Ningún comentarista recuerda que en el año 2000, cuando llegó al poder, Vladimir Putin expresó públicamente el deseo de que Rusia ingresara en la OTAN y también en la UE para “no quedar aislada en Europa”. Ambas solicitudes fueron denegadas.
Los exigentes desafíos que enfrenta el mundo, desde la crisis climática hasta la pandemia, desde el empeoramiento de la Guerra Fría hasta el peligro de una confrontación nuclear, desde el aumento de las violaciones de los derechos humanos hasta el crecimiento exponencial del número de refugiados y personas hambrientas, reclaman más que nunca una intervención activa de la ONU, cuyo mandato incluye el mantenimiento de la paz, la seguridad colectiva y la defensa y promoción de los derechos humanos.
Entre los múltiples ámbitos de intervención en los que puede intervenir la ONU, uno de los más importantes es el de la paz y la seguridad, y en concreto se refiere al recrudecimiento de la Guerra Fría. Iniciada por Donald Trump y perseguida con entusiasmo por Joe Biden, está en marcha una nueva versión que tiene dos objetivos, China y Rusia, y dos frentes, Taiwán y Ucrania. En principio, parece imprudente que una potencia en declive como EE.UU. avance en dos frentes simultáneamente.
Además, a diferencia de lo ocurrido con la Guerra Fría anterior, China es hoy una potencia económica y un importante acreedor de la deuda pública estadounidense. Está a punto de superar a EE.UU. como la economía más grande del mundo y, según la Fundación Nacional de Ciencias de EE.UU., tuvo por primera vez en 2018 una producción científica superior a la estadounidense. La lógica aconsejaría a Washington tener a Moscú como aliado, y no como enemigo, no solo para separar a Rusia de China, sino también para atender las necesidades energéticas y geoestratégicas de su histórica aliada, Europa. La misma lógica aconsejaría a la UE tener en cuenta las relaciones históricas y económicas de Europa central con Rusia (hasta la Ostpolitik de Willy Brandt).
El poder de los neoconservadores
Es particularmente preocupante que los neoconservadores (los políticos y estrategas ultraconservadores que han dominado la política exterior de EE.UU. desde el ataque a las Torres Gemelas en 2001) estén intensificando simultáneamente las hostilidades con Rusia y pidiendo al gobierno estadouidense que se prepare para una guerra con Beijing, una guerra caliente de un nuevo tipo, la guerra con los medios de la inteligencia artificial. El poder mediático internacional de los neoconservadores es impresionante. Al igual que en 2003 durante los preparativos para la invasión de Irak, estamos presenciando una unanimidad alarmante entre los comentaristas de política exterior en el mundo occidental.
De repente, China, que hasta ahora era un socio comercial importante y confiable, se convierte en una dictadura que viola masivamente los derechos humanos y en un poder malévolo que quiere controlar el mundo. A su vez, Rusia, hasta ahora socio estratégico (como en el acuerdo nuclear con Irán), devino en un país gobernado por un presidente autoritario y agresivo que quiere invadir la Ucrania democrática. Para defenderlo, EE.UU. ayudará militarmente y, para eso, Ucrania debe ingresar en la OTAN. Esta narrativa, a pesar de ser falsa, se reproduce en The Washington Post y The New York Times, luego es ampliada por Reuters y Associated Press, además de respaldada por informes de las embajadas estadounidenses. Los comentaristas occidentales simplemente lo regurgitan acríticamente.
La ONU tiene abundante información que le permite contrarrestar esta narrativa e intervenir activamente para neutralizar su potencial destructivo. Ucrania es un país etnolingüísticamente dividido entre un oeste predominantemente ucraniano y un este predominantemente ruso. A lo largo de la década de 2000, las elecciones y los sondeos de opinión revelaron el contraste entre un Occidente pro Unión Europea y pro OTAN, y un Oriente pro Rusia. En cuanto a los recursos energéticos, Ucrania depende en un 72% del gas natural de Rusia, al igual que otros países europeos (Alemania depende en un 39%), lo que da una idea del poder negociador de Rusia en este ámbito.
Desde el final de la Unión Soviética, Estados Unidos ha estado tratando de sacar a Ucrania de la órbita de Rusia y colocarla en la del mundo occidental. De hecho, convertirla en un bastión pro estadounidense en la frontera con Rusia. Esta estrategia ha tenido pilares: integrar militarmente a Ucrania en la OTAN (aprobada en la Cumbre de Bucarest en 2008, al igual que Georgia, otro país fronterizo con Rusia) y económicamente en la Unión Europea.
La revolución naranja
La revolución naranja, o más bien el golpe de estado del 22 de febrero de 2014, fuertemente apoyado por EE.UU., fue el pretexto para acelerar la estrategia occidental. Su causa inmediata fue la negativa del presidente Yanukovych a firmar un acuerdo de integración económica con la UE que dejara fuera a Rusia. Siguieron las protestas, mucho malestar social y una brutal represión gubernamental que se saldó con más de 60 muertos (ahora se sabe que entre los manifestantes había grupos fascistas fuertemente armados). El 22 de febrero, el presidente se vio obligado a abandonar el país.
La “promoción de la democracia” liderada por Estados Unidos había valido la pena: la “revolución naranja” había comenzado su política antirrusa. Rusia había advertido que la membresía en la OTAN y la membresía exclusiva en la UE constituían una “amenaza directa” para Rusia. En los meses siguientes, Rusia ocupó Crimea donde ya contaba con una importante base militar. Moscú había advertido que la membresía en la OTAN y la membresía exclusiva en la UE constituían una “amenaza directa” para Rusia.
Los protocolos de Minsk
En 2014 y 2015 se firmaron los protocolos de Minsk con la intermediación de Rusia, Francia y Alemania. Se reconoció la especificidad etnolingüística de la región del río Don (en su mayoría de habla rusa) y se dispuso el establecimiento, por parte de Ucrania y de conformidad con la legislación ucraniana, de un sistema de autogobierno para la región (que cubre áreas de los distritos de Donetsk y Luhansk). Estos protocolos nunca fueron cumplidos por Ucrania. Las tensiones ahora han vuelto a escalar con la supuesta intención de Rusia de invadir Ucrania. E incluso es probable que lo haga (ciertamente limitado al este de Ucrania étnicamente ruso) si la OTAN, EE.UU. y la UE continúan con su política de hostilidad. Frente a todo esto, uno tiene que preguntarse si es Rusia o Estados Unidos los que han estado creando problemas en esta región del mundo.
Todos recordamos la crisis de los misiles de 1962, cuando la Unión Soviética propuso instalar misiles en Cuba. La reacción estadounidense fue decisiva; era una amenaza directa a la soberanía estadounidense y bajo ninguna circunstancia se aceptarían tales armas en su frontera. Incluso había sonado la alarma de una guerra nuclear. ¿Fue esta reacción muy diferente de la reacción actual de Rusia ante la perspectiva de que Ucrania se una a la OTAN? En 2017 se hizo público el informe de la reunión entre el secretario de Estado de EE.UU., James Baker, y Mikhail Gorbachev celebrada el 9 de febrero de 1990. En dicha reunión se acordó que si Rusia facilitaba la reunificación de Alemania, la OTAN “no se expandiría ni un centímetro hacia el este”.
A pesar de esto y del extinto pacto de Varsovia, nueve años después Polonia, Hungría y la República Checa se unieron a la OTAN. Y ningún comentarista recuerda que en 2000, cuando llegó al poder, Vladimir Putin expresó públicamente su deseo de que Rusia ingresara en la OTAN y también en la UE para que Moscú “no esté aislada en Europa”. Ambas solicitudes fueron denegadas. A primera vista, la ONU sabe que Rusia no es la única potencia agresiva en el conflicto actual, y que bastaría con que Ucrania cumpliera los acuerdos de Minsk para que cesaran las hostilidades. ¿Por qué Ucrania no puede seguir siendo un país neutral como Finlandia, Austria o Suecia? Si hay guerra en esta región, el escenario de la guerra será Europa, no Estados Unidos.
Si la ONU quiere ser la voz de la paz y la seguridad que es parte de su mandato, debe tomar una posición mucho más activa e independiente de los países involucrados. Hay que averiguar in situ qué ocurre en los territorios donde se enfrentan las grandes potencias y prepararse para guerras de hegemonía en las que los aliados menores probablemente sufrirán las consecuencias y pagarán con su vida (Taiwán o Ucrania) incluso si la política agresiva del cambio de régimen apunta a Rusia y China, eventualmente con resultados similares a los que tuvo en Irak, Libia o Afganistán. El mundo necesita escuchar voces autoritarizadas que no repitan el guion impuesto por los rivales. El más autorizado de todos es el de la ONU.