El extraño de pelo largo y la extraña de las botas rosas, Marilú y el marinero bengalí, la insomne Ana y la durmiente Maribel, el final de todas esas historias y muchas más en una “investigación periodística” del otro yo de uno de los editores de Socompa. (Foto de portada: Claudia Conteris)

La culpa fue exclusivamente mía, por subir una foto con una botella de Glenffidich estacionado 12 años en barricas de madera de cerezo. Esa imprudencia me costó que ayer a la tarde se me apareciera Argañaraz en Traslasierra, golpeara las palmas y se anunciara con un “Ave María purísima, Cecchini” que me dio ganas de escaparme por el monte que hay atrás de La Provenzal. Pero no lo hice porque estaba descalzo y en enero hay yararás, que son más venenosas que Argañaraz. Así que fui y abrí la tranquera.

-Ya me tomé toda la malta, Argañaraz – le dije de entrada.

-Qué manera de saludar es esa, Cecchini. No sea maleducado, vine por otra cosa – respondió con esa sonrisa que me saca de las casillas.

(Creo haber contado más de una vez que mi relación con Argañaraz es de las peores, porque con su sola presencia el tipo saca lo peor de mí, al punto que llego a confundirme con él).

-¿A qué vino entonces? – le pregunté

-A contarle de mi última investigación periodística, para ver si le interesa para Socompa – me contestó.

-¿De qué se trata? – le pregunté.

-Averigüé qué se hizo de la vida de los personajes de las canciones más famosas de los ’70 – me dijo.

-No me joda, Argañaraz – le dije -. Ahora me va a decir que sabe cómo vive hoy el extraño de pelo largo.

-Justo con él iba a empezar. Mi equipo de investigación… – se largó a decir.

-¿qué equipo de investigación? Ahora me va a decir que tiene investigadores periodísticos – Lo interrumpí.

-Claro es un grupo de pibes recién recibidos en la Facu de Periodismo. Como ahí no aprenden un carajo de periodismo de verdad, los invité a que trabajaran conmigo y aprendieran – me contestó.

-¿Y cuánto les paga por el trabajo? – le pregunté.

-¿Cómo que cuánto les pago? Nada. Ellos tendrían que pagarme a mí por lo que les enseño, pero yo soy generoso y no les cobro nada – me dijo.

Tengo que confesar que en ese momento quise dar por terminada la charla y abrirle la tranquera para que se fuera, aunque tuviera que sacarlo a patadas en el culo, pero me había dejado intrigado.

-Bueno, cuénteme del extraño de pelo largo – le dije.

-Vive en Parque Patricios. Uno de mis investigadores lo encontró en la farmacia; el tipo estaba comprando un blíster de viagra y un pomo de Corega sin sabor. Me dijo que el pobre está pelado de arriba, pero que trata de tapar la calva acomodándose los pelos largos que le quedan a los costados… – me empezó a contar.

-Por lo menos le quedará el fuego en su mirada… – le dije.

-Eso el pibe no lo pudo averiguar, porque el tipo usa unos anteojos culo de botella que le distorsionan los ojos – me contestó.

La verdad no sabía si tomármelo en serio o en joda. Para molestarlo lo provoqué:

-Seguro que también averiguó qué es de la vida de la extraña de las botas rosas…

Me miró divertido, como si me estuviera esperando, y me contestó:

-Claro, de ella sabemos mucho más. Se llama Nelly y quedó marcada para siempre por la canción. Se casó con el dueño de una zapatería del Once y tuvo dos hijos. El marido murió y ella ya no atiende el negocio, que lo manejan los pibes, pero si pasa a las seis y media de la mañana por la puerta la va a ver… siempre está baldeando la vereda…

-¿Con las botas rosas, Argañaraz? – le pregunté.

-No, Cecchini, no me joda. Baldea en ojotas.

Llegado a este punto, confieso que quise saber de otros.

-Y de Ana, la que no dormía, ¿qué sabe? – le pregunté.

-Esa es una historia interesante… – me contestó, esperando que yo insistiera.

-Cuente, Argañaraz, cuente… – me rendí.

-Es una historia de amor y vocación. Parece que Spinetta se inspiró en su insomnio y, pasados los años, seguía sin poder dormir. Entonces se puso a buscar a Maribel…

-¿De qué Maribel me habla, Argañaraz? – le pregunté, desorientado.

-¿Vamos, Cecchini! La de la otra canción del Flaco, esa que decía “Maribel se durmió…”. Por eso Ana la buscó.

-¿Y qué pasó?

-Es una historia hermosa. Se enamoraron y ahora no sólo son pareja sino que pusieron juntas una clínica para el tratamiento de trastornos del sueño.

Mientras me iba contando, en el parque de La Provenzal, Argañaraz miraba insistentemente hacia la casa y se mojaba los labios con la lengua.

-¿Tiene sed? – le pregunté, para joderlo.

-¡Sí! – contestó esperanzado.

-Le traigo un vaso de agua – le ofrecí.

-Creí que me iba a invitar con la malta – me contestó, casi enojado peo sin perder las esperanzas.

-Para eso tiene que contarme más… – le dije.

-Bueno, le cuento entonces de Marilú – me contestó.

-¿La del marinero bengalí? -quise saber.

-La misma, Cecchini, la misma. Al final se fue nomás con el marinero bengalí. A Bangla Desh, se fue…

-No me diga…

-Sí le digo – me dijo.

-¿Y eso lo supo por uno de sus investigadores de la Facu de Perio?

-Dejesé de joder, Cecchini. Lo supe por Jorge Fernández Noches, el tipo ese que trabajó con nosotros en aquella redacción que no nombraré y que quiso probar suerte en un gran medio de habla inglesa…

-Ajá… – le di pie para que siguiera hablando.

-Sí, primero probó en The New York Times, pero no pudo; después quiso entrar en The Economist y en The Sun, en Londres, pero tampoco lo quisieron. Así que terminó en el diario Samakal, de Dhaka, la capital bengalí. Me acordé de eso y le escribí preguntándole si sabía algo de Marilú. Me contestó al toque.

-¿Tan rápido?

-Es que ella vive también en Dhaka, a dos cuadras de su casa, y allá hay pocos argentinos, así que se conocen todos…

-¿Y qué le contó? – le pregunté, realmente intrigado.

Foto: Claudia Conteris.

-A poco de llegar, el marinero bengalí la dejó. Parece que conoció a una chilena en otro viaje. Entonces se las rebuscó como pudo y le fue bien… – me contestó Argañaraz e hizo una pausa, sólo para que yo insistiera.

-¿Y? – insistí.

-Hoy regentea un prostíbulo en la zona roja de Dhaka. Tiene como treinta chicas y anda por las calles en un Mercedes… Pero nunca más formó pareja, parece que no puede olvidar a su marinero bengalí.

Argañaraz terminó de contar la historia de Marilú y se quedó callado, esperando que me levantara y trajera el Glenfiddich. Al final, cansado de esperar, me preguntó:

-¿No me va a convidar, Cecchini?

-Sí, pero antes cuénteme otra – le dije.

-Bueno, pero esta es realmente triste. Es la historia de Sandra…

-¿Qué Sandra? – le pregunté, de verdad que no sabía de quién hablaba.

-A la que le mandaban rosas, Cecchini, a la que le mandaban rosas…

-¿Y por qué es una historia triste? ¿No le mandan más flores?

-Sí, le ponen flores todos los días, pero no son rosas sino calas. Se la llevan a la parcela número 8 del pasillo 25 del cementerio de la Chacarita.

-¿Se murió? – pregunté.

-No, si va a vivir ahí… – me contestó Argañaraz, incrédulo.

Hizo una pausa y siguió:

-Igual esa investigación todavía está incompleta…

-¿Por qué?

-Todavía no pudimos averiguar si las flores se las manda Sabú…

Nos quedamos los dos callados hasta que finalmente me dijo:

-Y ahora traiga el whisky, Cecchini, y un poquito de agua bien helada para ponerle.

Terminamos la noche desafinando viejos éxitos de los 60 y los 70.

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