Guerra en Ucrania, gobiernos que caen por crisis económica o son derribados, de Europa a América Latina, crisis ambiental extrema, regreso de las protestas ante un capitalismo global que no da respuesta. Sin embargo, como sucedía con el asteroide de Don’t look up, la perspectiva del «fin del mundo», más que temor o incertidumbre, genera incredulidad y apatía.
Martín Mosquera y Florencia Oroz*
El pasado 7 de julio en el Reino Unido, Boris Johnson renunció al cargo de primer ministro. En Japón, el día siguiente, fue asesinado el ex primer ministro Shinzo Abe. Unas horas después, una insurrección popular obligó a dimitir al presidente de Sri Lanka.
Mientras estos tres hechos se sucedían con diferencia de horas, en Europa seguía desarrollándose la guerra más importante desde 1945, la inflación volvía a golpear las economías desarrolladas después de décadas, surgían indicios de una recesión en la economía internacional (principalmente en Estados Unidos) y distintos fenómenos meteorológicos extremos, como olas de calor, inundaciones y sequías afectaban a distintas partes del mundo. El mundo se torna un lugar cada vez más incierto y sombrío.
La invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de este año es señalada por muchos analistas como un punto de inflexión en la geopolítica global. Sin embargo, bien pensado, lo cierto es que hace varios años que vienen anunciándose «puntos de inflexión» de este tipo: baste pensar en la crisis financiera de 2008, el Brexit, la elección de Trump, la crisis sanitaria y económica desatada por el COVID-19, el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, y la lista podría seguir.
Una sola crisis podría ser una contingencia pasajera. Pero la sucesión reiterada de grandes conmociones solo puede entenderse pensándolas de manera interrelacionada y en tanto expresiones de causas subyacentes comunes. El desorden mundial tiene su fundamento en una crisis multidimensional del capitalismo comparable a las grandes bifurcaciones en la historia de los últimos dos siglos.
A estos sucesos en el terreno económico y social hay que agregar, además, los puntos de inflexión más silenciosos que afectan a la ecología del planeta (que, además, tienen su propio potencial desestabilizador sobre la política y la economía globales). Durante las últimas décadas nos hemos ido acercando a paso acelerado a puntos de irreversibilidad después de los cuales la secuencia de acontecimientos se precipitará y ya no habrá retorno.
Pero la multiplicación de grandes crisis, contra lo que se podría suponer, conduce a cierta «trivialización» de la catástrofe. Cuanto más se adentra el mundo en zonas de fuertes turbulencias, más anodina parece la tan mentada crisis. Como sucedía con el asteroide de Don’t look up, la perspectiva del «fin del mundo», más que temor o incertidumbre, genera incredulidad y apatía.
Ahora bien, si la sensación de que transitamos hacia un periodo histórico diferente es poderosa, hacia dónde nos movemos sigue siendo una incógnita. Y no solo desconocemos lo que tenemos por delante; tampoco nos queda muy claro qué es lo que dejamos atrás. ¿Se trata del cierre del orden emergido de la década de 1990, el de la globalización triunfante luego de la caída del campo soviético y del reingreso de Rusia y China al mercado mundial? ¿O lo que se está agotando es la etapa del capitalismo neoliberal iniciada en la década de 1970? ¿O concluye la hegemonía estadounidense consolidada en la posguerra? Es demasiado pronto todavía para hacer afirmaciones concluyentes al respecto.
Apagar el incendio con nafta
La creciente rivalidad geopolítica es reflejo de un mundo que transita por un borde peligroso. En su interpretación de la Segunda Guerra Mundial, el trotskista belga Ernest Mandel argumentó que el gran conflicto bélico del siglo XX había sido en realidad la superposición de muchos choques simultáneos: «una guerra entre grandes potencias por la hegemonía mundial, una guerra defensiva de la URSS contra la agresión nazi, una guerra de liberación de los países europeos ocupados por las fuerzas del Eje, una guerra civil entre antifascistas y colaboracionistas y una guerra de los países colonizados contra el imperialismo».
En la guerra de Ucrania podemos detectar la simultaneidad de dos conflictos: una guerra de defensa nacional ucraniana contra la invasión rusa y, al mismo tiempo —y considerando el papel central de la OTAN—, un conflicto interimperialista entre Occidente y Rusia. Más allá de la responsabilidad inexcusable de Putin, la invasión a Ucrania no puede comprenderse dejando de lado los intentos de ampliación hacia el este que, desde los años 1990 y violando los acuerdos que siguieron a la desarticulación del «campo socialista» y del Pacto de Varsovia, viene llevando adelante la OTAN.
En este cuadro, la invasión de Ucrania devino rápidamente en una guerra por delegación de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia, que anhelan convertirla en un Afganistán eslavo que sirva para debilitar al gigante asiático. La afirmación de Zelensky acerca de querer convertir a la Ucrania de posguerra en un «gran Israel» —una sociedad hipermilitarizada al servicio de la OTAN situada en una frontera hostil— muestra a las claras la inscripción de este conflicto en la competencia interimperialista que opone Occidente a Rusia.
La guerra es, entonces, efecto de la crisis multidimensional del capitalismo. Pero también, y en gran medida contra los deseos de sus protagonistas, se ha convertido en un gran acelerador de la misma. El aumento de los precios de la energía y los alimentos desató una dinámica inflacionaria general de fuerte impacto político. La economía mundial parece ir hacia un nuevo estancamiento. Al mismo tiempo, la invasión permitió revivificar a la OTAN y al liderazgo estadounidense, mostrando nuevamente el papel debilitado y subalterno de Europa, degradada al rol de potencia de segundo orden. Una dinámica de bloques se instala y quiebra en dos el supuesto «espacio liso» de la globalización neoliberal, según la desafortunada expresión de Negri y Hardt.
Pero el árbol está tapando el bosque, porque la verdadera amenaza que se asoma por el horizonte de Occidente es la emergencia de China como potencia mundial. En esta suerte de revival de la Guerra Fría en el que parece estar sumido el mundo este último tiempo, los parecidos son engañosos. Porque la URSS era una economía cerrada que se había sustraído de la acumulación capitalista. Hoy en día, al contrario, Rusia y China son tan parte del mercado mundial como lo son Inglaterra o Estados Unidos.
De regreso al pasado
En varios sentidos, el paralelo más indicado para la situación actual es con el período iniciado en 1914, donde las potencias capitalistas se disputaron sus áreas de influencia y dieron lugar a un largo ciclo de crisis, inestabilidad e incertidumbre. Muchas de las características de ese período hoy nos resultarán familiares: ascenso de la extrema derecha, debilidad de los sistemas políticos, crisis del liberalismo, grandes movilizaciones de masas, rivalidad interimperialista…
Ante la Primera Guerra Mundial, Lenin definió la fase del capitalismo imperialista como una época crítica de «guerras y revoluciones». Y, al menos en el corto plazo, su juicio iba a confirmarse: sus reflexiones serían sucedidas por la revolución bolchevique, el ciclo revolucionario europeo de 1917-1923, la hiperinflación alemana, la Gran Depresión de 1929, el ascenso del fascismo y una nueva guerra mundial.
Sin embargo, la segunda posguerra trastocó profundamente el paisaje, y la historia pareció darle la razón póstumamente a la tesis de Kautsky sobre el «ultraimperialismo»: la tendencia a la concentración internacional de capitales disminuía los choques entre naciones imperiales y presionaba hacia una acción concertada de los Estados.
Hasta la caída de la URSS, la unidad de Occidente podía entenderse como una respuesta a la amenaza soviética. Pero luego de 1991 la OTAN no se disolvió ni tampoco reaparecieron conflictos interimperialistas de peso en su interior. Su trayectoria fue de consolidación y ampliación. Incluso Rusia, tras el colapso de la URSS, se mostró preocupada por su integración al capitalismo occidental e intentó ingresar a la OTAN. En el orden que emergió con la caída del bloque soviético, la primacía norteamericana alcanzó una hegemonía sin contrapesos ni paralelos en la historia moderna, subordinando al resto de las potencias capitalistas bajo su égida.
Mucho se discutió en este contexto sobre si la internacionalización productiva había convertido en una reliquia histórica a los grandes choques nacionales y, por lo tanto, a las conflagraciones interimperialistas. La guerra en Ucrania y la perspectiva de una disputa geopolítica de largo plazo entre Estados Unidos y China desmienten aquella conclusión.
Una alternativa al caos
En el aspecto político, la inestabilidad se expresa en crisis del «extremo centro», caídas de gobiernos y grandes movilizaciones sociales. Desde 2018, todos los años asistimos a múltiples explosiones sociales de gran escala —incluso durante la pandemia— lo suficientemente fuertes como para derribar gobiernos y regímenes políticos, aunque no para edificar una alternativa duradera. La inflación de los alimentos y de los servicios públicos ya fue fuente de grandes conmociones en el pasado reciente, como sucedió con la Revolución tunecina o la egipcia en el mundo árabe o con las grandes revueltas latinoamericanas de los últimos años. Es razonable esperar nuevas luchas en el próximo tiempo, como ya se manifiesta en las movilizaciones obreras contra la inflación que recorren los países centrales por primera vez en décadas.
La utopía cosmopolita de la pax perpetua de la globalización neoliberal se marchitó rápidamente. Asistimos a un periodo de crisis general y a la reaparición de grandes confrontaciones interimperialistas. No hay que subestimar el campo subjetivo de disputa que esta situación inaugura. El orden resultó ser un valor muy estimado por la clase trabajadora: el deseo de acceder a una vida con un mínimo de comodidad y seguridad.
Pero hoy el capitalismo ya no solo no cumple sus promesas de bienestar material: tampoco ofrece certidumbres para una vida colectiva estable. Y del mismo modo en que los socialistas no podemos resignar la libertad y la democracia a los liberales, tampoco podemos entregar la aspiración a la protección social y al orden comunitario a la extrema derecha. En la izquierda estamos demasiado acostumbrados a una estructura de sentimientos caracterizada por valores románticos mucho más que ilustrados. No haríamos mal en incorporar una cierta dosis de sobriedad en oposición al caos capitalista. En último término, ante la anomia mercantil, la inseguridad laboral y el desorden geopolítico, los socialistas oponemos la necesidad de un nuevo orden.
*Martín Mosquera es Licenciado en Filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y Editor Principal de Jacobin América Latina.
*Florencia Oroz es investigadora, profesora de Historia (UBA) y becaria de la Universidad de Buenos Aires.
FUENTE: jacobin.lat