El recuerdo de una historia que se disparó por la frase de María Eugenia Vidal y su desprecio por el papel que han cumplido las universidades públicas en la Argentina.
Hace hoy cuatro años que murió mi viejo y por estos días estuve pensando mucho en él. No por el aniversario sino porque me habría gustado tener una de esas charlas – a veces cordiales, otras veces ríspidas – que solíamos mantener y preguntarle su opinión sobre eso de para qué tantas universidades públicas en el Conurbano si los pobres no llegan a la universidad.
Mi viejo se llamaba Emilio Cecchini y nació en 1928. Era hijo de Lola, una inmigrante gallega casi iletrada que se vino sola a la Argentina cuando tenía 12 años y se ganaba el pan trabajando de sirvienta, y de Emilio, un policía.
Fue el único hijo que tuvieron y lo mandaron a la escuela pública. Si algo tenían claro los dos era que el chico tenía que estudiar. No les resultaba fácil comprarle los cuadernos y los libros; y los guardapolvos, por supuesto, los cosía Lola a mano –igual que los pantalones y las camisas – para ahorrar.
Vivían en Tolosa y lo mandaban a la primaria del barrio, que estaba a unas pocas cuadras, de modo que no había que pagar tranvía ni colectivo. Por entonces, Emilio –mi viejo – era Milín, un pibe que las viejas fotos familiares muestran flaquito, chiquito, con el pelo rubión y salvajemente enrulado.
Muchos años después, Lola les contaba a sus nietos que a Milín lo tenía cortito con la escuela. Ella, que apenas si sabía leer, quería que estudiara. Pensaba que en la Argentina todo era posible, incluso que el hijo de una pobre sirvienta española fuera a la universidad.
Milín terminó la primaria a los 11 años y pudo entrar al Colegio Nacional de La Plata. Los pantalones y las camisas se los seguía haciendo Lola, pero comprarle un saco –el único saco – era un sacrificio, y de los libros ni hablar. Por suerte el colegio tenía biblioteca y también había una en el barrio. Y en última instancia siempre se podía recurrir a la de la Universidad.
Cuando terminó el Nacional, Milín se anotó en la Facultad de Medicina de la UNLP. No era lo que quería estudiar. Alguna vez me contó que le habría gustado inscribirse en Filosofía o en Letras pero que si lo hacía, bueno, de qué carajo iba a vivir.
Estudió trabajando de una y otra cosa. Se las rebuscaba como podía. También, a veces, se hacía unos mangos jugando al póker, con su plata o por cuenta de otros, porque tenía una rara habilidad para ese juego.
Se recibió en 1953 y al mismo tiempo que empezaba a trabajar en el Hospital de Niños de La Plata inició su carrera docente en la Universidad. En el hospital llegó a ser jefe de servicio a una edad impensable; como docente fue el profesor titular más joven de la historia de la Facultad de Ciencias Médicas de la UNLP.
A esa Facultad –por la que sentía amor y agradecimiento – le dedicó su vida. Formó a varias generaciones de nuevos médicos; creó y dirigió el Instituto Universitario de Infectología; siguió dando clases hasta los 75 años; escribió varios libros que aún son de referencia en el ámbito nacional e internacional. Se retiró como profesor emérito de la Facultad, a la que siguió yendo a dar clases como invitado hasta poco antes de su muerte.
Al mismo tiempo cumplía con sus otras vocaciones: estudiaba anárquicamente filosofía, leía vorazmente todo tipo de literatura y ya jubilado se dio el gusto de publicar dos libros de cuentos.
El viejo siempre decía que se había roto el culo para estudiar, que su familia se había sacrificado para que pudiera hacerlo, pero también decía que un tipo de sus orígenes nunca podría haber estudiado sin la universidad pública.
A sus hijos mayores nos metió en el ámbito de la universidad pública desde chiquitos. Primero en la Escuela Anexa de la UNLP y después en el Colegio Nacional.
Y nos decía que estudiáramos, que no fuéramos boludos, que la educación es el único capital que vale la pena, porque te da herramientas para pensar y te hace más libre.
No sé que habría sido de mi viejo si nadie nacido en la pobreza hubiera podido llegar a la Universidad.