Las masivas y continuas protestas en Chile indican el surgimiento de un nuevo “estado” social, donde los individualismos han sido, hasta cierto punto, superados. Sin embargo, aún hay magma acumulado en las capas internas del pueblo. Y por lo mismo, las acciones del poder sólo han puesto más presión a la caldera acumulada, aumentando el malestar social que las elites son incapaces de escuchar.

En una sociedad de estructuras, como la chilena, lo abrupto y violento del estallido social ha producido perplejidad y desconcierto. El jueves 17 de octubre de 2019, el Presidente Piñera manifestaba su tranquilidad y regocijo con el ambiente país, denominando a Chile un “oasis” dentro de América Latina. La metáfora fue producida y re-producida en varios medios internacionales.

Pocas horas después, comenzaría una serie de protestas que desembocarían en un verdadero terremoto político y social. El gran panóptico comunicacional denominado “medios de comunicación” mostraría, aquella noche, como se incendiaba un gran edificio en el centro de Santiago. Aquella imagen del fuego sin control, coronada con el logotipo de Enel de trasfondo, mostró por primera vez que lo que sucedía en aquel momento no se encontraba dentro de los parámetros normales del oasis denominado Chile.

A aquel fuego simbólico concreto lo seguiría la masiva destrucción del Metro, tren subterráneo erigido como el orgullo de Santiago. El “fuego purificador” parecía haber colmado las calles, alzándose barricadas en cada esquina, en cada pasaje, en cada barrio. Se vivió un sentimiento festivo, de re-encuentro, en donde el individualismo posesivo tan propio de nuestras sociedades posmodernas parecía ser derribado, como un gran manto de ignorancia reciproca del cual la sociedad despertaba.

Sin embargo, el clamor popular canalizado en protestas pacíficas fue lentamente derivando en violencia. A la represión policial le siguió el Estado de Excepción, con militares en las calles. Desde 1987 que dicho estado constitucional no era invocado, lo que agravaba el cuadro de incertidumbre y malestar. En pocos días aparecieron los saqueos a supermercados, lo que derivó en el hondo temor del desabastecimiento, herida social aun latente desde el golpe militar de 1973.

La pulseada entre Gobierno, rostro visible del poder oligárquico por un lado, y el pueblo en ebullición en el otro extremo, se decidió en 5 días cruciales. La semana del 21 al 25 de octubre mantuvo en tensión a los distintos aparatos de dominación, así como a la masa social que lentamente se estaba articulando en pueblo. Al terror orquestado por el poder, se le respondió con poder convocante, constituyente, coronando el proceso de movilización con la mayor expresión de poder popular en la historia del Chile actual: más de un millón y medio de manifestantes en Plaza Italia, centro neurálgico de protesta social en Santiago. Millones marchando en regiones. Cuadro de efervescencia social que dejó en un estado de parálisis al gobierno.

Pocos días después, se ha jugado al “retorno a la normalidad”. Sin embargo, es reconocido el sentimiento entre la totalidad de la población que nada puede volver a ser normal como lo era antes. Ya sea a través de la negación y ocultamiento de lo sucedido. O quizás a través de la manipulación y distorsión del acontecimiento. Lo cierto es que Chile “ingresó” en un nuevo “estado” social, donde los individualismos han sido, hasta cierto punto, superados. Explotó el volcán. Sin embargo, creemos que aún hay magma acumulada en las capas internas del pueblo. Y por lo mismo, las acciones del poder sólo han puesto más presión a la caldera acumulada, aumentando el malestar social que las elites son incapaces de escuchar.

Como reflexionó el gran Norbert Lechner al inicio de la transición democrática chilena, “los silencios y murmullos de la calle” no han sido escuchados, acumulando una deuda de justicia que ahora revienta frente a una clase privilegiada convertida en oligarquía y que enceguecida por sus ansias de poder, se ve sorprendida por la rabia acumulada del pueblo.

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