Sin propuestas concretas, el gobierno de Ivan Duque frustró una nueva ronda de negociación con el Comité Nacional del Paro. Los límites de la concepción liberal de la democracia y una crisis que no es solo colombiana. Una mirada desde la filosofía política de Jürgen Habermas.

En Facticidad y Validez, Jürgen Habermas intenta responder a la pregunta por el sentido y el significado de la democracia. ¿Por qué estamos obligados, racionalmente, a aceptar los resultados de un procedimiento democrático? El procedimiento democrático —las elecciones y la discusión parlamentaria que produce las leyes— es para el filósofo alemán un proceso de intercambio de opiniones y argumentos, en el que la competencia y la disputa discursiva tendrán como resultado una decisión presumiblemente justa. Así, la razón para aceptar el procedimiento democrático radica en que es el método más fiable para llegar a decisiones justas y acertadas para todos y todas.

Sin embargo, dice Habermas, deben cumplirse cuatro condiciones para decir que el procedimiento democrático conduce, en efecto, a dichas decisiones justas y acertadas:

Quienes participan deben tener un espíritu argumentativo: ir a convencer y dejarse convencer por las mejores razones.

Debe incluirse en el debate a todas las personas que van a ser afectadas por la decisión.

No debe haber coacciones externas, como inequidades o prácticas de explotación en la sociedad, pues estas crean desigualdades discursivas a la hora de debatir.

No debe haber coacciones internas: quienes discuten no pueden tener una pistola en la cabeza ni amenazas cuando hablan.

Si no se cumplen estas cuatro condiciones, los resultados del procedimiento democrático pueden estar viciados; no podríamos confiar en que éstos nos conducirán, realmente, a las decisiones más justas.

De estas cuatro condiciones establecidas por Habermas me interesa detenerme en la tercera: si hay desigualdades sociales o prácticas de explotación, hay una coacción externa que vicia el procedimiento democrático. Podría decirse, perfectamente, que este es el caso de Colombia. Nuestra democracia no cumple con la tercera condición (por no decir que no cumple con ninguna).

Pero hay algo más grave: la teoría de Habermas cae en un círculo vicioso insalvable cuando se la analiza a la luz de un país como Colombia. Si no se cumplen las condiciones para que el debate produzca decisiones justas, ¿cómo esperamos que dicha deliberación viciada produzca acuerdos que garanticen las condiciones necesarias para una deliberación no viciada? Este es el círculo vicioso de la democracia liberal-deliberativa. Es el fundamento de los estallidos múltiples y heterogéneos.

La razón para aceptar el procedimiento democrático radica en que es el método más fiable para llegar a decisiones justas y acertadas para todos y todas.

En este sentido, las protestas pueden entenderse como una vía de hecho. El círculo vicioso de la democracia liberal explica por qué los y las manifestantes sienten desconfianza de tramitar sus demandas e inconformidades por las vías institucionales ordinarias. Antes que la desinformación, la irracionalidad o las pasiones candentes, es este el trasfondo de las protestas.

La protesta, que por su carácter disruptivo implica una interrupción de la normalidad, debe ser tomada como un mensaje, cuya forma y contenido son inseparables: con las vías de hecho y los bloqueos, quienes se manifiestan nos están diciendo que, para ellos, la normalidad se volvió insoportable.

Exigirles a los manifestantes – como lo hace el gobierno – que cesen sus actuaciones e irrupciones en el espacio público, sin negociar con ellos y sin tomar medidas de emergencia que mejoren – así sea levemente – su situación, es un acto de desprecio. Es lo mismo que decirles que nos tiene sin cuidado su sufrimiento.

Este desprecio amplifica el sufrimiento: el ser despreciado es, en este contexto, un sufrimiento de segundo orden, provocado por la indiferencia del otro frente al propio sufrimiento. Como explica Axel Honneth, ser despreciado es uno de los combustibles de la lucha y los conflictos sociales. El agravio sufrido con el desprecio no concierne apena a la privación de ciertos bienes o expectativas para conseguirlos, sino que, cuando somos despreciados, nuestro estatus como seres humanos se ve vilipendiado. El desprecio es la forma primigenia de la deshumanización. De esta forma, podemos decir que el desprecio es uno de los detonantes de la espiral de violencia que estamos viviendo.

Esto nos lleva a un segundo círculo vicioso: el desprecio aumenta las motivaciones de la lucha, y con la intensidad de la lucha el gobierno se siente justificado para tomar medidas represivas contra los manifestantes y reforzar así su actitud de desprecio. ¿Cómo analizar esta espiral y cómo salir de ella?

Jóvenes colombianos en la primera línea de la protesta. Foto: Flickr Oxi App.

Foto: Flickr Oxi App Los manifestantes deben ser interlocutores legítimos

Ante el conflicto y la violencia

Una posición o actitud equidistante frente al conflicto no nos ayuda. No podemos pensar que estamos ante una lucha entre dos grupos ideológicos, pasionales e intransigentes, incapaces de dialogar debido a sus convicciones políticas extremistas; esta opinión ignora el círculo vicioso de la democracia deliberativa y el desprecio ante el sufrimiento que subyacen a los conflictos sociales. No podemos ser equidistantes, porque es el gobierno quien tiene una actitud de desprecio que alimenta el conflicto.

Pero apartarse de una posición equidistante no significa dejar de criticar o de condenar ciertas acciones de los manifestantes (o de delincuentes oportunistas que aprovechan la situación). Es sencillamente inaceptable el abuso sexual a una agente de policía, quemar un CAI con policías dentro o linchar a un agente del CTI que, aunque disparó directamente contra manifestantes y mató a dos jóvenes, ya estaba desarmado y no representaba un peligro. Lo es incluso cuando el gobierno ha respondido con una violencia desproporcionada e infame que deja muertos, heridos y desaparecidos.

Con las vías de hecho y los bloqueos, quienes se manifiestan nos están diciendo que, para ellos, la normalidad se volvió insoportable.

Es cierto que las desigualdades sociales extremas y la vida precaria constituyen una violencia sistémica. Esta violencia se fundamenta, como lo advirtió Marx en su juventud, en que el mundo de las cosas se valoriza a costa del valor de la vida humana. Si esto es así, la única reacción legítima frente a esa violencia sistémica es la interrupción del curso normal del mundo de las cosas. La huelga pone de manifiesto que el combustible de ese mundo es el sufrimiento humano. Sin embargo, la disposición de la vida o de la integridad de otros no interrumpe el mundo de las cosas. La prueba de ello estriba en que estos actos repugnantes pueden ser cometidos sin interrumpir, en lo más mínimo, dicho mundo.

Con todo esto en mente, podemos concluir que el principal responsable de la espiral de violencia es el gobierno Duque. Se podrá objetar que dentro de las protestas hay grupos criminales que pretenden hacer su agosto y pescar en río revuelto. Aunque esto sea cierto en algunos casos, es aun más cierto que estos grupos delincuenciales no podrían hacer nada si no existiera una protesta masiva que se gesta y se mueve con total independencia de ellos.

Por eso, el problema sólo puede tener solución si el gobierno abandona su actitud de desprecio. Eso pasa por tomar a los manifestantes que incurren en vías de hecho como interlocutores legítimos, reconociendo así las limitaciones de las vías de derecho (el círculo vicioso de la democracia liberal) y tomar medidas de emergencia que intenten mitigar los efectos desastrosos de la insolidaria gestión de la pandemia.

Que cese el desprecio

Sin embargo, es difícil esperar esto del gobierno. Las declaraciones del presidente y de miembros de su partido, sumadas a la anarquía interior del gabinete – debido a la presidencia de facto de Álvaro Uribe -, dificultan un avance en esa dirección. Que el ministro del Interior haya desautorizado, a través de un medio radial, la negociación que hizo su viceministro con algunos habitantes de Buenaventura, para intentar recuperar la operación del puerto, es una muestra de ello.

Por esta razón nuestras energías no deben concentrarse en un llamado equidistante a que ambas partes bajen sus ánimos, sino a exigir que el gobierno cese su actitud de desprecio.

Las personas que, en principio, creen favorecerse de esa actitud del gobierno (léase: algunos sectores pudientes y adinerados de la sociedad), deben entender que el único fundamento estable de la propiedad privada y de la riqueza es, como lo demostró Hegel en su Filosofía del Derecho, el reconocimiento. Yo reconozco la propiedad del otro como legítima cuando obtengo un bien, servicio o beneficio que resulta de ella. En principio, el acto del intercambio cumple con esta labor; cuando yo compro algo que el otro vende estoy reconociendo (mediante el pago) que lo vendido pertenecía al él en primera instancia.

Sin embargo, para Hegel, las desigualdades sociales extremas y las situaciones precarias de pobreza rompen con esta lógica del reconocimiento. Si la gente no puede acceder al beneficio que resulta de la propiedad del otro, se pierde, entonces, el reconocimiento. Con la desigualdad social los ricos se arriesgan a que su propiedad y riqueza sea vista y percibida como ilegítima. Por este motivo, sólo una política redistributiva da un fundamento estable a la legitimidad de la propiedad privada, no la violencia o el mero título jurídico, que, en última instancia, sigue siendo violencia.

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