¿Cómo fue rajarse del país en dictadura para aquellos que tenían entre 14 y 18 años? ¿Cómo se armaban o desarmaban esos pibes que se iban sin sus viejos? Este texto intenta contar un poco de eso.

1.

De la nube de pedos que fue México imposible decir nada, dada su esencia gaseosa. Nube de pedos, o similar. No nos íbamos del país como quien decide dónde colocar un plazo fijo. Nos íbamos veloces a la nada, cagados en las patas, cargando muertos, quebrados en pedacitos y nos seguiríamos quebrando afuera durante un rato largo. Nos estaban pateado el culo, nos estaban metiendo un dedo doloroso en el alma, muchos nos íbamos sin un mango. Aunque pudiéramos pertenecer a familias poco indigentes, las fisuras del frente familiar habían derivado en una forma de mishiadura no categorizada en los estándares internacionales.

Así que vale subrayarlo: no solía ocurrir que pudiéramos, astutos, elegir nuestro destino. Tampoco manejábamos criterios de tiempo: ni “unos meses” ni nada. No existía la palabra “exilio”. Se salía de la nube del dolor y del pánico para zambullirse en la nube siguiente, sin paradas intermedias. Era sólo un vértigo lento, pavoroso, envolvente, inasible. Salíamos eyectados de lo que fuera y caíamos en donde fuera, a la manera de los personajes de El Túnel del Tiempo: rodando y ajeno, qué es esto, de qué versa.

3.

Vayan tratando de ver si se entiende. Aunque peores cosas hay sobre la Tierra y uno se acostumbra a todo, hay un bonus track del exilio, un extra de cargosidad. Consiste en el hecho de que presuntamente los años transcurridos afuera quedan afuera de la vida, como si se tratara de un tramo de película olvidado, que no interesa. Y hay otra falla en el sistema que parece empeñada en impugnar toda posible reconstrucción. Es el clásico asunto de la memoria y sus traiciones: yo ya no sé qué pasó, no sé qué fui, no sé qué información en mi memoria es cierta o deformada, qué valiosos asuntos he perdido para siempre. Yo no sé si cosas que aquí aparecerán como Aseguro que Fue Así serán tan así. No sé si de verdad no me detuve a ver qué les pasaba a los otros (difícil pensar que en 1977 tomara apuntes para escribir esto), si de verdad estaba tan a solas en los primeros tiempos, los más duros. No lo sé.

5.

Julio de 1976. El ataque de asma de mi hermano Coco en la altura del DF ni bien llegamos (me resigno a no describir el pánico previo rumbo a Ezeiza, la espera de las pinzas del Ejército). El timbrazo a altas horas de la noche -que yo no recordaba en absoluto pero que Coco rememoró hace pocos días, de carambola- en la casa del tío judío remoto y desconocido. Era un anciano que nos atendió en camisón y gorro de dormir, hermano mayor de otro tío de acá, sionista de izquierda y él mismo militante de cierta causa judía que -no recuerdo si por rebote bíblico o ideológico- impugnaba la existencia del Estado de Israel.

Imágenes. El susto inicial y el posterior aguante inverosímil de ese viejo que no podía entender nada ni de Videla ni del Ejército argentino ni de torturas ni de la UES, ni de la JP, ni de los Montoneros. En ese departamento conocimos a la primera mexicana real. Lupita, la hija de Lupe, estaba extasiada con Tiburón, la había visto siete veces. Nadie sabía nada de Spielberg hasta hacía poco.

La llovizna del DF, en agosto. La llovizna, tampoco lo recuerdo, ¿comenzaba o cesaba todos los días a las 14.l5?

El reencuentro extraordinario con Luis (lo normal: yo no sabía si estaba vivo o muerto) a las puertas del colegio Madrid, fundado por republicanos españoles. Es muy posible, casi seguro, que la primera noción de mi propio exilio me haya llegado por ósmosis, por haberme acercado a ese colegio -yo no había podido terminar el secundario-, especialmente cuando una familia desconocida, los Chamizo, nos hizo llegar a los pendejos argentinos bolsos con ropa usada, en plan Cáritas, pero con otro tipo de solidaridad: esa que nosotros habíamos mamado de nuestros viejos, la de los relatos de la Guerra Civil.

Comenzaban a cerrarse los círculos y los relatos míticos de épicas, emigraciones y derrotas. Seguirían cerrándose meses después, en Barcelona, ante la vista de las banderas rojas, las del PSUC, el PSOE, las rojinegas de los anarquistas, que luego serían algo así como desaparecidos de la transición democrática española.

6.

Todavía en el DF mexicano. Donde fuera que estuviera parando -pensión, colchones de compañeros, casa de Mimi Langer, casas de otros-, llegó una carta de doce líneas de mi vieja. Allí decía que mi otro hermano había salido con vida:

“Salió, salió, salió”.

Por buscar la carta de mi vieja me puse a revolver otras y por revolver me encuentro con otras que… no tengo ganas de ver eso. Cuánto llanto y la puta que lo parió, cuánta fragilidad.

7.

Segunda aclaración de estilo. Una semana atrás, al comenzar a escribir, había optado por la ironía habitual, medianamente distante. Con el histórico pudor de dejar bien en claro que los exiliados la sacamos barata. Y con el retintín habitual que otra vez repito: que al principio, uno, dos años, la pasamos medianamente para el carajo. Pero que después fue mejor, mucho mejor que pasarla a solas con los muertos en Buenos Aires. Eso es cierto.

8.

Sobre la melancolía: como yo no había nacido ni crecido en la Capital sino en un barrio suburbano, apenas si extrañé la calle Corrientes. En cambio dibujaba una carpa con fondos lacustres -el Futalaufquen- y un par de veces me dije que sólo añoraba, intensamente, la posibilidad de estar cinco minutos a bordo de algún colectivo, de ser posible el 59. En cuanto al resentimiento: no estuvo mal, nada mal, vivir, aunque sólo relativamente, la experiencia del marginal o del cabecita negra. Y mucho mejor, por enriquecedora, fue la experiencia de defendernos entre expatriados de todo el mundo y entre los propios desclasados de las diversas Españas, aun cuando nos integráramos a la sociedad que nos recibía, con sus mases y sus menos. En cuanto a la “integración”, solemne expresión, siempre lo digo, que por vía de la curiosidad devoradora, de la solidaridad y de la politización, estuvimos en la primera fila de la primavera española, la de la transición democrática, entonando Els Segadors, el himno catalán, a voz en cuello. Eso simplemente estuvo buenísimo. Eso y todo lo que se nos abrió la cabeza.

10.

Esto otro lo encontré al azar entre asuntillos que no quería que aparecieran. No quería que aparecieran aun cuando siga guardando cartas, papelitos y recuerdos para algún día. Párrafo de una carta escrita por Coco desde el DF cuando yo acababa de volver al país. Calculo -no tiene fecha- que es de septiembre de 1983.

“Hace como una hora y pico que rondo por la casa como un estúpido. No tengo ganas de escribirte. Me cuesta. No sé por qué siento que cualquier tema que toco me parece una trivialidad… Hasta que puse Campanadas de Lluis Llach. Se me suben las bolas a la garganta y empiezo a comprender un poco las cosas. Desde que dejé de tener problemas de seguridad para volver a la Argentina, aparecieron brusca y violentamente todos mis muertos. Tu carta revolvió todo eso… Desde hace un año a esta parte empiezo a elaborar el duelo de mis muertos. Escribo al correr de la máquina y se me viene una imagen a la cabeza. Hace siete años, en el departamento de Canning. Yo llegaba después de haberme encontrado con Vivi P. y (ella) me había asegurado lo del Cholo, Carlitos y Soledad. Yo te lo dije como quien anuncia un resultado de fútbol y vos me dijiste algo así como que cómo podía decirlo con tanta frialdad, sin estar hecho mierda. Tres meses después, en México, no quise descifrar una carta de mamá donde quería decirme que había desaparecido Augusto. A los tres meses en Barajas nos extrañamos de que que Leonora no fuese al aeropuerto y era porque ‘andaba mal’, había perdido Gere”.

Y siguen las firmas, es decir los muertos. Una vez más: yo no recordaba para nada esta carta. Más aún: como tantos, como todos, en otro lugar, yo mismo escribí acerca de mis frías reacciones cuando me contaban noticias de más muertos.

14.

El mejor recuerdo que tengo de mi viejo no es precisamente su capacidad de ser o hacer felices a sus hijos, sino el de sus relatos históricos empapados en valores humanistas. En el top ten de esos relatos descuellan los de la Guerra Civil Española. Yo tenía siete, ocho o nueve años y me fascinaba escucharlo. Hacia 1976 no era capaz siquiera de ubicar a Barcelona en el mapa pero sabía quién era Franco y tenía una vagorosa idea invernal de lo que pudiera ser España, además de saber entonar -como tantos jóvenes argentinos de los ’70, qué terrible pérdida de la memoria histórica azota a nuestro mundo- los cantos del bando republicano.

Llegamos pues a Barajas, procedentes del DF mexicano, para reencontrarnos con el hermano mayor, instalado en Barcelona. Era invierno y el Madrid de diciembre de 1976 nos pareció gélido, gris, señorial… franquista. Ayudaban mucho en esa percepción tanto los relatos de nuestro viejo como las películas de Saura. Pero también la contemplación en vivo de los capotes negros de los guardias civiles y sus tricornios medievales. Franco había muerto de flebitis un año antes. Faltaban unos cuantos meses y atentados criminales de los antiguos falangistas para encarar la transición. Madrid, en diciembre del ’76, era todavía una ciudad medio facha, infinitamente lejos de Almodóvar, el grupo de La Guarda, Telefónica y Repsol.

Fue Maca el que nos recibió en Barajas. Tal como se deduce por el párrafo de la carta de Coco, a todos nos unían las lágrimas que no sabíamos derramar; una larga cola de muertes. No recuerdo cuánto del trayecto de Barajas a la ciudad se dedicó a la actualización del parte de guerra y de muertos. Lo notable es que Maca -digno representante de lo que éramos y de lo que habíamos protagonizado- se hizo tiempo para trazar un brillante panorama político acerca de la situación española, incluyendo el repaso de las izquierdas y sus distintas posiciones. Creo que fue también en ese breve trayecto desde Barajas que Maca contó que dos amigas centrales de la barra estaban hechas polvo, muy hundidas, ambas con sus compañeros desaparecidos. Creo también que fue a bordo del auto que nos contó ese oscuro asunto de cómo en Barcelona el grupo de amigos practicaba el juego de la copita -ése en el que uno se relaciona con los muertos- y de cómo recibieron las primeras noticias de ciertas muertes mediante el antiguo arte de la adivinación.

Sólo dos años atrás habíamos jugado al ping-pong o al diccionario; la vida resultaba de lo más graciosa.

Estábamos ahora, efectivamente, en pleno invierno.

16.

Quiero saber si este libro se trata de esto. Había que dejar la adolescencia, había que crecer rápido. A decidir, a trabajar, a ganarse la vida. Yo no podía y eso me atormentaba. Esto sí supongo que lo puedo decir en primera persona del plural: éramos una legión de enyesados tratando de resolver sus vidas, tanteando a ciegas, bastante inútiles, descurriculados, solidarios a la hora de pasarnos datos: desde el teléfono público roto (o averiable mediante ardides) con el que llamar a Argentina al curso gratuito de catalán, solidarios para afrontar los asuntos de papeleos o poner nuestras casas a disposición de los muchos que iban llegando, decenas y decenas desde Buenos Aires, Córdoba, Mar del Plata, Milán, Tel Aviv, San Pablo, Estocolmo.

Se me cruza esta imagen: éramos como bueyes ciegos dando vueltas con el yugo, prisioneros de un sueño espeso. Rapidísimos para algunas cosas: aprender las calles, conocer el medio, animarnos a casi todo. Imposibilitados para otras: mantener alguna estabilidad en lo que fuera, averiguar qué queríamos ser, proyectarnos en el tiempo.

Crecer. Todo iba poniéndose más bonito a medida que íbamos encajando en lugares. Realmente bonito. Argentinos y uruguayos trabajamos para el PSOE pegando afiches electorales. Éramos muy buenos haciéndolo y, además de recibir paga, podíamos jactarnos de dos cosas. La primera: en las combis Pegaso demostrábamos que cantábamos las canciones de la Guerra Civil casi a la perfección mientras que ellos, los muy brutos, los muy emburrecidos por cuarenta años de franquismo, no se las sabían. La segunda cosa de la que podíamos jactarnos -de manera póstuma y a modo de echar últimos lastres- era la de nuestra extracción montonerita. Hacia el ’77 español todavía existían bombazos en Madrid y piñazos en las calles. Se decía que existían duelos a cadenazos en eso de pegar afiches, que los fachas no se andaban con chiquitas y lo mismo los supuestos centristas de Adolfo Suárez. Así que nosotros, cancheritos que todavía no habíamos entrado en la crítica a las desviaciones militaristas de nuestros comandantes, llevamos poderosos cinturones y cadenas para llevar bien puestos nuestros pantalones. Las narices en alto, husmeando como guerreros la posibilidad de la batalla nocturna. Nunca hubo combate en lo que a nuestras brigadas refiere.

Reventamos parte de esa hermosa guita -de verdad estábamos contentos por ganarla de tan digna y divertida manera-, la reventamos en Ibiza. Y aquí es curioso cómo se cruzan los planetas de los que estábamos hechos. Porque esos mismos porteños-cancheritos-machistas desembarcamos en Ibiza, la isla del -oh, guau- nudismo, de la Europa zafada, de los alemanes que posaban sobre la arena con un no sé qué de esnobismo y ostentación, como diciendo venimos de un nivel superior de la cultura, que no pasaba por cuestiones de sexualidad sino de poder. No sé cómo habrá sido para nuestras bellas compañeras de exilio adolescente mostrar las gomas junto a las gomas de Europa, sólo recuerdo una interna en una pareja en particular. Pero hé aquí que de pronto abríamos la cabeza, entre perplejos y gozosos, y que debíamos hacerlo replanteando límites. Ya no más porteñitos estructurados. Mucho menos militantes de códigos cuadrados.

En cuanto a mí, oh vergüenza. Sé de ésto: con todos los muertos que cargábamos, mi rumiar tenía lugar para la siguiente fantasía, con una parte del alma aún anclada en Buenos Aires. ¿Qué dirían mis compañeros de división -me preguntaba a lo tonto- si me vieran rodeado de las tetas, torsos y culos que ellos tanto admiraban en conciliábulo pajero?

22.

En algo seguro que nos benefició ser adolescentes: éramos más plásticos, absorbíamos de todo, nos interesábamos y nos adaptábamos. Mucho más duro debió ser a medida que se tenían más años de argentinidad o de vida a cuestas.

23.

Planetas diversos. Era muy distinto, supongo, haberse ido solo o con los viejos. Los que se habían ido familia completa eran una minoría distinguible. Para mí pronto se hicieron otro mundo. Mis viejos fueron de visita algunas veces y las visitas fueron arduas. Supe con el tiempo, creo que después del regreso, que se hacía fácil estar sin los viejos, que se hacía cómodo. Casi todos nuestros amigos españoles también vivían solos, muchos eran migrados internos. Pasados unos cuantos años fui a la casa de un amigo catalán. Ese sí vivía con los viejos. Recuerdo todavía la sorpresa de haber encontrado una madre en su casa, lo exótico que me resultó. Ahí descubrí hasta dónde me había acostumbrado a la inexistencia de padres. Tuvieron que pasar muchísimos años más para que fuera yo el que se diera cuenta de qué horriblemente solos habían quedado acá nuestros viejos y qué cantidades insoportables de dolor y de humillación debieron tragar.

25.

Hubo largos momentos en los que fui feliz o creo que fui feliz. Feliz en los recitales (creo verlo sólo ahora: cómo ayudó la música). Cuando comíamos en bares ruidosos llenos de andaluces y extremeños y metíamos duros que no teníamos en los flippers. Fui feliz devorando, aprendiendo todo lo que aprendí no en la facultad sino en las calles, en los viajes, haciendo radio o periodismo, conociendo otras culturas, fascinado por la historia profunda y por la diversidad de las muchas Españas.

¿Exilio? Eso no es exilio si es que se debe entender el término exilio como sinónimo de bajón. Eso fue extraordinario y, acabo de decirlo, lo extraño.

Era feliz cuando con Juan Pablo, entre risas, nos prometíamos que no abusaríamos de la hierba que habíamos plantado. Pero es que no podíamos reprimir las ganas y nos cagábamos de risa hasta la madrugada, zapábamos y recuerdo el momento de cierta noche en la que, meta improvisar cosas raras con las guitarras, nos miramos extasiados y dijimos: “¡¡Wheater Report, Wheather Report!!”, convencidísimos en el alucine de que lo que tocábamos pertenecía a las cumbres de la creación artística.

Hubo un momento hasta de felicidad soberbia. Yo me exploraba, me tanteaba, y me decía, verdaderamente dichoso y sin trampas, que yo no era argentino o español o lo que fuera. Tampoco era ciudadano del mundo o cosa parecida. Simplemente era. Me decía también, encantado de la vida, que estaba buenísimo que mis mujeres no fueran argentinas o porteñas o, peor, porteñas judías. Me decía satisfechísimo, autoafirmadísimo, re-margineta, que esas mujeres estaban, cómo decirlo, demasiado vistas, que no había novedad posible en ellas.

Arrancó 1982 y acabé la facultad. Cerró la revista en la que trabajaba. Terminó la relación con Rosa, dichosa y tocada aquí y allá por presuntos tics de mal cine francés. Estalló la guerra de Malvinas.

Uy, me dije, cierto. Argentina.

Volví y el regreso no estuvo mal, nada mal. Tuve suerte y alguna fuerza interior.

Hay cosas en las que sigo siendo el mismo nabo de siempre: hace quince años que no vuelvo a España. Ahora mismo podría ir y sacar el pasaje. Díganme ustedes por qué no lo hago, ya que extraño.

*Este texto forma parte del libro Los chicos del exilio (Argentina 1975-1984), de Diana Guelar, Vera Jarach y Beatriz Ruiz. Ediciones El país del no me olvides. 2002.