popular que parecía ostentar hasta entonces. A la quema de banderas, le siguió la casi diaria derribada de gigantescos árboles de lata con los cuales la esposa de Ortega y vice-presidenta Rosario Murillo había forrado las principales vías de Managua y otras ciudades centrales. Fue la rabia de las calles explotando contra el asesinato de más de 30 jóvenes estudiantes en menos de diez días, durante el ciclo de revuelta popular iniciada el 18 de abril en Nicaragua.
El intenso ciclo de revuelta popular, no sólo alteró radicalmente la estructura de participación que tiene en jaque al sistema político nicaragüense -con el surgimiento de nuevas redes de movimientos sociales, nuevos líderes y experimentos de alianzas que interpelan a todo el sistema de partidos políticos-, sino que ha colocado en el centro de las interrogantes el futuro del FSLN en tanto principal expresión partidaria del sandinismo. Ello incide claramente en la actual división que la izquierda latinoamericana enfrenta al abordar el conflicto nicaragüense.
En diálogo con ese fenómeno, la presente reflexión está orientada por tres preguntas centrales: ¿El actual ciclo de confrontación política tiene potencialidades para extinguir al FSLN, como lo expresan algunos actores presentes en la revuelta popular? ¿La rebelión ciudadana puede salvar al sandinismo de la influencia orteguista, mostrando un abismo entre ambos? ¿Cuáles son las oportunidades de sobrevivencia del orteguismo y del sandinismo, más allá de la actual convulsión nicaragüense?
Para responder estas interrogantes pretendo desarrollar el debate a lo largo de tres bloques. En el primero, intento comprender el actual conflicto como un escenario en donde ambos fenómenos -sandinismo/orteguismo- conviven bajo una tensión operada por actores dentro del campo de la izquierda nicaragüense. En el segundo bloque intento explicar la existencia de esas tensiones a lo largo de las reformas partidarias a las que Ortega sometió al FSLN entre 1995 y 2006, para finalmente extraer algunas conclusiones que nos ayuden a considerar posibilidades para la existencia y/o convivencia de ambos fenómenos, en dependencia del curso que tome el actual conflicto y sus respectivas salidas institucionales.
Ortega contra la historia del FSLN
El conflicto que mantiene a Nicaragua en vilo se encuadra en una disputa de narrativas dentro del campo de la izquierda nicaragüense, surgido a la luz de la división profunda que afectó al sandinismo entre 1994 y 1995. En aquellos años, dos tendencias internas del FSLN que emergieron tras el impacto de la derrota electoral de 1990 mantuvieron una tensión interna alrededor de la conducción del partido y las estrategias de retorno al poder.
No era una disputa menor. El FSLN no sólo parecía obligado a adecuarse a un contexto adverso, adoptando estrategias partidarias de oposición a un gobierno neoliberal, tras diez años al frente de un poderoso aparato estatal y habiendo liderado una exitosa revolución armada contra la dictadura somocista. Con el surgimiento del Movimiento de Renovación Sandinista (MRS) y el desafío de transformarse en un partido político lejos de los recursos del estado, asociado a una pérdida gradual del control sobre las organizaciones de masa, el FSLN se sumió en una profunda crisis organizativa.
Siendo entonces el más importante líder de la oposición, en los 90s Ortega fue quedando aislado en la conducción de la dirección partidaria y en abierta confrontación con líderes alternativos que intentaron la candidatura presidencial en 1996 y 2001, enfrentando las zancadillas partidarias.
Ese episodio abrió espacio para una confrontación discursiva alrededor del “ser sandinista”. Para Ortega y los dirigentes que mantuvieron el apoyo a sus estrategias, la conformación del MRS era la expresión de un grupo de “traidores” a la causa sandinista, “aliados de la derecha”. Los “renovadores” -la mayoría de ellos miembros del sandinismo histórico- argumentan que fueron las estrategias de Ortega y sus aliados -a través del pacto con el Partido Liberal Constitucionalista del ex Presidente Arnoldo Alemán, así como las reformas partidarias del FSLN, entre otros hechos- lo que alejaron a Ortega del principio sandinista, transformando al partido en una propiedad familiar, lejos de las prácticas dialógicas y de formación política que caracterizaban al FSLN.
Tal disputa se recolocó en la actual crisis política, pero asumiendo otros contornos. En la lógica de Ortega, la revuelta cívica, no sólo es expresión de una “conspiración de la derecha vandálica”, sino que también amenaza la continuidad de lo que el orteguismo llama la “segunda fase de la revolución popular”, en el entendimiento de que existe una secuencia entre el gobierno que terminó en abril de 1990 y el electo en 2006. Sin embargo, con los primeros ataques para-policiales del 19 de abril y el surgimiento de los grupos paramilitares, Nicaragua comenzó a conocer pronunciamientos de militantes históricos del FSLN que recriminaron la represión orteguista y admitieron que la dupla Ortega-Murillo ha excluido a lo largo de los últimos diez años a un conjunto de sandinistas de vieja data que se han visto abiertamente desplazados a raíz de las reformas partidarias.
Altamente llamativa resultó la declaración pública de uno de los militantes más emblemáticos del FSLN, quien a la luz de las confrontaciones afirmó:
(…) No solamente es el relevo que es natural, sino que fue un relevo impuesto y además en el relevo impuesto, la marginación ¡y eso no existe! O sea, vos no podés estar en el plan de que como vas a relevar con alguien de nueva generación, a los demás los tenés que sacar. ¡Eso no existe! Los excluís, pero además lo haces de la peor manera, con groserías, gritándoles ‘¡Viejo pendejo si vos solo sos cuento! ¡Pareces Lencho Catarrán!’ en esos términos, en asambleas del Frente Sandinista así se trataba a los compañeros. ¿Y hoy quienes son los que han puesto el lomo? ¡los viejos! ¡esos son los que andan poniendo el lomo ahorita!
Esto explica, de alguna forma, el hecho de que los escenarios de las confrontaciones más violentas hayan sido las plazas históricamente sandinistas, como el barrio Monimbó, en Masaya, además de las ciudades de León y Estelí. A nivel simbólico, no es apenas una disputa de los jóvenes contra las prácticas autoritarias del orteguismo. Se trata, también, de una confrontación entre el legado del sandinismo que lideró la última revolución popular del siglo XX contra las estrategias de Ortega pós-2000s por controlar el estado e imponer su narrativa a través de grupos clientelares que marginan al sandinismo histórico. ¿Qué significa todo esto en términos de la actual estructura organizativa del FSLN? Es el punto de reflexión a continuación.
La adaptación organizativa del FSLN
A través de un instigador análisis sobre el tipo de estado que representaría el regreso de Ortega al poder en 2007, Martí Puig concluye que el proceso de adaptación del FSLN a la trayectoria democrática de Nicaragua post-1990, aunado a los conflictos internos, condujeron al partido hacia una recomposición organizativa orientada cada vez más por intereses institucionales y menos por la orientación ideológica que le diera origen.
La mutación partidaria expresada en sus cambios organizativos -desde la gradual extinción de la otrora poderosa Dirección Nacional hasta la substitución del total de miembros de la Asamblea Sandinista- respondió a la necesidad de retomar el poder del estado, en detrimento del fortalecimiento de su militancia. De esa manera, entre 1990 y 2006, el FSLN fue ejecutando una estrategia combinada de alianza instrumental con la élite -su mayor expresión fue el pacto con el Partido Liberal Constitucionalista, PLC, del ex presidente Arnoldo Alemán- y el mantenimiento del patrimonio histórico otorgado por la narrativa revolucionaria. Este arreglo organizativo que, usando el modelo de categorías de Panebianco, hacen del FSLN un partido cartel, permite que la maquinaria partidaria priorice las estrategias individuales sobre el fortalecimiento de sus estructuras.
Es así como la Secretaría General del partido -bajo la dirección del mismo Ortega desde hace más de una década- impone las decisiones organizativas sobre todas las estructuras restantes -las mismas decisiones que en otro momento eran de carácter deliberativo-, o como las estrategias electorales son definidas exclusivamente por la dupla Ortega-Murillo, a tal punto que algunas instancias como la Juventud Sandinista decide abdicar de postular candidaturas en dependencia de “lo que el comandante Ortega y la compañera Rosario Murillo decidan”, como ocurrió durante las elecciones presidenciales de 2016.
Tal lógica organizativa no sólo ha desconfigurado por completo al FSLN que hace 40 años inspiraba a toda una generación progresista en Latinoamérica, sino que ha abierto una brecha en el movimiento sandinista capaz de interpelar directamente a Ortega y a un orteguismo caracterizado por intereses prebendarios y particulares que se adhieren a la base que aún retiene la pareja Ortega-Murillo.
La crisis política actual de Nicaragua trae a colación la crisis del propio FSLN. Su “debilitamiento” organizativo apenas descrito está disminuyendo las bases -sin contar el distanciamiento claro con los sandinistas históricos que cuestionan la represión- y está amenazando la propia permanencia del FSLN como opción electoral en un futuro inmediato. Si esta es una posibilidad en el actual escenario político o es parte de la expresión de la indignación popular son puntos sobre los que reflexionaremos en la última sección.
El futuro del FSLN y del sandinismo
Junto al fin de la represión y los clamores por justicia, las calles de Nicaragua también exigen la extinción del FSLN. No se trata de una exhortación irracional a la luz del actual contexto represivo. Los movimientos populares culpabilizan al estado de Nicaragua -concretamente al gobierno de Ortega-Murillo- por los asesinatos de jóvenes y prisiones políticas. Pero, frente a la falta de justicia en la mayoría de los casos -ningún policía o para-militar ha sido al menos enjuiciado por los crímenes-, la disolución del FSLN es percibida como una punición para reconquistar la convivencia social y conducir a una necesaria reconciliación.
¿Es esta una opción posible? Hay muchas variables a ser consideradas para ponderar este cuestionamiento. La principal de todas es que el FSLN todavía parece ser una opción electoral para cierta base que se resiste a reconocer los errores organizativos y la culpa por la actual ola represiva. Excluyendo de esta franja a los trabajadores públicos que en su mayoría son obligados a participar de los actos partidarios -según lo confirmaron un conjunto de vídeos y declaraciones de maestros y médicos despedidos por negarse a esa participación-, el FSLN parece todavía resistir con entre el 15 por ciento y el 20 por ciento de bases que reclamarían por la pérdida de esta opción en la boleta electoral.
En segundo lugar, la indignación y frustración de sandinistas históricos relegados por la centralización de la pareja Ortega-Murillo no parece comulgar con la extinción de un legado sandinista inscrito en la revolución popular de 1979. Sin embargo, esto no significa que la permanencia de ese legado equivalga al mantenimiento orgánico del FSLN bajo la lógica orteguista. Resta por ver, en cualquier caso, si asistiremos a la recolocación de una disputa en la izquierda nicaragüense para depurar al sandinismo de la abyecta marca orteguista, refundando una nueva instancia organizativa o una coalición partidaria capaz de reagrupar esa indignación.
Pero esa no parece ser la agenda de los actores presentes en las calles de Nicaragua. La indignación popular culpa al sandinismo -sin distinciones organizativas- por la ola de asesinatos, represión y torturas, sugiriendo que el debate aquí planteado podría llevar todavía más tiempo frente a la urgencia de los ciudadanos por justicia. Es en ese punto donde el activismo actual muestra una paradoja: una buena parte de los repertorios de movilización, desde las consignas hasta las barricadas, se reconocen en la herencia de la revolución popular de 1979 liderada por el movimiento sandinista.
Es la reproducción de la memoria participativa que se mantiene presente en el país, pero reactivada según otras configuraciones que van desde la negación de la bandera partidaria -lo que distingue al activismo popular es la bandera azul y blanco-, hasta la incorporación de pautas que hace años han sido abandonadas por el FSLN, particularmente ambientales, feministas y LGBT. El desafío está planteado, no sólo para los sectores progresistas de Nicaragua que consideran a Ortega un traidor de los principios fundadores de la revolución popular. Lo es también para la izquierda latinoamericana que todavía no comprende la importancia de esa distinción.
Nicaragua en crisis. Entre la revolución y la sublevación está disponible en: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/gt/20190813034645/Nicaragua_en_crisis.pdf
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