Nicolás Maduro se impuso holgadamente en las presidenciales de ayer y fue reelegido por otros seis años. Las preocupaciones siguen siendo las mismas: cómo arreglar la grave situación económica del país, mientras sigue latente la amenaza de terror callejero y de una intervención extranjera.
Hubo elecciones presidenciales en Venezuela, un triunfo de quienes respaldan la soberanía del país y la democracia; una derrota de los planes de Washington, Bogotá, Madrid, el Grupo de Lima, la Unión Europea y el terrorismo mediático trasnacional, dejando en primer plano la necesidad de iniciar un proceso de diálogo en pos de la convivencia y la solución de los graves problemas del país.
Nicolás Maduro cosechó 5.823.728 votos (68%), Henri Falcón 1.820.552, el pastor Javier Bertucci 925.042 y Reinaldo Quijada 34.614 votos. La presidenta del Consejo Nacional Electoral Tibisay Lucena ofreció estos resultados minutos después de que los candidatos presidenciales opositores Falcón y Bertucci expresaran su desacuerdo con la forma en que se llevó el proceso y pidieron, por separado, nuevas elecciones.
Más allá de la reelección de Nicolás Maduro por otros seis años dejando en evidencia la manipulación de las encuestas (y más allá de las denuncias de fraude que se repiten en Venezuela cada vez que la oposición pierde unos comicios), la preocupación sigue vigente: cómo arreglar la grave situación económica del país, mientras sigue latente la amenaza de terror callejero y de una intervención extranjera.
Las megaelecciones del 20-M dejaron en claro, por un lado, que el pueblo venezolano, de la tendencia que fuera, apuesta a la salida electoral. Y por el otro, es imposible obviar el carácter crítico de las elecciones y sus implicaciones para el país, la región y el mundo. Se puede decir que votó menos de la mitad de los habilitados (46,01%) y alguno puede reivindicar un supuesto triunfo del abstencionismo, pero la realidad es que en estos comicios sufragó un 4,5% superior a los del año pasado.
Un recuento breve de la participación electoral venezolana indica que en las presidenciales del 2013 fue del 79,69%; en las regionales de 2017 de 61,14% y en las más cuestionadas, las de la Asamblea Nacional Constituyente 2017 la participación fue de 41,53%, en un país donde el voto no es obligatorio.
Cabe recordar que Juan Manuel Santos llegó por primera vez al poder en 2010 en Colombia con un 49,9% de participación en segunda vuelta (lo que es igual a 50,1 de abstención) y en el 2014 fue reelegido con 52,03% de abstención en segunda vuelta.
Las campañas para estas elecciones venezolanas se han caracterizado por una pobreza programática y argumental en cuanto a logros de la gestión de Gobierno, prefiriendo a activar motivaciones, predisposiciones y lograr una mayor persuación con mensajes de afectivos, dirigidos a las emociones y no al raciocinio del elector.
Fueron campañas donde imperaron los símbolos, las alegorías, las imágenes, la retórica y las emociones, dirigidas a movilizar convicciones para evitar perder el poder o ganarlo. Para lograr la conservación o conquista del poder se prestó especial atención a “la percepción” de la crítica situación económica, social y política del país, sometiendo al electorado a campañas del miedo y del peligro que supone uno u otro candidato, señala la socióloga Maryclén Stelling.
La analista no obvia el apetecido sector que ha sucumbido a la estrategia -también emotiva- del “elogio a la abstención” (un camino hacia la nada que quizá abriera una senda para la intervención extranjera), orquestada desde ciertos sectores de la oposición y amplificado por sus mandantes extranjeros. El país resintió la falta de una cruzada por “la esperanza”, indica.
No sorprendió la cobertura -con fake news (noticias y fotos falsas)- de la prensa hegemónica: unos anunciaron 90% de abstención, otros divulgaron fotos de nula participación con registrados gráficos anteriores a la apertura de las mesas…
¿Barajar de nuevo?
Desde hoy pueden constatarse importantes hechos que marcarán la nueva configuración de la política nacional: en la disputa entre participación y abstención, la conducta electoral se ha inclinado a favor de concurrir a los comicios, de modo que la lucha por el poder se mantiene anclada básicamente dentro de la horma del sufragio universal.
Pero, fogoneado desde Washington, Bogotá y Madrid, el rostro de la violencia sigue asomando intermitente. Fue por orden estadounidense que la delegación opositora se negó a firmar un acuerdo consensuado con el gobierno, tras varios encuentros en Santo Domingo, con mediadores internacionales.
El politólogo Leopoldo Puchi señala que el sector gobierno continúa moviéndose dentro de esos límites, lo cual es de suma importancia, más allá de las contravenciones que puedan señalarse. Del lado del sector oposición se ha producido una división, pero todo indica que ha tenido lugar un reordenamiento en el que pudieran predominar los partidarios de mantenerse dentro del esquema electoral.
Esta nueva configuración de la política venezolana se basa en el anclaje de la política en los mecanismos del voto; constitución de un nuevo segmento opositor con una identidad distinta a la la autodisuelta Mesa de Unidad Democrática (MUD) y la emergencia de un espacio “evangélico” político -similar al de otros países de la región- con el que no se contaba hasta ahora.
La alternativa no era nada clara, porque si ganara Falcón, perderían su sufragio quienes votaron por él, porque si Washington, la Unión Europea, el Grupo de Lima y Canadá hablaban en serio y no reconocerían los resultados y ese eventual triunfo.
Todo cambia, poco cambia
Poco cambia la situación del 20 al 21 de mayo. Sigue siendo dramática: bancos de EEUU han bloqueado (por orden presidencial) siete millones de dólares que Venezuela envió para pagar medicamentos para diálisis requeridos por miles de enfermos, mientras en el país se produjo el cierre de la trasnacional Kellogg’s, cuyos propietarios (o mandantes) abandonaron el país, y el gobierno debió decretar que los trabajadores tomaran la fábrica.
En este ambiente de acoso, hasta el gobierno de Guatemala se animó a negar las visas a los luchadores venezolanos que competirían en el campeonato panamericano.
Y mientras la jerarquía de la Iglesia en Nicaragua convocaba al Diálogo Nacional por la Paz, la Conferencia Episcopal ha estado desde hace tiempo promoviendo la crisis y azuzando la violencia.
El plan bélico estadounidense
Las amenazas de una intervención siguen: el plan Plan para derrocar la dictadura venezolana”, del almirante Kurt Tidd, comandante en jefe del Comando Sur estadounidense (cuya veracidad oficial está en duda) es atentatorio contra todos los acuerdos internacionales. Las cartas de la ONU y la de la OEA, señalan claramente que ningún Estado puede intervenir en las cuestiones internas de otro ni derrocar su gobierno.
Tidd insiste en él que “Es tiempo de que Estados Unidos pruebe, con acciones concretas, que está implicado en el proceso de derrocar la dictadura venezolana (…)” y admite que ese proceso no será cumplido por venezolanos, pues los opositores “no tienen el poder de poner fin a la pesadilla”, ya que “las disputas internas, la supremacía de los favoritismos particulares, la corrupción similar a la de sus rivales, su escaso arraigo, no les garantizan la oportunidad de aprovechar la situación y dar los pasos necesarios”.
Dijeron…
Dijeron -los dirigentes opositores financiados por Washington, Madrid y Bogotá, en permanente gira mundial y sus repetidoras del terrorismo mediáticos cartelizados- que Maduro es corrupto pero fue el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczinsky -uno de los fans del Grupo de Lima- el que debió renunciar por corrupción, en un país donde los últimos cinco presidentes están acusados de cohechos y sobornos,
Dijeron que Maduro es dictador pero el domingo hubo megaelecciones en Venezuela con todas las garantías mientras que el golpista Michel Temer en Brasil suprime la democracia y gobierna sin censuras ni críticas de los “demócratas”, sin haber sido electo por nadie, y mantiene preso a quien puede arrebatarle el gobierno por las urnas,
Dijeron que Maduro y varios de los funcionarios oficiales son narcotraficantes pero es la Colombia de Juan Manuel Santos la que -con severa protección, financiamiento y guión estadounidense- duplicó su producción de drogas para convertirse en el primer productor mundial. Un Santos sin credibilidad y más devaluados que el premio Nobel de la Paz, que quizá este año le toque a Trump o a Netanyahu.
Dijeron que hay crisis humanitaria, pero silenciaron que fue el gobierno de Santos (que recibió 18,5 millones de dólares de Washington con la excusa de ayudar a migrantes venezolanos y no a los siete millones de desplazados internos en Colombia) el que impidió una semana antes de los comicios que llegaran 400 toneladas de comida destinada a ser distribuida por los comités locales de abastecimiento (CLAP), un sistema de contingencia ante el bloqueo económico-financiero.
Dijeron que Maduro prohíbe a la prensa, pero en el México de Enrique Peña Nieto es donde asesinan más periodistas y candidatos a cargos electivos, y la prensa trasnacional y cartelizada no dice nada. Dijeron que todos los gobiernos del mundo son enemigos del de Venezuela, pero actualmente Maduro preside OPEP, ALBA, PetroCaribe, el Movimiento de No Alineados (180 países).
Dijeron que el 80% de los venezolanos están en contra de Maduro pero .. ese pueblo pequeño de 30 millones de habitantes que sabe que tiene muchos problemas, decidió conservar sus sueños, resolviéndolos a su manera, lo que ya, de por sí, es un mal ejemplo -dijeron los medios- para otros pueblos soberanos de la región.
Quizá todo se reduce a creer en aquella máxima de Juan Domingo Perón: la única verdad es la realidad. Claro que no lo dijo en épocas de Donald Trump y la posverdad.