Sometido por las armas en el siglo XIX y la implantación del modelo neoliberal en los ‘90, el pueblo mapuche es el punto de mayor radicalización de los muchos conflictos sociales que atraviesan a Chile. La reivindicación territorial, las evidencias sobre el rol represivo del aparato estatal y los cuestionamientos al capitalismo jerárquico ponen en jaque a las élites trasandinas.
La Araucanía, epicentro del auge y expansión de la industria forestal chilena, exhibe los peores indicadores sociales del país. El 27 por ciento de la población vive en situación de pobreza. El desempleo avanzó un 2,2 por ciento en el último año y trepa al 8,5 por ciento de la población activa. El ingreso medio de los ocupados es de apenas 380 mil pesos chilenos, la mitad del promedio nacional. Según el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, uno de cada cuatro hogares padece carencias en materia de salud, educación y vivienda.
En junio pasado, con la intención de descomprimir el malestar que impera en la región, Michelle Bachelet envió al Congreso el Plan de Reconocimiento y Desarrollo de la Araucanía. La cobertura periodística del “Plan Araucanía” -como se lo conocen en Chile- se centró en los incentivos económicos para las empresas que operan en la zona. La problemática que sufren los mapuches, el pueblo originario más numeroso del país -casi un millón de personas se consideran parte de esa cultura- tuvo un tratamiento marginal. Los grandes medios apenas si enumeraron otros aspectos de la iniciativa, como el reconocimiento de los derechos colectivos de la comunidad, la oficialización del uso del mapuzungún (la lengua mapuche), la creación del Ministerio de los Pueblos Originarios y la actualización del catastro de tierras y aguas indígenas.
La presentación de la iniciativa, que incluye el establecimiento del 24 de junio como el Día Nacional de los Pueblos Originarios, se concretó en el Salón Montt Varas de La Moneda. Allí, Bachelet cumplió el protocolo. Pidió perdón en nombre del Estado chileno por los “errores históricos contra la comunidad mapuche”. No faltaron los aplausos. La puesta en escena tuvo mucho de teatral. Ninguna de las medidas impulsadas cumple con las demandas de autodeterminación, desmilitarización y fin de la ocupación en el Wallmapu (país mapuche).
El acto ni siquiera pudo disimular el malestar de las pequeñas y medianas empresas que denuncian la posición dominante de las multinacionales que desembarcaron en la región en los ’90. En esos años, bajo la presidencia de Ricardo Lagos, las compañías extranjeras accedieron asociadas con grupos locales a grandes extensiones para desarrollar explotaciones forestales. Desde entonces, las comunidades mapuches se vieron afectadas no solo por la expansión forestal. La construcción de centrales hidroeléctricas como Pangue y Ralco en la zona fronteriza, el tendido de carreteras y la instalación por privados de cultivos de salmón en los lagos y costas marinas redefinieron en forma drástica el mapa de la región.
Una década después, el Departamento de Economía de la Universidad de Concepción ya señalaba que “la cadena de producción y comercialización del sector forestal afecta seriamente el crecimiento del sector y que, a pesar de generar impresionantes cifras macroeconómicas, no ha sido capaz de resolver el problema de la pobreza rural ni los graves problemas ambientales y sociales causados por las plantaciones de pinos y eucaliptos, cuyo principal efecto se aprecia en la escasez de agua en todas las comunas donde predominan las plantaciones forestales”.
Algunos números
La Araucanía tiene unos 31.850 kilómetros cuadros. Una superficie similar a la de Bélgica. Los bosques nativos suman 1 millón de hectáreas. La mitad son bosques adultos y el resto bosques jóvenes, también llamados renovales, en su mayoría producto del desmonte masivo por parte de las forestales y, en menor medida, para uso agropecuario. La actividad está dominada por un puñado de firmas; entre ellas las forestales Mininco y Arauco. Las plantaciones de pinos y eucaliptos -especies foráneas y de rápido crecimiento- se extienden en unas 483 mil hectáreas, casi un tercio del total de los bosques.
En ese contexto se inserta, por ejemplo, Celulosa Arauco. La firma es controlada por el grupo económico AntarChile, propiedad de familia Anacleto Angelini, una de las más ricas del país. El holding es el segundo productor mundial de pasta de celulosa y el primero a nivel global de paneles. Tiene cinco plantas en Chile y una en Uruguay. Además, es propietario de otra fábrica de celulosa en Puerto Esperanza (Misiones), un aserradero Puerto Piray (Misiones), una planta química en Puerto General San Martín (Santa Fe) y una de aglomerados en la localidad de Zárate. En su último balance, la compañía declaró 1,6 millones de hectáreas repartidas entre Chile, Brasil, Argentina, y Uruguay.
CMPC Maderas es otro de los holdings que opera en La Araucanía. La compañía, propiedad de la familia Matte –la tercera más rica detrás del Grupo Luksic y del holding Cencosud Horst Paulamnn- posee cinco filiales; entre ellas la Forestal Mininco, además de CMPC Celulosa, CMPC Papeles, CMPC Productos de Papel y CMPC Tissue. En total, registra activos por 9 mil millones de dólares y ventas por otros 3 mil millones. Su mayor riqueza proviene de las 794.000 hectáreas administradas por Mininco (540 mil con plantaciones de pinos y eucaliptos en el centro-sur de Chile y en el norte de nuestro país).
El grado de concentración es notorio. Celulosa Arauco y CMPC Maderas son las dueñas de todas las plantas de celulosa que existen en Chile. Sumadas a Hancock Chilean Plantations (62.000 hectáreas de tierras y 32.500 hectáreas plantadas) concentran el 36 por ciento de los viveros forestales, el 64 por ciento de las plantaciones, el 26 por ciento de los aserraderos, el 37 por ciento de la producción de astillas, el 75 por ciento de los tableros y el 81 de la producción de papel y cartón.
La concentración afecta no solo a las comunidades mapuches. También impacta en las pymes y en los consumidores. Un pequeño ejemplo: el publicitado caso del Confort-Gate en 2015, donde quedó demostrado que CMPC y el gigante sueco Svenska Cellulosa Aktiebolaget fijaron los precios y manejaron en forma discrecional el mercado del papel higiénico durante una década.
Lo que en juego es mucho. El sector forestal exportó en 2016 unos 5.220 millones de dólares. Unos 340 millones se originaron en La Araucanía. La actividad ocupa unas 14 mil personas en forma directa. En su mayor parte empleados por las grandes compañías y unos 250 aserraderos grandes y mediados. El resto de la demanda laboral se origina en empresas móviles de pequeña capacidad productiva que emplean trabajadores en forma temporal, casi todos informales. Los llamados “contratos de palabra”, según la terminología de la estadística oficial chilena. Una de cada seis familias depende de la actividad.
“La pacificación de la Araucanía”
El conflicto entre el Estado chileno y la comunidad mapuche comenzó en mediados del siglo XIX. Fue un proceso muy similar al que se registró en nuestro país a partir de la presidencia de Nicolás Avellaneda, cuando Adolfo Alsina desde el Ministerio de Guerra dio por terminada la estrategia de negociar tratados de paz con algunos caciques. Desde entonces, la nacionalización de la política de frontera pasó a considerar al indio como un competidor a eliminar. Un enemigo que expropiado de su tierra será de allí en más considerado como un extranjero vencido en la guerra.
En Chile, el ejército sometió a los mapuches entre 1861 y 1883. Las élites y la historiografía oficial trasandinas lo llamaron “la pacificación de la Araucanía”. La estrategia osciló entre el hostigamiento y la abierta represión ante cualquier intento de resistencia. Hoy, en la región habitan poco más de 1 millón de personas. Menos del 10 por ciento de la población de Chile. Los mapuches que no emigraron a zonas urbanas residen en pequeñas comunidades que ocupan menos del 15% de la superficie de la región. Son unas 100 mil personas que exhiben carencias básicas.
Fernando Pairican explica que en las comunidades en conflicto la policía lo controla todo. Tercera generación de mapuches e historiador egresado de la Universidad de Santiago, Pairican traza y analiza en Malón, la rebelión del pueblo mapuche 1990-2013 las líneas fundamentales del conflicto entre los mapuches y los chilenos que se reivindican integrantes del mundo global y moderno. El texto da cuenta del surgimiento del movimiento de resistencia. También del proceso que lo llevó desde la década del ’90 a ocupar un espacio central en la política chilena con la constitución del Aukiñ Wallmapu Ngulam (Consejo de todas las Tierras) y de la Coordinadora Arauco-Mapuche (CAM).
El autor señala que a partir de ese momento comenzó una reescritura de la historia mapuche con contenidos ideológicos hasta entonces ausentes. El proceso generó el reclamo más trascendental y perturbador para las élites: el derecho a la autodeterminación. Pairican subraya las alianzas entre el Estado y el empresariado para neutralizar el avance del reclamo en el marco de las transformaciones estructurales que el modelo neoliberal llevó al Wallmapu.
Desde esta óptica, la experiencia del despojo neoliberal que sucedió a la estrategia “pacificadora” fue un factor determinante para el resurgimiento de la toma de conciencia y la consolidación de un movimiento que sumó a la reivindicación territorial el reclamo por la autodeterminación. El libro subraya que desde entonces no ha existido una sola estrategia. Desde el Consejo de Todas las Tierras, pasando por la CAM y la Identidad Territorial Lafkenche, Pairican reconstruye las dos vías predominantes. Una institucional y negociadora; y otra rupturista, que reivindica radicales, incluso violentas.
“Hay un mirada racista sobre el pueblo mapuche. Por una cuestión ideológica no aceptan el derecho a su autodeterminación. La demanda pone en jaque aspectos cruciales del Estado chileno, como el modelo extractivo y el centralismo político. Hay una élite económica, en especial en La Araucanía, donde el mundo ideal es el mundo del latifundio, donde ellos mandan y el mapuche obedece”, dice el investigador.
La lectura enfatiza el apoyo de los grandes medios de comunicación a la política oficial y la forma en que contribuyen a la criminalización de la protesta social. Las posturas críticas son marginales. En 2015, un informe del experto Luis Adolfo Breull para el Consejo Nacional de Televisión de Chile señalaba que los cuatro principales operadores en cada sector de los medios concentraban más del 90% del mercado. En la prensa gráfica, los diarios El Mercurio y La Tercera se quedaban con el 98%.
Pairican, además, propone una revisión de las estrategias adoptadas por la militancia mapuche. “El pueblo mapuche ha radicalizado ciertas políticas. Esa radicalización ha generado una política de seguridad que el movimiento ha sido incapaz de revertir de manera política, miliciana e ideológica. Tenemos hoy una militarización que sigue generando nuevos espacios de dominación”. Un ejemplo: la inauguración a principios de este año en Temuco de un cuartel de la Policía de Investigaciones de Chile (PDI).
Operación paciencia
¿Cómo procuró la élite chilena neutralizar el resurgimiento de la resistencia mapuche? Para entender el proceso es necesario hacer foco en los primeros meses del gobierno de Lagos. La coalición gobernante prometía llevar a Chile al primer mundo. El neoliberalismo estaba en auge y se intensificó en La Araucanía una política de represión y violación de los derechos más elementales. El diseño general estuvo en manos del entonces subsecretario del Interior, Jorge Correa Sutil. La intención: desarticular la CAM. La estrategia implicó la redefinición del enemigo interno sobre la base de las categorías y estereotipos utilizados por la Doctrina de Seguridad Nacional en los ’60 y ’70.
La antigua militancia de unos pocos miembros de la CAM en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez y en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria se constituyó en un argumento central que buscó justificar el “carácter terrorista” de la coordinadora. El trabajo de inteligencia y represión, primero eludido y luego justificado por El Mercurio y La Tercera, tuvo el abierto apoyo de la Corporación de la Madera, la Sociedad Nacional de Agricultura y la Sociedad de Fomento Fabril. La puso en marcha la por entonces flamante Dirección de Inteligencia de la Policía de Carabineros (Dipolcar). Lo bautizaron Operación paciencia. Sus agentes provenían de la disuelta Dirección de Inteligencia y Comunicaciones de Carabineros creada en 1983, a su vez heredera de la estructura del Servicio de Inteligencia de Carabineros (Sicar) de Pinochet.
La persecución se sustanció entre 2000 y 2003. Un año antes, una comisión del Ejército había señalado “el problema étnico” como “un foco que podría afectar la Seguridad Nacional”. El accionar de los servicios de inteligencia quedó amparado por el secreto de Estado. Los grupos empresariales y los propietarios privados, entre ellos Eleodoro Matte, presionaron para que se aplicara la Ley Antiterrorista. A comienzos de 2004 se iniciaron los primeros juicios.
Los procesos por “terrorismo” fueron doce y se acumularon en cuatro expedientes emblemáticos: el caso Ancalaf -por “incendio terrorista” en Alto Biobío-; el caso Lonkos -por “amenaza terrorista” contra un latifundista de Traiguén-; el caso Poluco Pidenco -por “incendio terrorista” de un predio de la Forestal Mininco-; y el caso CAM en Temuco -por “asociación ilícita terrorista”-. Además, el gobierno impulsó otras 80 causas penales contra 209 mapuches. La ofensiva fue exitosa. La CAM quedó desarticulada y la emergencia indígena perdió fuerza.
Las denuncias por las irregularidades cometidas durante los procesos llegaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2011. Tres años después, el tribunal condenó al Estado chileno por “faltas al debido proceso”. Durante la revisión quedó demostrado el uso de testigos sin rostro, la aplicación discriminatoria de la Ley antiterrorista como herramienta de criminalización y las prácticas intimidatorias de los agentes de inteligencia. Las condenadas a los líderes y activistas mapuches quedaron anuladas.
El capitalismo jerárquico
Ben Schneider es politólogo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Su trabajo más reciente hace foco en las economías de América latina. La pregunta que atraviesa su investigación es sencilla: ¿por qué a pesar de la riqueza que acumulada en algunos sectores de los países de la región, la economía no despega? Sus respuestas están en Capitalismo Jerárquico en Latinoamérica (2013, Cambridge University Press). Según Schneider, la poca variedad de productos que produce la región y el escaso valor agregado son consecuencias de los grandes conglomerados familiares.
Chile es un caso paradigmático. El autor afirma que el país exhibe un número desproporcionado de grandes firmas con relación a su Producto Interno Bruto. La mayoría de esos grupos tiene presencia en tres o cuatro sectores básicos. Los ejemplos: los grupos Matte (forestal, minería, energía y banca), Angelini (forestal, minería, pesca y combustibles) y Luksic (minería, energía, bebidas y banca). Schneider los llama “grupos diversificados” y sostiene que la experiencia internacional indica que obstruyen la aparición de nuevas empresas, además de retrasar el avance tecnológico.
Su tesis remarca que el poder que exhiben sobre la sociedad es tan grande que tienden a transformarse en monopolios u oligopolios. Chile, según el investigador del MIT, es un caso típico de grandes empresas controladas por unas pocas familias. Estos conglomerados deciden qué se exporta y cómo se organiza el acceso al capital, a la tecnología y a los mercados. Un terreno fértil para los casos de colusión. Además, la posibilidad de corrupción se acrecienta porque muy pocos se benefician actuando en sectores regulados por el Estado.
Se produce así una política silenciosa. Para evitar cambios, los grupos invierten enormes sumas en la construcción de candidatos y en modelar la opinión pública. El resultado es la perpetuación de los ámbitos privilegiados de acumulación. Este factor explicaría por qué los holdings que operan en el sector forestal no aprovecharon el boom de las materias primas para transformarse en grupos al estilo Nokia. “Para ese tipo de grupos –escribe Scheneider-, las alzas en los precios de las materias primas se vuelven una tentación irresistible para invertir más en commodities y reforzar su estrategia de desarrollo en el sector primario”.
El mismo problema, la misma respuesta
El fallo de la CIDH que dio por tierra con los juicios por “terrorismo” iniciados contra líderes y militantes de la CAM señaló que las causas profundas de la violencia debían ser abordadas por el Estado chileno cumpliendo compromisos como la protección de los territorios indígenas, la implementación de mecanismos eficaces de restitución de tierras, la participación política y la consulta de medidas susceptibles de afectar a las comunidades. La sentencia, además, instó al gobierno a respetar la autonomía de los pueblos originarios en sus asuntos internos. Ninguno de los puntos se cumplió.
Quince años después, la respuesta de la élite se repite. En marzo pasado, el ministro del Interior, Mahmud Aleuy, durante la inauguración del cuartel de la PDI en Temuco, advirtió que el gobierno volverá a aplicar la Ley de Seguridad Interior contra los miembros de la CAM (14). La decisión se debe a los dichos que señalan que miembros de la coordinadora habrían reivindicado el sabotaje que el 12 de marzo incendió 19 camiones de la empresa Trans-Cavalieri estacionados en un galpón sobre la ruta que une Temuco con Lautaro (15). En semejante contexto, la promocionada iniciativa presentada por Bachelet parece más una respuesta de compromiso que una solución de fondo a un reclamo histórico.