Fue llevada al campo de concentración nazi más grande de Polonia en 1943. Tenía 16 años y de entrada perdió a su madre y dos hermanitos, puestos en la cola de los que iban directo a las cámaras de gas.
Sentados en el comedor de su departamento próximo al Hipódromo porteño, le cuento que la primera vez que la vi por televisión me puse a llorar. No es que no conociera testimonios de la barbarie nazi: mis viejos hicieron desde chico todo lo necesario para que nunca olvide lo que había ocurrido antes de que yo naciera. Pero verla y oír a Lea Zajak Novera fue conmocionante. Quizás por el tatuaje negro en el antebrazo izquierdo que identifica a todos los que estuvieron en Auschwitz-Birkenau, el campo de concentración donde 1,1 millón de judíos de Polonia, Hungría, Grecia, Eslovaquia, Francia, Holanda y otros países fueron exterminados sistemáticamente, junto a polacos disidentes, gitanos, prisioneros de guerra y comunistas de otros países. Pero sobre todo por lo que contaba y aun cuenta sin parar, a borbotones. No como una gran historia del Holocausto sino como una sucesión de anécdotas personales con todo detalle.
De su madre Ester, de 39 años, que apenas bajada del vagón de ganado que los había transportado desde Bialystok, comprendió que la cola en que la habían puesto con una hija menor y un bebé en brazos era la de los que iban a morir porque sólo había ancianos, enfermos y chicos. “La mente humana trabaja a cien cuando se percibe el peligro y mamá me dijo que la siguiera a mi tía Sara, diez años mayor que yo, enviada a la fila de los que parecían sanos. Yo tenía un tapado marrón que me había parecer más grande y me escabullí. Fue la primera vez que me salvé. Mamá y mis hermanos fueron directo a la cámara de gas”.
Otra, cuando el terrorífico doctor Josef Mengele, el teórico de la “higiene racial” que realizaba experimentos con seres humanos en el campo, le levantó la piel sin carne de la mano y ordenó que la pusieran en la lista de los que iban al matadero. “Una médica rusa, que era prisionera de guerra, anotó el nombre de otra prisionera que ya había muerto y me salvó”. De su salvadora no olvida su nombre, Lubov, “que en ruso significa amor”. Del “angel de la muerte” que después de la guerra escapó a Sudamérica y murió en Brasil recién en 1979 (tras su paso por Argentina y Paraguay), que sus dedos “eran como patas de araña”. Y lo dice mientras se estira la piel por donde el asesino la tomó.
Drei, drei, funf, null, zwei
Bautizada Liza, Lea es una máquina de contar sucesos con una precisión asombrosa. “En un programa de tv me hicieron repetir drei, drei, funf, null, zwei, 33502 en alemán. Repetir una y otra vez el número que llevo tatuado en el antebrazo con tinta china, como a todos los que entrábamos a los campos. Pero yo no voy para hablar de eso sino de lo que pasó, que aun hoy es algo muy difícil de contar. Esta mi manera de vaciar esta mochila de cien toneladas que cargo como sobreviviente de la Shoá. Y seguro que un parte me la voy a llevar cuando me vaya”.
“El nazismo me hizo perder la adolescencia”, sintetiza con ironía esta muchacha muy bajita nacida el último día de 1926. A los doce años, el 1° de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial. Ese año ya no pudo iniciar las clases. Su familia, que tenía una tienda de alimentos, los acopió en un entrepiso. “Ilusos: aun teníamos esperanzas que la guerra duraría poco y todo volvería a ser normal”. El tío que organizó la movida fue ejecutado poco después.
En octubre de 1941 cuando Hitler invadió la Unión Soviética, la región oriental de Polonia fue ocupada por tropas alemanas y las familias judías debieron entregar aparatos de radio, pieles, joyas y platería. Su familia primaria fue llevada desde la aldea de Hajnówka al ghetto armado en capital provincial, Bialystok, ubicada a 50 kilómetros. Era el modelo de concentración de población judía que ya se había aplicado en Varsovia y Lodz, los otros grandes centros urbanos con alto porcentaje de componente hebreo. Y a comienzos de 1943, antes del levantamiento en del ghetto en la capital polaca, fueron trasladados a Auschwitz-Birkenau, el complejo de varios campos de concentración donde se ya implementaba la “Solución Final” contra los judíos y otras “razas inferiores”.
De la barraca de mujeres en Auschwitz, cuando ya había perdido todo contacto con los hombres de la familia, Lea rememora la rutina del recuento –zäblappel- que las obligaba a salir del camastro de madera compartido todos los días a las cuatro de la mañana, con heladas y nieve, y compañeras que ya no se levantaban. De las montañas de cadáveres antes de ser depositados en fosas comunes, de las pilas de zapatos, de pelo y de anteojos. Del olor acre del humo de los crematorios. “Pero lo que no puede contarse con palabras es el hambre, un hambre que te enloquece porque no te deja pensar en otra cosa que conseguir un pedazo de pan”.
El día de la liberación
Lea/Liza llegó a la Argentina vía Uruguay en 1947. Acá armó una familia en pareja con Max, un paisano que había sobrevivido en los bosques, primero como fugitivo y luego como partisano. Tuvo dos hijos, Jorge y Héctor, que estuvieron “chupados” en 1977 pero aparecieron. Estuvo al frente de instituciones de la colectividad. Es tan argentina como judía y polaca.
El lunes participará especialmente invitada de un acto en la Cancillería donde el Estado nacional recordará la liberación de Auschwitz. Para participar del homenaje central a los millones de víctimas del Holocausto y condenar el antisemitismo contemporáneo el presidente Alberto Fernández viajó a Israel. Durante el foro, el presidente alemán Frank-Walter Steinmeier asumió la responsabilidad de su país en la enorme tragedia pero advirtió que “el odio de está expandiendo” de modo que no se trata sólo de una cuestión histórica. Con decir que el presidente polaco Andrzej Duda declinó asistir aduciendo diferencias organizativas y con otros jefes de estado.
“Por los obreros polacos que tenían contacto con prisioneros del campo sabíamos que el Ejército Rojo estaba cerca. A mediados del ‘44 había cruzado la antigua frontera ruso-polaca y entrado en el campo de concentración de Majdanek sin que los nazis alcanzaran a destruirlo. La ofensiva iniciada en Stalingrado era tan veloz que no tuvieron tiempo de dinamitarlo como también planeaban con Auschwitz. Querían borrar los rastros pero la liberación del primer campo confirmó al mundo la existencia de las cámaras de gas”.
Diez días antes de liberar Auschwitz el 27 de abril, en la noche del 17 al 18 de enero Liza y otros 60 mil prisioneros fueron sacados a la Marcha de la Muerte hacia el interior de Alemania. Iban los que aun podían caminar y casi la mitad murió en el camino. “Yo tuve que esperar hasta el 23 de abril del ‘45 para ser liberada. Los nazis nos llevaban para ocultar su retirada y evitar los bombardeos. Con un grupo nos dejaron en un galpón en las afueras del campo de Ravensbrück, cerca del rio Elba. Empezamos a escuchar los gritos de ‘Hurra, Hurra’, muy característicos del ejército soviético cuando tomaba una posición. Salimos y me abracé con mi tía. Lloramos. Fue un día terrible. Habíamos perdido más de 80 familiares, entre padres, tios, abuelos y hermanos. Dos semanas después Alemania se rindió”.
Por su amiga Mira, que había decidido quedarse en Auschwitz a esperar la muerte junto a su madre, supo que la liberación en el gran campo de la muerte tampoco fue jubilosa. Los soldados rusos encontraron entre 2.000 y 7.600 personas, según un informe, que permanecían allí apenas se arrastraban y eran poco más que un esqueleto.
Dejar testimonio
No sabe cuántos sobrevivientes de Auschwitz como ella quedan vivos hoy en el país. “Un puñado, quizás menos. Somos nonagenarios, muchos ya no están y otros ni saben cómo se llaman”. Y ella, que con sus propios ha visto casi todo, está casi ciega. “Apenas puedo leer en un e-book en el que agrando la fuente”, dice cuando le pregunto cómo enviarle esta nota. Una más de las decenas que ha dado, generalmente para esta fecha.
Cuenta que en los últimos años leyó las novelas de Almudena Grande sobre la Guerra Civil Española. También una trilogía del búlgaro Angel Wagenstein, empezando por “Adios a Shangai”, la ciudad china donde los judíos europeos que imaginaban lo que se avecinaba podían escapar. Recomienda vivamente “El Talmud de Viena”, del español Gonzalo Hernández Guarch, donde indaga sobre el destino de los judíos europeos entre la Paz de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, y el ascenso del hitlerismo. “Yo siempre doy vuelta alrededor de lo mismo”.
Junto a su amiga del campo se filmó un documental, “Mira y Lea dejan su huella”. Pero su mayor ilusión es que su testimonio y el de otros sobrevivientes perdure en el Museo del Holocausto porteño. “Tus nietos que no saben nada de lo que pasó van a poder ir y preguntar lo que quieran. Ya contesté como mil preguntas y gracias a la moderna tecnología, siempre tendrán la voz y la imagen de protagonistas contándoles lo que ocurrió”.
También ha publicado un libro, “Historia de mi Mochila”, que firma Liza Zajac Novera, 33502, el numero con un triángulo abajo que lleva tatuado con aguja en el antebrazo izquierdo. Son sus relatos en un taller de escritura y se lo presentó el juez federal y ahora candidato a Procurador General, Daniel Rafecas, autor de un riguroso estudio sobre la “Historia de la Solución Final”. La tapa son unos luminosos girasoles. “Es el recuerdo que tengo de los campos de mi infancia cuando íbamos a visitar a los abuelos”.
La dedicatoria dice: “A la última mirada de mi madre. En nombre de todos los míos”. Como escribió otro sobreviviente del gran campo de la muerte, escritor italiano y sefardita Primo Levi: “el que estuvo allí nunca podrá salir y el que no estuvo, nunca podrá entrar”.
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