Una crónica que empieza en el salar de Uyuni, sigue en La Paz el día de las elecciones, transita un almuerzo de los veedores de la OEA que ni siquiera salen del hotel cinco estrellas donde están alojados y abre las puertas al dolor boliviano.

El salar de Uyuni recuerda a un lago prehistórico y se eleva en el centro de los Andes como el mayor del mundo, abarcando casi once mil kilómetros cuadrados de un espejo blanquecino donde resulta difícil diferenciar entre sol y sal. Su espectacularidad le dio una bien ganada fama que lleva a muchos extranjeros a buscar su mística energía desde Incahuasi, la isla central, dónde se puede capturar el rastro del deseo, como un espejismo.

La sal, se sabe, resulta letal arrojada sobre una herida abierta. Bolivia es hoy esa herida y sobre ella parece descargarse toda la luz de Uyuni. Pero esa herida conoce una historia poco comentada aún por quienes dicen frecuentar sus fisuras. O bien, las callan.

Llegar a una ciudad, cualquier ciudad, un domingo por la mañana tiene un dejo extraño. Se sabe que esa ciudad en ese momento tiene otro pulso, hay silencios sospechosos, todo adquiere otro ritmo. Si además esa ciudad está a una altura considerable y ese domingo hay elecciones, entonces todo se torna más bizarro aún. El domingo 20 de octubre hubo elecciones en Bolivia y la advertencia fue categórica: no hay nada. Nada significa nada. Ni transporte, ni heladerías, ni farmacias. Nada.

Algo sí existía, quizás común a cualquier acto electoral, pero en este se agudizaba en forma particular. La incertidumbre por el efecto que podía tener una nueva reelección de Evo Morales cuando no estaba permitida constitucionalmente, llamó a un plebiscitó, lo perdió y luego apeló al Tribunal Electoral aduciendo que “la reelección era un derecho humano”, quien al fin lo habilitó. Pero el daño constitucional estaba hecho y sus adversarios pensaban sacar todo el partido posible de ello.

A falta de otra posibilidad –todo estaba herméticamente cerrado, como si La Paz fuera una monumental ciudadela fantasma–, se decidió el almuerzo en el Hotel Casagrande, ubicado en el elegante barrio de Colacoto, al sur de la ciudad. Se trata de un alojamiento cinco estrellas, bien preparado, que ofrecía un buffet libre cosmopolita y sustancioso. En un espacio con techo de cristal y algo caluroso, una mesa llamaba la atención: hombres y mujeres (pocas) departían relajados, risueños, mientras los platos se sucedían y todo era bien regado con un excelente tannat de Tarija. Los involucrados eran nada más y nada menos que los veedores comisionados por la OEA, comandados por el ex canciller de Costa Rica, Manuel González.

A último momento, se comentó con discreción, desistió de asistir el responsable máximo, el uruguayo Luis Almagro. El hecho llamó no poco la atención, dado que hasta semanas antes había estado a los abrazos con Evo. Sin dudas, Almagro sabía lo que se venía. O no podía tolerar que Bolivia le compitiera con el tannat. La comitiva se explayó en una larga sobremesa, dialogando amablemente y las risas continuaron.

Cuando la luz del día comenzó a caer y las urnas cerraron sus bocas, las casas de El Alto comenzaron a llamar una esperanza. Morales iba adelante, pero inesperadamente algo ocurrió: la Presidenta del Tribunal Superior Electoral, María E. Choque Quispe, en un acto de sublime torpeza, interrumpió el conteo. Pero fue ella quien lo interrumpió, no Evo. Los datos recogidos hasta ese momento, por cierto, no daban una superioridad excesiva favorable a Evo –lejos del 64% de la elección anterior–, pero esto era debido a que los votos de las zonas rurales profundas, donde Morales tiene amplia mayoría (como por ejemplo el Beni y otros) demoran mucho más en llegar que los de zonas urbanas, como Sucre o Santa Cruz, fortalezas opositoras. Claro, faltaba calcular todos los votos donde seguro ganaba el MAS. No es una estrategia de extrañar. Lo mismo hizo Macri en las Legislativas (donde nos fuimos a dormir con Cristina perdiendo y despertamos con ella ganadora).

Ese mismo domingo, al cabo de la suspensión, la OEA da a conocer un documento donde “mágicamente” declara que hubo fraude (¿cuando tuvieron oportunidad de verlo? ¿Desde el hotel Casagrande?), y que era necesario ir a una segunda vuelta. Ese documento, completamente tendencioso, comparaba a Bolivia con Venezuela y Cuba y sostenía que el organismo “certifica la victoria en primera vuelta de Evo Morales, actual presidente de Bolivia y candidato a la reelección en los comicios del 20 de octubre, pero cuestiona de acuerdo a modelos estadísticos, que Morales obtuviera el 10 por ciento de diferencia para evitar una segunda vuelta.” Es decir, cuestiona la mayoría debido a “modelos estadísticos” antes que se diera a conocer el recuento final.  Otros observadores, algo más “objetivos”, como un sueco representante de la Unión Europea apellidado Uggla (que significa “búho”, y por tanto sabiduría), señaló “no haber visto ninguna anomalía particular más allá de las particularidades locales”.

Es curioso, porque el celo profesional de la OEA, que con tanta pureza se custodia en Washington, hasta el momento, nunca se expresó sobre los hechos actuales en Chile, como tampoco antes en Ecuador y aún menos sobre Bolsonaro y la maniobra fraudulenta con el juez Moro, su actual ministro de Justicia, para eliminar a Lula de las elecciones. Misterio. Esos hechos, ni antes ni después, fueron advertidos por la máxima Organización de Estados Americanos.

En tanto, Evo, el 21 de octubre y ante la arremetida diplomática que despertó las suspicacias de sus opositores, dio una conferencia de prensa afirmando que los días de la colonia habían terminado hace rato (parece que no) y que la OEA no tenía ninguna jurisdicción para llamar a una segunda vuelta que, de acuerdo a lo que marca la Constitución boliviana, es patrimonio exclusivo del Tribunal Superior Electoral.

Las cifras definitivas demostraron que, aún con poco (47,08%), Evo había ganado en primera vuelta. Mesa no tenía fraude que demostrar, más allá de su palabra y sus buenas intenciones. Pero por las dudas, insistió. Más allá de Carlos Mesa (FRI – Comunidad Ciudadana, 36,51%), la oposición era un arco variopinto donde el pastor evangélico de origen coreano Chi Hyun Chung se llevó un inesperado 8,78% que sumados podían dar alguna esperanza en segunda vuelta.

Evo fue entonces un paso más allá, y autorizó a la OEA a que hiciera una auditoría para confirmar la legitimidad de la elección. Y ahí sí, viéndose perdidos, las burguesías de Santa Cruz (para variar) y Cochabamba comenzaron a agitar el latiguillo del fraude en el que nadie creía del todo, salvo los medios opositores que, vaya novedad, se plegaron con toda la fuerza. Se llamaba a “paros cívicos”, auténticamente tragicómicos viendo la experiencia con los ojos de Buenos Aires: al menos en La Paz, quienes cortaban calles eran adolescentes y pequeños grupos de personas claramente identificables como de las clases más pudientes, que se sumaban a la protesta como si fueran a un picnic (existen documentos gráficos que lo prueban; incluso una funcionaria de la ONU declaró que fue interceptada por una de las manifestantes ataviada con una capelina y desde una reposera). Donde tenían más fuerza era en barrios como Socopachi, San Miguel u otras coquetas localidades del sur. En el centro, por ejemplo, cerca de la iglesia San Francisco o por la avenida del Prado, la gente seguía con su vida cotidiana. Los teleféricos, esa maravilla que transforma la urbe en un dibujito de los Supersónicos, iban y venían indiferentes a la revuelta. Una “revuelta” que costaba identificar: comparada con un piquete de Barrios de Pie u otras organizaciones sociales, las intervenciones se parecían más a la reunión por un cumpleaños infantil. Pero lo mismo sucedía con los interceptados: los vehículos que se veían detenidos por una simple cinta elástica, sin discutir, daban la vuelta y buscaban otro camino. Lo intempestivo de las reacciones porteñas parecían ausentes en la protesta paceña.

La última movida de la OEA fue, no hace tanto, pedirle a Evo que llame a elecciones para evitar un derramamiento de sangre, al lo que Evo, una vez más, accedió. Ya era tarde: las burguesías locales decidieron hacer lo que hacía mucho soñaban, esto es, llamar a los cuarteles. Por las dudas, en una primera instancia, a la policía. Y aparecieron verdaderos esperpentos, como Luis Fernando Camacho, abogado y empresario con causas abiertas de corrupción, quien afirma que no le “gusta la política” y que “Bolivia le pertenece a Cristo”, un profundo xenófobo y troglodita a lo Bolsonaro, para copar la escena pública a falta de figuras opositoras –de hecho, Mesa quedó opacado por él.

Pero había algo más: la liberación de Lula, el triunfo de les Fernández, la inestabilidad de Pineda, hizo que EEUU no se pueda permitir seguir descuidando su patio trasero. Acusó a la Bolivia de Evo de ser desestabilizadora (para colmo, Evo firmó un importante acuerdo para la explotación de litio con Alemania y China), socio de Siria, Cuba y Venezuela. Ahí instruyó a sus lacayos para que procedieran. La OEA hizo un gesto afirmativo. El tannat es muy bueno.

El dolor de una gigantesca piedra de sal en la herida es lo único que queda…

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