En 2013, el gobierno colombiano suscribió un acuerdo de cooperación en materia de seguridad e información con la OTAN. En febrero pasado, el presidente Iván Duque se reunió con el secretario general de la alianza atlántica, Jens Stoltenberg.
Mucho se ha discutido con la crisis de Ucrania sobre la OTAN y su expansión hacia el este, producida tras el fin de la Guerra Fría y la disolución del bloque soviético; en particular desde la incorporación a la alianza militar atlántica de Polonia, Hungría y República Checa en el año 1999, hasta llegar al álgido conflicto del Donbás en 2014. Pero poco se habla de su expansión hacia el oeste, más precisamente hacia América Latina y el Caribe.
En 2013 el gobierno colombiano suscribió un acuerdo de cooperación en materia de seguridad e información con el organismo, para formalizar en 2018 su incorporación como “socio global”. El único del continente en sentido estricto, considerando que la Guayana Francesa -el otro territorio formal de despliegue atlantista-, es un territorio no soberano dependiente de Francia y un sitio en donde se emplaza la importantísima base aeropacial de Kourou. Aunque el estrechamiento de los lazos entre Colombia y la OTAN no implica una membresía plena -dado que los estatutos de la asociación limitan la incorporación efectiva a Estados Unidos y las naciones europeas- esta asociación no está exenta de importantes consecuencias políticas y geopolíticas.
El septagenario organismo aparece hoy, junto con el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), como uno de los tratados militares vigentes más antiguos del mundo, y como una auténtica rémora de la Guerra Fría en pleno siglo XXI. Hecho curioso considerando los 30 años cumplidos desde la finalización del conflicto.
Entre Estados Unidos y la OTAN
En un escenario marcado por la continuidad en menor escala del conflicto armado y por la inminencia de las elecciones parlamentarias y presidenciales previstas para marzo y mayo respectivamente -en las que todas las encuestas pronostican la victoria del candidato progresista de Gustavo Petro- el presidente Iván Duque mantuvo el lunes 14 de febrero un encuentro con el secretario general de la OTAN, el noruego Jens Stoltenberg. Los previsibles puntos del temario fueron tres de las principales obsesiones de la política exterior norteamericana, prácticamente insensibles al recambio de las administraciones demócratas y republicanas: Rusia, China y Venezuela.
Las dos primeras, potencias rivales, por el pronunciado avance de sus relaciones económicas, diplomáticas y hasta militares con la región, profundizadas en las últimas semanas por la gira de Alberto Fernández y la incorporación de Argentina a la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Pero también por el reciente -y quizás algo inesperado- encuentro entre Jair Bolsonaro y Vladímir Putin, en donde el mandatario brasileño definió a su homólogo ruso como “un hombre de paz” y anunció conversaciones entre ambos países en las áreas de defensa, hidrocarburos y agricultura.
Esto, sin contar con el acercamiento de nuevas naciones centroamericanas y caribeñas que en los últimos años se alejaron de Taipéi para establecer relaciones con Pekín: Panamá en 2017, República Dominicana en 2018, Nicaragua en 2021 y Honduras bajo la flamante presidencia de Xiomara Castro en el presente año. En el caso de Venezuela, el interés recíproco de los gobiernos de Estados Unidos y Colombia se vincula a la política de “cambio de régimen” impulsada por los norteamericanos y a la candente situación en la frontera colombo-venezolana por el accionar de grupos armados irregulares, en particular con base de operación en los estados colombianos de Arauca y Norte de Santander. Según Stoltenberg, la cooperación “es buena para la OTAN y para Colombia. La OTAN está apoyando el desarrollo de las fuerzas armadas e instituciones colombianas, haciendo de ellas un ejemplo para el resto de Latinoamérica”. El noruego señaló también que la cooperación se profundizaría en temas de seguridad y de combate a la corrupción, la desinformación y los ciberataques.
Pero la historia de colaboración de Colombia con los Estados Unidos y la OTAN es de larga data. Si en los últimos años implicó la participación de la nación sudamericana en operaciones anti piratería en el sur de África y la resistida compra de material bélico como aviones de combate, podemos encontrar hitos de importancia a lo largo de los últimos dos siglos: la elección de Bogotá como sede de la reunión fundacional de la OEA en 1948; la creación de una economía de exportación estrechamente ligada al mercado de consumo norteamericano y a la producción de tabaco, café y cocaína; la participación del Batallón Colombia en la Guerra de Corea -siendo el único país de la región en actuar como fuerza beligerante en la península; y el despliegue desde el año 1999 del llamado “Plan Colombia”. Dicho plan implicó un acuerdo militar bilateral tendiente a la guerra contrainsurgente y a la llamada “guerra contra las drogas”, de efectos totalmente contrarios a los anunciados.
Colombia en la geopolítica regional
Pero además del masivo despliegue de la OTAN en Colombia -profundizado con la cesión de 7 bases nacionales para la instalación permanente de tropas estadounidenses acordada entre Barack Obama y Álvaro Uribe en el año 2009- el país tiene aún otros elementos de significación para la geopolítica de la región. Primero por la expansión preocupante de un paramilitarismo for export, manifestado en el accionar de grupos delincuenciales como Los Rastrojos o el Clan del Golfo, que penetran sistemáticamente territorio venezolano. Segundo, por el resonado escándalo de la participación de ex militares y mercenarios en el magnicidio del ex presidente haitiano, Jovenel Moïse, el 7 de julio del año 2019. Por último, debemos recordar que el estado colombiano ha sido parte activa y protagónica de la geopolítica de la desintegración, impulsando el ahora extinto Grupo de Lima, abandonando la UNASUR en el año 2018, y convirtiéndose en uno de los principales defensores y promotores de la OEA, incluso en el seno de la última reunión de la CELAC.
Mucho se especula en Colombia por estas horas sobre cuáles serán las figuras y las fuerzas políticas de la coalición que ocuparán ministerios claves como los de Defensa y Relaciones Exteriores, bajo la pregunta tácita de si habrá continuidad o ruptura en estas áreas ante la eventualidad de un gobierno progresista, un hecho inédito en el país. Las elecciones presidenciales podrían ahora sí sentar bases firmes para la materialización de los acuerdos de paz, sacar a Colombia del mapa de las economías ilícitas, producir un giro geopolítico en el Estado hoy más firmemente alineado a la política exterior de Estados Unidos, y hasta sacar a la nación sudamericana de la órbita de influencia de la OTAN, siempre en eterna expansión, también en nuestra región.