El macrismo está convirtiendo al país en un territorio para la supervivencia del más apto, armando una especie de gigantesco reality show social. Los perdedores se quedan en el camino y terminan privados  de los derechos que les corresponden.

¿Quién será hoy despedido? ¿Quién será hoy dado de baja de un programa social? ¿Quién será descartado? A fuerza de cotidianeidad, estas preguntas se repiten, se multiplican, se normalizan. Día a día, los medios de comunicación –o las redes sociales- nos anuncian recortes en las políticas públicas, despidos en el Estado o en empresas privadas, sujetos de derechos que se enteran frente a un cajero automático que fueron desafectados de un plan previsional, jubilatorio o de inversión social. Se trata de un descarte por goteo, gradual pero persistente, con más o menos prisa pero sin pausa.

A finales de los años noventa, surgieron con fuerza los reality shows que se extendieron por todo el sistema televisivo global. Estos programas exponían la vida privada de las personas, al mismo tiempo que las mantenían al margen de cualquier discusión sobre los asuntos públicos. Este tipo de formato luego fue dejando lugar a los talent shows, una feria de exhibición de habilidades  que pueden ir desde el baile y el canto a la cocina y el fútbol.

Tanto en los reality shows como en los talent shows hay un mecanismo que se reitera: con el voto del público o la determinación de un jurado, estos programas van descartando, capítulo a capítulo, a sus protagonistas. Se los  destierra porque no responden a las exigencias de los espectadores o del tribunal, porque no terminan de exhibir sus talentos, porque no se adaptan, porque no provocan escándalos, o no generan el rating esperado. Así, nos enseñan que todos somos susceptibles de ser reemplazados, de ser expulsados. No estimulan ningún esquema de solidaridad entre los protagonistas, sino que dan paso a la libre competencia para la sobrevivencia del más apto: el único y definitivo ganador.

 

Con el gobierno de Cambiemos, ese mecanismo televisivo parece haberse transformado en una política de Estado: una política pública del descarte.

Ya no hay sujetos de derecho, ya no hay perspectiva de derecho. Con las complicidades empresariales y financieras y el voto del público (o con su abstencionismo o impotencia, habrá que ver qué indican las encuestas que encarga el gobierno semana a semana), se sienten habilitados a poner en marcha este mecanismo expulsivo, en el que un jurado de (CEOS) notables les baja el pulgar a los descartados. La lógica convierte a los ciudadanos en competidores, habilita a la delación y la conspiración mutua. Ya no rige el principio de inocencia: todos somos culpables hasta que demostremos lo contrario. Sólo así podremos ser reincorporados.

Se nos exige un sacrificio constante: nunca terminamos de obtener el carnet de ingreso definitivo al club selecto (y cada vez más selectivo) de ciudadanos que acceden al  pleno ejercicio de sus derechos. Siempre nos acecha la amenaza de ser excluidos. Esa integración a medias nos mantiene a raya, permite someternos a nuevas y nuevas demandas. “El  secreto es nunca dejar de capacitarse, tener inquietudes, lo que más te renueva es seguir aprendiendo cosas, genera algo mágico, te nutre, levanta la autoestima”, recomienda el presidente Mauricio Macri a los jóvenes. La capacitación no es ya un derecho, se transforma en el requisito básico para evitar el descarte.

Entonces: permanecer es la (única) forma de pertenecer.

El descarte se realiza en nombre de la técnica. No hay una decisión gubernamental: son los excluidos quienes no cumplieron con los requisitos. No hay política: hay ciencia. Es el inobjetable saber técnico de los CEOS reconvertidos en funcionarios.

Algunas veces, cuando las alarmas sociales logran repercusión en el sistema periodístico, el gobierno reconoce fallas. Hay errores de carga, traspiés de un sistema que aún no se ha terminado de consolidar. Como reacción, se ofrece reincorporar a los denunciantes. En el medio, quedan miles de desafectados que no consiguen hacer públicos sus reclamos. Siempre en busca de la novedad permanente, para buena parte de la prensa ya no interesan porque está detrás del siguiente grupo de expulsados.

Con las marchas y (el menor número de) contramarchas en la política del descarte, el gobierno oculta la dimensión global de los despedidos y desafectados. “El Gobierno redujo 12.000 puestos de trabajo en la administración nacional durante su primer año de gestión. Pero no se animó a comunicarlo. La razón de esa discreción fue política”, afirma Julio Blanck en Clarín. La comunicación también debe ser gradual. Es que el descarte enorgullece y a la vez atemoriza a los que quedan en pie. Para el gobierno parece la única forma de atraer al poder económico global. El crecimiento está allí: adelante, pero siempre un poco más lejos. El crecimiento es eternamente futuro, nunca presente.

A diferencia de los años noventa, en el macrismo no prima la teoría del derrame. La nueva utopía es más cruenta: promete que, al ir descartando más y más comensales, la porción de torta que comeremos será más grande. Es la teoría del descarte: cuantos menos seamos los privilegiados que quedemos en pie, más tendremos para repartirnos. El riesgo evidente es que cada vez también quedarán menos y menos manos que contribuyan a la elaboración de la torta.