El noroeste de Colombia, el departamento de Chocó limita con Panamá, el Mar Caribe y el Océano Pacífico. Las selvas del Darién y las cuencas de los ríos Atrato, San Juan y Baudó terminan de definirlo como un territorio estratégico. El Cártel del Golfo y el Ejército de Liberación Nacional se disputan la región. Asesinatos, desplazamientos y miles de personas confinadas es la guerra que sufren los chocoanos ante el silencio de los medios y la inacción de las autoridades.

Nuestro desafío es sobrevivir el día hasta la noche”, dice una lideresa juvenil en la ciudad de Quibdó cuando cuenta la forma en que su ciudad está bajo fuego. Según la gobernación, durante las primeras semanas de este año fueron asesinados catorce jóvenes y al menos 60 mil personas estuvieron confinadas en la zona rural aledaña, según estiman las organizaciones humanitarias. Los habitantes de la región viven entre barreras invisibles, robos, reclutamientos y extorsiones. Como dicen ellos mismos: “Los niños tienen que ir derecho de la casa al colegio y al revés, porque muchos jóvenes se pierden por el camino o son reclutados por grupos armados”.

La tragedia que sufre el departamento apenas aparece en los medios de comunicación. Y las autoridades no dan respuesta. En el área de Quibdó y en otras zonas del departamento, la vida diaria está sujeta a una violencia de baja intensidad, pero de alto impacto. Cinco años después de la firma del acuerdo con las FARC [1], la promesa de tranquilidad sigue lejos de cumplirse para esta región tan duramente afectada por el conflicto de las últimas décadas. En definitiva, la guerra está de vuelta en el Chocó y esto ha producido la peor crisis humanitaria de los últimos quince años, según las cifras de la Defensoría del Pueblo.

El ELN contra el Clan del Golfo

Para los grupos armados, el Chocó es atractivo por sus rutas fluviales, por su frontera con Panamá y por el fácil acceso a Mar Caribe y al Océano Pacífico. La escasa presencia de las instituciones oficiales facilita los movimientos clandestinos. Y aunque esta realidad no ha cambiado desde la firma del acuerdo, según un analista de la zona “nunca ha habido tantos hombres armados como ahora”. La reconfiguración del conflicto en Chocó empezó pocos meses después de firmarse el acuerdo. Algunos desplazados volvieron a sus tierras y festejaron la navidad de 2016, pero la violencia no tardó en volver:

En 2017, el ELN pasó de tener presencia en seis municipios a controlar diecinueve. Su expansión fue “prácticamente simultánea” al abandono de las armas por parte de las FARC. Al mismo tiempo, el Clan del Golfo se lanzó a controlar las rutas fluviales desde su base en Urabá, en Antioquia. Al principio, los miembros del Clan entraron por las zonas históricas de despliegue: Carmen del Darién, Río Sucio y Bojayá. Vestidos con uniformes camuflados o negros tomaron pueblo tras pueblo hasta controlar la subregión de Darién y una gran parte del Atrato. Desde allá, arrancaron hacia la subregión del Baudó.

La pelea por el control territorial entre el ELN y el Clan del Golfo se está calentando cada vez más. Desde agosto han aumentado los choques entre ambos grupos en zonas rurales del departamento, más específicamente en la subregión de San Juan. El Clan parece tener la ventaja militar y hoy en día manda en gran parte de la zona rural del departamento y en casi todos los cascos urbanos. Tan pronto el Clan consigue el control militar de un territorio procede a consolidar su presencia económica y social utilizando una mezcla de violencia y ofertas tentadoras: entrega salarios y regalos a cambio del silencio de la comunidad, y amenaza, desplaza o mata a líderes o activistas que ponen en duda su autoridad. Por su parte, el ELN se aferra al territorio que le queda y también recurre a la mano dura.

El confinamiento

Las comunidades quedaron en medio de un fuego cruzado, pero esta vez no hicieron lo que antes habían hecho: abandonar sus tierras para engrosar el número de desplazados. Esta vez optaron por encerrarse. “Hemos logrado, al menos, que la gente se quede en el territorio para defenderlo -dice un líder campesino-. Pero hay días que toda la comunidad tiene que rebuscarse la comida, porque claro, el mercado se acaba”.

Al principio, el confinamiento fue una herramienta de resistencia, pero después los grupos armados empezaron a usarlo para sus propios intereses. Por ejemplo, cuando el Clan del Golfo entra a una vereda controlada por el ELN, los guerrilleros ordenan que la comunidad se confine para usarla como escudo humano y evitar la toma del pueblo. A veces, uno de los dos grupos instala minas alrededor de la vereda, para impedir que entren sus rivales.

Sin acceso a sus cultivos, a los ríos y al transporte, pronto la comunidad se enfrenta a una crisis alimentaria, de salud, e incluso cultural, ya que se pierden las formas de vida tradicional.

La guerra unilateral del Estado

La fuerza pública se ha dedicado a debilitar al ELN en lugar de proteger a las comunidades. A su vez, la muerte de los líderes de la guerrilla ha hecho que se degrade su relación con las comunidades. Según la Defensoría del Pueblo, una crisis de liderazgo en el ELN habría contribuido a la ruptura del pacto que repartía San Juan e Istmina entre los grupos armados presentes en ambas zonas. Hoy en día, el sur del Chocó está viviendo el resultado de esta ruptura. Desde agosto de 2021, el conflicto se extendió hacía el extremo sur, donde el ELN tenía su último refugio en la región de San Juan. En esas zonas de influencia del ELN, el grupo se ha impuesto sobre las Juntas de Acción Comunal. Recluta niños desde los doce o trece años y la violencia cotidiana está normalizada.

La violencia “invisible” en la ciudad

Mientras tanto, Quibdó se ha vuelto un campo de batalla. Durante años, la ciudad ha recibido olas de desplazados y por eso proliferan los barrios informales. Esto ha sido una oportunidad para los delincuentes: las extorsiones, el sicariato, el microtráfico y los robos son el pan de cada día. En su intento por controlar la ciudad, tanto el ELN como el Clan del Golfo se alinearon con bandas criminales, como “los Mexicanos” y “los Urabeños”. Según la iglesia católica, al menos 214 jóvenes fueron asesinados en Quibdó en 2021. Las organizaciones de la sociedad civil aseguran que el número es mayor.

“Los Mexicanos son caóticos. Amenazan, desplazan y matan”, explica un religioso de uno de los barrios de la ciudad. “Con el Clan no hay extorsión, sino una provisión de seguridad. Paran la delincuencia y evitan que haya homicidios, porque eso hace ruido, y el ruido llama la atención de las autoridades. Su interés es mantener la calma”, dice el sacerdote. Según él, el Clan del Golfo pide tres cosas de la comunidad a cambio de imponer la calma: un aporte de entre 5 y 8 mil pesos por hogar cada ocho días, acceso a las casas del barrio para los miembros del grupo y silencio.

Por esa razón, la violencia no desaparece, sino que se vuelve invisible. Los niños y niñas son reclutados, desde los ocho o nueve años como “campaneros”: vigilantes del barrio que informan sobre cualquier novedad. También se rumorea mucho sobre la violencia sexual, aunque nunca hay certezas porque una denuncia de violación trae como consecuencia una amenaza de muerte. Además, muchas mujeres dependen económicamente de sus compañeros sentimentales, por lo que tienen que tolerar abusos sexuales contra ellas o sus hijas.

Entre la vida y el peligro

Algo parecido sucede en las zonas rurales, donde los miembros del Clan del Golfo aparentan ser un ejército de ocupación benévolo. En la navidad de 2021, el Clan organizó un “concurso de luces” y asignó un presupuesto para decoración a cada pueblo. El ganador recibió una vaca como premio. Según las comunidades, el Clan celebra torneos de fútbol y hace que los ladrones hagan labores comunales como castigo. Con promesas de salarios de alrededor un millón de pesos mensuales, el Clan es el empleador preferido de la localidad y puede escoger gente con experiencia. Una fuente de seguridad confirma que un gran porcentaje de los miembros del Clan han prestado servicio militar.

El Clan también les cobra impuestos a las principales empresas de la zona, en su mayoría mineras y forestales. También a los cultivadores de coca y, al parecer, controla directamente su cultivo, cuya siembra se ha extendido hacia zonas donde nunca antes había habido, como en el Medio y Bajo Baudó y en Bojayá. “Han logrado dos cosas que ningún Estado ha sido capaz de hacer: imponer impuestos y ofrecer justicia”, explica un analista regional. Aun así, el precio que pagan las comunidades es sumamente alto.

Las autoridades étnicas que pretenden mantener sus culturas y sistemas de autogobierno están particularmente expuestas. Tanto el ELN como el Clan del Golfo han dificultado el contacto de las autoridades étnicas locales con sus contrapartes departamentales. Amenazan a los líderes hasta desplazarlos e instalan líderes cercanos a sus propios intereses en los Consejos Comunitarios y las Juntas de Acción Comunal. Los líderes indígenas que se han resistido a tener cultivos ilícitos en sus resguardos también han recibido amenazas.

Algunos integrantes de las organizaciones humanitarios aseguran que la situación de confinamiento es aún más grave de lo que parece. La inseguridad alimentaria es el riesgo más visible, pero la falta de acceso a los cultivos, los ríos y las plantas de medicina tradicional también implican una pérdida de tradiciones y formas de vida que no se recupera fácilmente. Además de la pérdida de líderes, por asesinatos o desplazamientos, esto ha resultado en que la comunidad tenga cada vez menos capacidad de actuar.

Frente a todo lo anterior, el Estado colombiano se limita a acciones superficiales: por ejemplo, persigue a los grandes líderes del ELN, pero admite que es imposible controlar los ríos o incluso muchos cascos urbanos pequeños. “Los grupos armados han vuelto a ser el Estado, la autoridad -dice una oficial humanitaria-. Uno siempre está entre la vida y el peligro”.

 

[1] El 4 de septiembre de 2021, el entonces presidente Juan Manuel Santos confirmó públicamente que las negociaciones con las Farc comenzarían en octubre de ese año en Oslo, Noruega. El 31 de octubre de 2017, el Consejo Nacional Electoral reconoció la personería jurídica del partido político de las Farc, legalmente constituida como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, y el primero de noviembre de ese año, lanza su candidatura presidencial Timochenko.

Nota. Elizabeth Dickinson, autora de este artículo, se desempeña como analista senior para Colombia de International Crisis Group. Su trabajo se enfoca en el seguimiento del conflicto y la puesta en marcha del Acuerdo de Paz.

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