Chile votó mayoritariamente contra la nueva Constitución redactada por la Convención surgida del estallido de 2019. ¿Cómo interpretar la amplia victoria del Rechazo? En este artículo, el autor -economista e investigador adjunto del Centro de Sistemas Públicos de la Universidad de Chile- propone una lectura para explicar lo que terminó siendo una dura derrota para las fuerzas progresistas del país.
Lo que hace un año parecía que sería un trámite para validar el proceso constituyente ha terminado siendo una dura derrota para las fuerzas progresistas chilenas, con el Rechazo arriba del Apruebo por casi 25 puntos porcentuales en un referéndum con voto obligatorio (a diferencia de elecciones anteriores) y participación récord. Diversos referentes del Rechazo salieron a festejar el triunfo contra el «revanchismo», el «octubrismo radical» y un texto constitucional «refundacional» y opuesto al «alma de Chile» y al «sentido común de los chilenos».
¿Cómo un proceso que comenzó con un nivel de apoyo pocas veces visto en la historia nacional terminó truncado? ¿Adónde fue a parar el apoyo al proceso constituyente?
Este proceso constitucional comenzó el 15 de noviembre de 2019. Como resultado de un masivo estallido social en octubre de ese año, un acuerdo transversal de la política chilena fijó un calendario para la redacción de una nueva Constitución. El primer hito de este calendario fue un plebiscito en el que los chilenos votaron por aplastante mayoría, más de 78%, por terminar con la Constitución vigente en Chile, y decidieron que el órgano a cargo de redactar la nueva Constitución fuera una Convención Constitucional cuyos integrantes serían electos para ese fin. Estos resultados eran verdaderamente impresionantes, no solo en términos del porcentaje de votos, sino también por su distribución territorial. En solo cinco de las 346 comunas del país ganó el rechazo al proceso constituyente. Estas cinco comunas incluían las tres icónicas comunas de Santiago donde reside la elite económica nacional. Fueron varios quienes se apresuraron a señalar que este resultado demostraba que el país no estaba polarizado entre izquierdas y derechas, sino que el verdadero clivaje del momento era pueblo/elite. El imaginario de un pueblo homogéneo en disputa con la elite se cristalizó en las referencias a «las tres comunas», que se volvió parte del léxico común en las discusión política.
Se estableció que la Convención Constitucional sería paritaria en género, con cuotas para pueblos originarios y, en sintonía con un fuerte sentimiento antipartidos de la movilización de octubre de 2019, con algunas facilidades para las candidaturas independientes. En particular, se les permitió a los candidatos no afiliados a partidos agruparse en listas equivalentes a las partidarias.
El resultado electoral para la Convención fue un golpe a las expectativas de quienes esperaban un retorno a la política preestallido social. Las dos coaliciones históricas tuvieron magros resultados. La derecha alcanzó un porcentaje paupérrimo de votos: 20%. Esto la dejó lejos de alcanzar el tercio de los convencionales y un potencial poder de veto. La coalición de centroizquierda vio a sus fuerzas de centro y más moderadas desplomarse. Quizás el ejemplo más notorio de esta crisis fue el de la Democracia Cristiana, que solo logró elegir a un militante de sus filas para la Convención Constitucional (el presidente del partido). Pero, por lejos, el hito más relevante de estas elecciones se produjo con un éxito contundente de los independientes ligados a la movilización social de 2019. De los 155 miembros de la Convención Constitucional, 103 no tenían militancia en la política tradicional. De este modo se terminó configurando una Convención con claras mayorías para los sectores progresistas y, en particular, para nuevas fuerzas políticas que emergieron desde el estallido social levantando banderas del feminismo, el indigenismo y un fuerte discurso antielite.
El ánimo de la población respecto del proceso que comenzaría era muy alto. 52% describía la «esperanza» como la principal emoción que le generaba el proceso, seguida de «alegría», con 46%. ¿Qué pasó entonces con ese 78% de apoyo y la esperanza y alegría depositados en el proceso? Es probable que las fuerzas progresistas y de izquierda se pasen los próximos años intentando explicárselo.
Razones provisorias de la derrota
A medida que se liberen más datos y avance el debate, se podrá afinar más el análisis de lo que ocurrió. Por ahora, son tres las razones que parecen destacarse como explicaciones del resultado del 4 de septiembre:
(1) El rechazo a la política de espectáculo en la Convención.
(2) La homologación de la convención con la política tradicional.
(3) La reacción de las identidades tradicionales ante la fuerza que tuvieron identidades subalternas en el proceso.
Respecto a la política del espectáculo en la Convención, esta fue una de las características que dominaron el debate. A poco andar, la Convención Constitucional comenzó a perder apoyo, sobre todo entre los votantes de derecha, que veían con recelo una suerte de cónclave de activistas de causas progresistas. En definitiva, si para los activistas dejar de movilizarse, incluso desde las esferas del poder, era una traición, para algunos electores, en particular quienes valoraban el orden, una movilización sin fin era una pesadilla.
Varios de los convencionales habían alcanzado notoriedad y legitimidad social por sus performances callejeras, que incluían disfraces y declaraciones provocativas sobre aspectos identitarios tradicionales. Desde la protesta callejera habían sido frecuentes las denuncias a la autoridad entre gritos y cánticos. Sin embargo, las mismas actitudes que en la calle se percibían como una rebeldía ante el abuso, expuestas en la Convención, y desde el seno del poder, se veían con otra luz. Además, persistía un ethos de la movilización social que teñía de un sentido testimonial varias de las acciones que se veían en la Convención. Para algunos de estos referentes, era importante presentar propuestas maximalistas, llamativas y simbólicas, aunque no contaran con los votos para ser aprobadas (por ejemplo, una convencional propuso disolver todos los poderes del Estado y reemplazarlos por órganos asamblearios). Los medios amplificaron estos actos performáticos y las propuestas más descabelladas, que fueron, además, reforzadas por campañas de desinformación en las redes sociales. En coherencia con esto, videos de algunas de estas declaraciones aparecieron frecuentemente en la campaña y franja televisiva del Rechazo. Lo que en un comienzo parecía pintoresco y llamativo terminó por generar desasosiego.
Respecto a la homologación de la política de la Convención con la política tradicional, esta se da en el contexto de una fuerte pulsión destituyente y antiestablishment político. Según datos del Centro de Estudios Públicos, el porcentaje de personas que se identificaba con algún partido cayó desde 53% de la población en 2006 a 19% en 2019. Es más, algunos estudios han señalado que un porcentaje no menor de la población (12,9%) ha hecho de las posiciones antipartidos «tradicionales» su principal identidad. La fuerza de la Convención provenía en un primer momento de que se la viera como distinta a la política tradicional.
Es posible que, paradójicamente, el uso y abuso de la política del espectáculo y las trifulcas testimoniales asemejaran más a los convencionales al Congreso y a la política tradicional, donde también abundan estas prácticas. En cualquier caso, ciertamente los alejaban de la imagen de representantes más eficaces que los políticos tradicionales en llegar a acuerdos y sacar adelante demandas ciudadanas. A su vez, en medio del proceso constituyente hubo una elección presidencial que significó un cambio de signo del gobierno. El nuevo gobierno estaba fuertemente asociado a la génesis del proceso constituyente, y en particular el presidente Gabriel Boric en su rol como diputado. Estar contra el proceso constituyente pasó a ser una forma de ser oposición al nuevo gobierno. Parte de la energía contra la institucionalidad política había pasado al lado del Rechazo.
Respecto de la reacción de identidades tradicionales, el primer artículo del propuesto texto constitucional consagraba a Chile como un «Estado social y democrático de derecho» y se afirmaba que además este Estado sería «plurinacional, intercultural y ecológico». Junto con la definición de Chile como un Estado plurinacional, se les reconocía algunos derechos colectivos a las comunidades indígenas y se instauraría un sistema de justicia indígena.
Después del juicio negativo sobre los constituyentes, la razón que más se repite entre los que apoyaron el Rechazo es la plurinacionalidad. En línea con esta visión, una vez entregado el texto constitucional, las dos propuestas peor evaluadas, según la encuesta Espacio Público-IPSOS, fueron el Estado plurinacional y la creación de un sistema de justicia indígena. Así, el sector del Rechazo logró consolidar una base de apoyo en torno de identidades tradicionales de la chilenidad que se sentían amenazadas por la noción de plurinacionalidad. Esto se vio reforzado por algunas acciones y performances de convencionales, incluidos comentarios o acciones despectivas relacionadas con el himno, la bandera y demás símbolos patrios. Si bien estas posiciones no se expresaron en el texto constitucional, sirvieron de municiones para la campaña del Rechazo.
El segundo plebiscito
De cara al plebiscito de salida, no hubo mayores sorpresas en el ordenamiento orgánico de las fuerzas políticas. Desde la Democracia Cristiana hacia la izquierda, todos los partidos se definieron por el Apruebo (aunque algunos liderazgos se rebelaron contra la posición oficial). Todos los partidos de la derecha se cuadraron con el Rechazo. Sin embargo, dentro de ambos campos había heterogeneidad.
Bastante tempranamente, emergieron diferencias entre quienes defendían la idea de rechazar para mantener la Constitución actual con algunas reformas menores y aquellos que defendían la perspectiva de un nuevo proceso. A medida que la campaña fue avanzando, los segundo coparon todas las vocerías del Rechazo.
Por el lado del Apruebo, hubo más resistencia a discutir qué ocurriría después de la votación en caso de imponerse el nuevo texto. Sin embargo, a medida que avanzaba la campaña y el Apruebo seguía muy atrás del Rechazo en las encuestas, los partidos oficialistas, que apoyaban el Apruebo, se abrieron a la idea de que el nuevo texto requería de algunas reformas. Además se aceptó que era importante comprometerse a estos cambios para morigerar algunos resquemores de la población, por ejemplo, hacia la implementación de la plurinacionalidad. Esto se vio reforzado por una serie de encuestas que mostraban que no solo el Apruebo no lograba remontar la distancia con el Rechazo, sino que la gran mayoría de quienes estaban dispuestos a votar por el Apruebo consideraba necesario hacerle modificaciones al texto una vez aprobado. Bastante avanzada la campaña y con diferentes niveles de entusiasmo, estos partidos firmaron un acuerdo para llevar adelante esos campos posplebiscito.
En definitiva, un plebiscito que tenía en la papeleta dos alternativas en realidad terminó teniendo cuatro opciones: aprobar, aprobar para reformar, rechazar y rechazar para renovar. Así, en una de las últimas encuestas públicas antes del plebiscito, realizada por Cadem, 17% de los encuestados se declaraba a favor de rechazar a secas, 35% de rechazar para renovar, 32% de aprobar para reformar y solo 12% de aprobar y aplicar el nuevo texto tal como salió de la Convención.
Este rechazo en el plebiscito de salida era muy distinto al del plebiscito de entrada. No solo era sustantivamente más significativo, sino que había penetrado en sectores de la sociedad más amplios que «las tres comunas». Según las encuestas, el Rechazo ganaba en todos los niveles socioeconómicos sin mayores diferencias y así se confirmó este 4 de septiembre. En comunas populares de la Región Metropolitana, donde el Apruebo debía arrasar, apenas logró victorias con pequeños márgenes.
Donde sí había diferencia era en el perfil ideológico de los votantes, con el Apruebo ganando holgadamente entre quienes se identificaban con la izquierda. El rechazo era mayoritario entre quienes se identificaban con la derecha, en el centro y entre quienes no se identificaban con el eje izquierda-derecha. También había una importante diferencia en los perfiles etarios, con el Apruebo victorioso entre los jóvenes de entre 18 y 30 años. El Rechazo ganaba en todas las demás edades. Es decir, a diferencia del plebiscito de entrada, la campaña del Rechazo había logrado conformar una alianza social y política más diversa que el Apruebo.
¿Por qué ganó el Rechazo?
A estas alturas emergen dos grandes interpretaciones, que por cierto no son mutuamente excluyentes, para explicar la caída del apoyo al Apruebo y el alza del Rechazo: una primera pone el énfasis en el «votante mediano», que supone un quiebre abrupto con el ethos del estallido; otra, en la identidad reactiva tradicional que se consolidó contra la propuesta constitucional y que supone reconocer que el estallido tenía un componente claramente antielite pero no necesariamente «de izquierda».
En la primera interpretación, la votación del plebiscito de entrada y de los convencionales estuvo marcada por una impronta de disputa entre el pueblo y la elite. Esta configuración de la fuerza política borró en buena medida las distinciones entre izquierda y derecha y entre los distintos intereses y visiones que conviven en la ciudadanía. Sin embargo, según esta interpretación, el momento de disputa entre «arriba» y «abajo» ha concluido y, en su lugar, han vuelto las clásicas disputas entre la izquierda y la derecha. Es interesante, en este sentido, que según algunas encuestas al Rechazo se lo asociaba con el combate del narcotráfico y el crecimiento económico, mientras que al Apruebo se lo vinculaba con la redistribución de la riqueza a través de derechos sociales, atributos típicamente asociados con la derecha y la izquierda, respectivamente.
Lo que implica esta perspectiva es que la Constitución actual estaría a «la derecha» del votante medio, mientras que la propuesta constitucional fallida estaría a su izquierda. Esto explicaría la fortaleza de las opciones de «rechazar para renovar» y «aprobar para reformar». En definitiva, en esta interpretación, el plebiscito se ganó en el centro del espectro político. Esta visión también supondría que el principal déficit del proceso constituyente fue la falta de acuerdos en algunos temas claves, como el sistema político, con la derecha de la Convención. En línea con esta visión, 77% de los encuestados declaró que prefería que los convencionales negociaran acuerdos, aunque implicara ceder en algunos temas y, a la vez, 61% percibía que los convencionales no habían cedido en sus posturas.
La segunda perspectiva supone que se ha mantenido el ethos de disputa entre «arriba» y «abajo», pero que esta posición antielite encontró, a lo largo del proceso, su expresión de derechas. Es decir, los hechos que ocurrieron en el plazo de dos años le permitieron a la derecha disputar la rebeldía y, más aún, la indignación, que hasta ese momento había sido hegemonizada por la izquierda. En lugar de un fortalecimiento del centro moderado, ubicado en el medio entre las izquierdas y las derechas, lo que hubo es un reforzamiento y politización de identidades sociales tradicionalistas.
Desde esta óptica, lo que refleja la fortaleza de las posiciones no polares («aprobar para reformar» y «rechazar para reformar») es que muchos ciudadanos tienen identidades sociales complejas que no mapean nítidamente en la actual disputa política. Como explica Lilliana Mason, cuando los adherentes de una posición política están nítidamente caracterizados por la homogeneidad social, hay una tendencia a la polarización afectiva. Por el contrario, la existencia de identidades complejas fomenta la despolarización. En otras palabras, es posible que para muchas personas sus identidades partidistas, de clase, de religión, de edad, de etnia o de lugar de residencia hayan «tironeado» en direcciones opuestas para este plebiscito. Esto empuja a las posiciones intermedias del debate.
Esta visión supone que el principal déficit del proceso constituyente fue la incapacidad de incorporar estas identidades tradicionales en el proceso simbólico de generar una nueva Carta Magna. En particular, habría faltado encontrar una manera de plantear el plurinacionalismo en el marco de un sentido patriótico inclusivo. Esto ciertamente es notorio en algunas de las declaraciones más destempladas de algunos convencionales y en algunas performances que, realizadas desde el poder, en lugar de rebeldía parecían ser discursos despectivos hacia las personas que tenían identidades nacionales tradicionales. Hay, también, normas constitucionales concretas que se podrían haber redactado de forma de hacer más explícita la igualdad en el marco de la diversidad. Por ejemplo, se podrían haber hecho más explícitos los bordes del sistema de justicia y de las autonomías indigenas.
La tercera es la vencida
Al parecer, existiría un consenso relativamente amplio de que el estancamiento constitucional no es una opción viable. Es más, parece haber cierto acuerdo en que un nuevo proceso constitucional tendrá que incluir participación ciudadana. Es probable que esto implique la convocatoria a una nueva Convención y un plebiscito de salida que ratifique una renovada propuesta constitucional. Es decir, es altamente probable que Chile se enfrente a un tercer plebiscito constitucional en algunos meses más.
La forma precisa que tomaría este proceso aún está en disputa y, más allá de los intereses en juego, dependerá de cuál de los dos diagnósticos descritos se termine imponiendo. Si el Rechazo es visto como producto de una demanda de mayor presencia del centro moderado y de diálogo en el eje izquierda-derecha, entonces la tensión va a estar puesta en torno de las facilidades para candidaturas independientes. Un aspecto que contraviene este diagnóstico es que el sentimiento antipartidos parece estar tan vigente como hace dos años. Así, según la encuesta Criteria, 82% de los encuestados preferiría que los integrantes de la nueva Convención no sean militantes de partidos, sin diferencia estadísticamente significativa respecto de octubre de 2020. Sin embargo, la misma encuesta muestra que la preferencia por «expertos», que ya era mayoritaria hace dos años, ha crecido en este periodo. En contraste, se desplomó el apoyo a «personas comunes y corrientes», que pasó de 37% a 20%, mientras que la demanda de expertos creció de 63% a 80%. Esto dificulta una interpretación de disputa entre «arriba» y «abajo» y podría reforzar la idea de buscar un órgano deliberativo más proclive a acuerdos.
Por otro lado, si el énfasis del diagnóstico está en la disputa identitaria, se pondrá en cuestión la cantidad de escaños reservados a pueblos indígenas que debería mantenerse en el proceso. Además, es probable que un nuevo proceso esté marcado por mucho mayor cuidado de los aspectos simbólicos patrióticos. Ya para finales del proceso constituyente original se había notado un cambio importante en este sentido. No por nada se escogió una bandera chilena como símbolo del nuevo texto constitucional.
El desafío que se le presenta a la política chilena es lograr un nuevo acuerdo que permita finalmente sacar adelante un nuevo texto constitucional con un amplio y transversal apoyo popular. Para esto, haría bien recordar lo rápido que el apoyo y la esperanza depositadas en un proceso pueden caer si se traicionan esas expectativas.
Fuente: Nueva Sociedad.