Luego de casi tres décadas de neoliberalismo a tope en casi todo Occidente, tanto la izquierda como el populismo se reencontraron, a su manera, viéndose en algunos casos exitosos y mayoritarios. Hoy, pisando ya la segunda década del milenio, el matrimonio no pasa por su mejor momento.
“Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo…”.
Jorge Luis Borges, El Otro, 1975.
Son muchas las lecturas que se dan frente al auge de la extrema derecha occidental. En Sudamérica, pero también en Europa y EEUU, los politólogos, periodistas y demás interesados en la nueva deriva social y política se preguntan agarrándose la cabeza qué pasó, y sobre todo, cómo. Entre tanta tinta derrochada, una lectura destaca por sobre el resto y es repetida como un mantra por un gran coro de personajes mediáticos: el “fracaso” del giro nacional & popular de los países que conforman el cono sur, por un lado, y el “fin de ciclo” de los nuevos partidos del Mediterráneo europeo, por el otro. Estamos hablando, como ya se pueden imaginar, de la crisis de los denominados populismos de izquierda.
La caída y sus lecturas
Lula, Chávez, Evo, Podemos, Siriza, Cristina, Mujica… durante la última década, casi todos estos nombres y personajes se fueron repitiendo en boca de todos, tanto para lo bueno como para lo malo. La “gente común” los reconocía (y aún lo sigue haciendo) como experiencias populistas, adhiriendo la etiqueta de “progresistas” o de izquierda según el momento y lugar de enunciación. Para la academia, siempre más técnica y amante de los detalles, aquellos gobiernos fueron neo-desarrollistas, en algunos casos socialdemócratas, pasando por una amplia gama de subcategorías como sean nacionalistas, intervencionistas, soberanistas o la más general estatistas.
Luego de la victoria de Trump, el encarcelamiento de Lula, la derrota de Cristina, el No al referéndum de Evo, el auge de Le Pen y el auge de la extrema derecha española, entre otros golpes bajos, estos partidos-movimientos entraron en una crisis que hasta el día de hoy no parece estar resuelta, y todo parece indicar que no lo estará en el corto plazo. Crisis de representación, fragmentación interna, anquilosamiento, cierto sentimiento de desilusión y derrotismo… todos parecen coincidir en que algo falló, aunque aún no se sepa de quién fue la culpa y por qué.
Entre las críticas más conocidas, se machaca sobre el poder de los medios de comunicación hegemónicos, la desmemoriada clase media de esos países, la corrupción interna, la excesiva dependencia sobre determinados líderes, el elitismo del poder judicial, la fuerza de los poderes fácticos, el orden económico mundial… algunos enfatizan sobre el “péndulo” de la Historia, que es otra manera de decir ciclos políticos; otros se enmarcan en la cuestión estructural de la economía neoliberal, es decir, la nueva división del trabajo y la emergencia de China e India, que altera –y limita, según ellos- el alcance y margen de movimiento de los populismos soberanistas; y otros, más micro, se centran en la cuestión inflacionaria, la gestión monetaria y la financiarización del mercado de dichos países.
Todas estas lecturas son interesantes en sí mismas y merecen seguir siendo investigadas. Sin embargo, en la base de todas ellas hay una cuestión que si bien se ha tocado en algunos círculos sociales y quinchos, continúa siendo omitida o mal interpretada. ¿Cómo debe construirse un populismo de izquierda? En otras palabras: ¿Cuál debería ser la base sobre la que se fundamenta y erige ese movimiento nacional y popular?
Las plazas frente al Ayuntamiento
Algún militante o activista encontrará estas preguntas dilatorias, quizás poco útiles. Un historiador, a su vez, rebatirá que semejante normatividad no suele ser aplicable al devenir de la acción humana, que ejecuta y existe entrelazado por miles y miles de relaciones de poder, contradicciones, pulsiones… un político, directamente, la descartaría. A pesar de ello, y escapando al academicismo intelectualoide, creemos que la pregunta sí vale la pena y es necesaria. Por experiencia, y porque algo irresuelto no es síntoma de salud ni inteligencia.
Volvamos. ¿A qué nos referimos con “las bases” sobre las cuales el populismo de izquierda debe crecer o reproducirse o emerger? La respuesta no es complicada, lo no sencillo es corporizarla. Dos grandes, inmensas podríamos afirmar, formas de pensamiento se disputan la hegemonía de la respuesta: la primera, llamémosle movimentista, aboga por la movilización y politización de la sociedad como método para llegar a hacer política. Empoderamiento, toma de consciencia y organización son sus tres columnas vertebrales. La cocina, para hacer un paralelismo simplón, sería a fuego lento, sin aditivos ni colorantes.
La segunda visión hace enfoque en otro lugar: en vez de concentrarse en la sociedad movilizada, se mueve entre los intersticios de la denominada sociedad civil, o “mayoría silenciosa”, como diría un ex presidente. No busca militantes (aunque siempre hace uso de ellos cuando lo necesita), sino influir en el sentido común general de esa ciudadanía que no marcha, ni hace piquetes, ni lucha por sus derechos haciendo una huelga, pero que sí hace política todos los días (aunque no lo sepa). Cocina rápida, con todo tipo de salsas si son necesarias.
En el populismo de izquierda, más que en el populismo de derechas o la izquierda a secas, estos dos enfoques conviven en el mejor de los casos, y se matan entre ellos en el peor.
La gran batalla que se desata entre ambas y hace temblar los cimientos del denominado populismo de izquierdas nace sobre estas dos posturas fundamentales. Lo descrito en el párrafo anterior, o sea, la cosa organizativa de cómo formar la base del partido-movimiento, implica cosas diferentes, filosófica y sociológicamente hablando. No es lo mismo empoderar que persuadir, militar que ir a votar, etc.
El segundo motivo de discordia se refiere al tipo de oposición que implican estas dos formas organizativas ontológicas, o sea, cómo abordar el enfrentamiento al Otro, el “enemigo”. Los movimentistas (o izquierda) promueven una polarización más nítida, basada en su histórica consigna de lucha de clases. El populismo, en la mayoría de los casos, propugna una polarización líquida, donde el grado de enfrentamiento –y el contrincante- se contornean dependiendo de la articulación de las demandas sociales, siempre cambiantes.
Dos cosmovisiones, o mejor dicho, dos formas de ser y hacer.
Estas discordias hacen que en general se miren de reojo dentro del movimiento-partido, como sospechando una de otra y no estando del todo seguras del matrimonio convenido. Todo aquél que vivió una asamblea o militó en algún partido de la izquierda populista tuvo el placer de verlas en vivo. Se pueden ver en las marchas, en los ateneos, y hasta en los mismos escenarios donde comparten programas y mítines. La izquierda populista, o el populismo de izquierda, siempre está a un punto del divorcio, y una de las actividades que más tiempo le dedican sus militantes es, justamente, a resolver esta cuestión.
Silencio es la pregunta
Al principio del artículo nos propusimos resolver una pregunta. Muchos, de un lado y del otro, dicen saber cuál es la respuesta. La izquierda, en general, no concibe la idea de ganar –sólo- las elecciones a base de máquinas electorales. Propone, en su lugar, “máquinas de guerra”. Por lo tanto, su respuesta es clara: la base –consciente, organizada y movilizada- es la levadura que levanta la masa.
El populismo, salvo contadas excepciones, dijimos que aboga por abanderar las –cambiantes- demandas sociales de las mayorías no organizadas, representándolas y conduciéndolas desde arriba. Su respuesta, pues, también es clara: la base –contenida, respondida, satisfecha- es la ciudadanía.
El conflicto y el énfasis sobre las contradicciones del sistema son un must en el primero; la creación de un “pueblo” y la hegemonía del sentido común, un ideal del segundo.
¿Y ahora?
El siglo XXI los encontró unidos y no separados. Frente a todos los pronósticos, y luego de casi tres décadas de neoliberalismo a tope en casi todas las esferas de nuestras vidas, tanto la izquierda como el populismo se reencontraron, a su manera, viéndose en algunos casos exitosos y mayoritarios. Hoy, pisando ya la segunda década del milenio, el matrimonio (de conveniencia para algunos, genuino para otros) no pasa por su mejor momento. Como suele pasar en todas las relaciones largas, aquello que en un principio decidió callarse luego surge con toda su fuerza, implosión de por medio.
Frente a ese panorama, como no podía ser de otra manera, los pareceres de esta pareja despareja se dividen en dos… otra vez. Los que fomentan volver a las raíces, a Gramsci, a la lucha con nombre y apellido, a la plaza. Y los que optan por contratacar bajando los decibelios, buscando la concordia, Chantal Mouffe. Ahí tenemos de un lado y del otro a los Anticapitalistas y Podemos, Cristina y el PJ, Sanders y Occupy Wall Street, AMLO y el Movimiento 132… Y sus respectivas lecturas de la crisis interna, donde todo es uno y su opuesto: demasiada radicalización/mucha tibieza; excesivo verticalismo/abundancia de asambleas y foros; mucho Instagram y poco Marx/mucha unidad básica y poca favela…
Mientras tanto, critican algunos ajenos a la teoría política, el resto de partidos e ideologías se rearman, y crecen. Como en el fútbol, diría Pep Guardiola, o se tiene la pelota o se ocupan los espacios.
Por ahora, la terapia pinta que va a ser larga y densa, sin una clara definición a corto plazo. Esta falta de claridad es (sí, hasta en esto hay división) parte de su magia y raison d´être, la que precisamente la hace perdurar en el tiempo. Para otros, un terrible dolor de cabeza.
El duopolio de la izquierda populista es dual hasta en sus resoluciones, como hemos visto. Pero precisamente es esta dualidad, trascendente y borgeana, la que parece movernos más que cualquier otra doctrina coherente y cerrada.