Un padre que obligaba a sus hijos a asistir, en riguroso blanco y negro a las transmisiones del Festival de San Remo. Hasta la aparición imprevista de un cantante que fue para el autor por mucho tiempo modelo de facha y de desafinación. Allí se terminó todo.

El viejo, mi padre, tenía un amplio desconocimiento de la lengua italiana. Quizás en estrecha coincidencia con su padre, mi abuelo, que hacía gala de un profundísimo rechazo al español, a pesar de haber vivido casi 80 años en la Argentina, donde llegó proveniente de Italia cuando tenía 13 o 14 años, apenas iniciado el siglo XX. La edad, por esa época, se sabe (guerras, hambrunas y enfermedades mediante) no era un asunto de vida o muerte y, por lo tanto, el viejo, mi abuelo, nunca tuvo muy en claro en qué año había nacido.

La cuestión es que mientras el abuelo mascullaba una jerigonza cocoliche de la cual se entendía poco y nada, su hijo, mi viejo, había avanzado a los tropezones con el español pero lo manejaba con cierta fluidez porteña de clase media baja sin atributos ostensibles. Eso sí, de italiano, ni los buenos días, como quiera que se dijera en esa lengua.

De todos modos, mantenía, creo yo que por testarudez hereditaria, un respeto desmedido por todo lo que fuera italiano que rayaba con el amor, sin más vueltas.

Así, no había transmisión televisiva del festival de San Remo que se perdiera. Que no se lo perdiera él, mi viejo, no habría tenido ninguna importancia. El problema es que toda su familia debía seguirlo en su cruzada ítalo-musical.

Cuando se dice “toda su familia” habría que entender que eso no implicaba a su padre, mi abuelo, que vivía en otra casa y que nunca supo cómo se prendía el televisor. “Toda su familia” tampoco incluía a su esposa, mi madre, que en esos momentos siempre encontraba la manera de levantar la mesa de la cena o lavar los platos o, en fin, dejadas de lado esas actividades para que las desarrollaran sus hijos (“que ya bastante creciditos están para saber qué son las tareas de la casa, eh”, decía, feminista anticipada sin saberlo, y nadie se le animaba a contradecirla), charlar animadamente con sus hermanas, mis tías, que vivían en la casa que estaba delante del departamento que ocupábamos (y el verbo ocupar debe entenderse en todo el sentido de la palabra) nosotros.

De esa manera, a la transmisión televisiva de los festivales de San Remo debíamos prestarnos mi padre, obviamente, y sus dos hijos: mi hermano y yo.

Quiero suponer, poco menos de cinco décadas después de aquellas veladas, que mi hermano (cuatro años mayor a mí) tenía vagos conocimiento del italiano. Un día de estos debería preguntarle. Pero la conclusión a la que llego proviene del recuerdo de la cara de pocos amigos que tenía durante toda la emisión del festival, que debía ser visto y oído atentamente según las órdenes nunca dichas de mi padre, sólo perceptibles por la coincidencia de tres hechos: servirse un vaso de vino tinto malo casi hasta el borde; prender un cigarrillo y dejar el paquete y el encendedor a mano, sobre la mesa, al lado de la servilleta que mi madre no había recogido, y clavar la mirada en el televisor luego de mirarnos seriamente a los dos sin pronunciar palabra. Esas órdenes, por supuesto, jamás contenían a su esposa, mi madre. Pero que, por esa cuestión de respeto temeroso mezclado con cierta cuota de cariño o, aunque sea, de afecto que existía por aquellos años a la figura paterna y materna y ante la consagración de la familia, mi hermano y yo debíamos obedecer sin chistar.

Del italiano, sacando el “buona sera” (que sabía decir pero sin saber qué quería decir, ya que por ejemplo lo usaba de mañana o para señalar las tetas de Gina Lollobrigida), yo profesaba el mismo desconocimiento que mi padre. Pero, a diferencia de él, el aprecio que sentía por Italia y sus productos (salvo las mencionadas tetas de la Lollobrigida, que me atraían antes de saber siquiera qué podría hacer yo con ellas) era notoriamente nulo.

Sin embargo, una noche de esas, luego de la consabida sopa de verdura y milanesas con puré, sopa y milanesas pergeñadas por mi madre y que mi hermano se mantiene, poco menos de cinco décadas después, en caracterizar como exquisitas y yo como elementos de tortura maternal, una noche de esas, decía, en 1971, el festival de San Remo trajo la posibilidad de un cambio sustancial en cuanto a las relaciones de mi padre y mía sobre Italia y lo italiano.

Esa noche, luego de los acaramelados boleros y las canzonetas hostiles, un energúmeno subió al escenario blanco y negro del televisor secundado por otros tres energúmenos de bigotes absurdos y sombreritos no menos absurdos que blandían sus instrumentos como si se trataran de ametralladoras de juguete: una guitarra, un acordeón –más similar a una verdulera que a un acordeón– y un banjo de cuatro cuerdas (instrumento éste del cual yo no tenía la menor idea qué era, salvo, lo dicho, una ridícula ametralladora de juguete pero con una pandereta como cuerpo central). El energúmeno que cantaba lo hacía como si lo estuvieran desollando o como si nunca, pero nunca en la puta vida, hubiera cantado; los tres músicos aporreaban sus instrumentos, cada uno con un sonido único e inconfundible, y seguían con sus cabezas ensombreradas y sus bigotes conspicuos el compás pegadizo como los jingles de la publicidad. Los cuatro tenían clavada una sonrisa de ocasión y el que cantaba miraba fijamente con sus enormes ojos negros a la cámara (o donde él suponía que estaba la cámara). Lo de ojos negros, a decir verdad, podía tener que ver con la condición blanquinegra de la televisión de entonces, pero para mí, hoy, poco menos de cinco décadas después, siguen siendo negros azabache y penetrantes. Como los de un desquiciado. Y era nomás un desquiciado. Tanto como los otros tres que lo acompañaban con frenesí.

Mi viejo estaba indignado: Italia, lo italiano, se desmoronaba ante sus ojos sin importar ni el vaso de vino ni el tercer o cuarto cigarrillo, ni la servilleta. Se desmoronaba ante la letanía desentonada del energúmeno y los bigotazos y sombreros y soniditos de los tres acompañantes. Era, ¿cómo decirlo?, Nerón incendiándolo todo, la península y la tradición y la historia y la mar en coche italiana. Era la loba negándose a darle la teta a los hermanitos Rómulo y Remo. Era la traición al enorme espíritu garibaldino. Era la consagración del mal, la unión pecaminosa de Mussolini y Berlusconi (ucronías mediante) cayendo sobre la Italia toda desde sus más remotos orígenes.

Para mi padre era algo que no debía verse ni oírse. Una cosa destinada a la destrucción.

Para mí fue la constitución de un proyecto. Sin saber qué decía la letra que insistía en cantar (cantar es un decir), sin saber ni siquiera quién era ese energúmeno, yo quería, al crecer, ser como él: mirar fijamente con ojos profundamente negros azabache, clavarme una sonrisa de ocasión, vestirme así como si hubiera entrado a oscuras dentro de un ropero, cantar sin preocuparme si afinaba o no y tener detrás un conjunto de tres desorejados que empuñaran sus instrumentos dispuestos a romperlo todo y romperlos de paso. Así, y sólo así, sabría qué hacer con las tetas de la Lollobrigida y con la Lollobrigida toda con su anuencia o, mejor dicho, con su apasionamiento sin frontera, perdidamente enamorada de mi salvajismo.

El salvaje original, lo supe muchos años después, se llamaba (¿se llama, sigue vivo? Sí, me dicen que sigue  vivo) Adriano Celentano. La canción, llamarla canción es una manera de definir lo imposible, se llamaba “Sotto le lenzuola”.

La letra, lo supe ahora, poco más de cinco décadas después de aquella noche epifánica, dice así:

 

Io l’altra notte l’ho tradita

E so tornato alle cinque

Pian piano sotto le lenzuola

Non la volevo svegliar

Ma l’abat-jour che è vicino a lei

S’illuminò come gli occhi suoi

Lei mi guardo, io non parlai

Io non parlai e come giuda la baciai

Ehi, ehi, ehi

Io non giocai quella notte a poker

Ma sono stato insieme alla sua amica

Guardando me sembrava che

Lei mi leggesse la verità

E con la mano accarezzandomi le labbra

Mi perdonava quel che lei non saprà mai

Io amo lei, soltanto lei

Ma perché mai l’avrò tradita

La sera dopo sono uscito

Per fare il solito poker

Avrei voluto che venisse

Ma lei mi ha detto di no

Vai pure, vai, io rimango qui

Gli amici tuoi son tutti la

Sveglia sarò quando verrai

Quando tu verrai e poi mi disse sorridendo

“ehi, ehi, ehi”

Al poker…    

 

Todavía sigo sin saber qué dice. Un día de éstos le voy a preguntar a mi hermano si puede traducirla. O a su esposa, mi cuñada, que es casi casi una italiana (Patrissia, dice cuando le preguntan cómo se llama).

La historia es que desde aquella noche (fatídica para el viejo, mi padre; epifánica, como dije, para su hijo menor, es decir para mí) no hubo obligación de mirar las sucesivas emisiones televisivas del festival de San Remo. Yo las seguí mirando casi en secreto (un secreto que duraba poco en una casa de dos ambientes como en la que vivíamos), especulando con la posibilidad de que volviera a aparecer ese energúmeno. Poco a poco, con los años y con la ausencia proverbial de Celentano en cada nueva emisión, fui dejando de ver las emisiones que, no demasiado gentilmente, sino más bien con espíritu imperialista, mandaba la RAI. Creo, pero sólo es una creencia, que los organizadores del festival tuvieron la misma sensación que mi padre para con el mencionado Celentano. Y la televisión nacional, con los años, dejó de transmitirlos.

Hoy, poco menos de cinco décadas después, vi aquella presentación (en internet: https://www.youtube.com/watch?v=TaGJ7TKMPtA) y el efecto fue casi el mismo. Digo “casi” porque nunca pude parecerme ni de cotelete a ese magnífico energúmeno: mis escarceos musicales no pasaron de tararear (con patetismo y perseverancia, eso sí) “Indio toba” (que se llamaba y se llama “Dueño antiguo de las flechas” pero todo el mundo la conoce como “Indio toba”) y de aporrear la guitarra en tren levante ocasional o de los otros, siempre con resultado negativo, tanto musical como sexual. Lo que se dice un fracaso llevado adelante con todo éxito. Entonces, dije “casi” porque al verlo me dieron ganas de ser él nuevamente, claro que ahora no me queda tanto tiempo para parecerme y, para decirlo todo, no estoy muy seguro de que la Lollobrigida me de bola con sus 90 pirulitos.