La pandemia de Covid-19 presentifica un destino del que los humanos somos conscientes pero que vivimos negando. En este texto, el autor juega con la idea de la muerte de la muerte y sus imposibles efectos sobre la humanidad.
“Ser y tiempo se determinan recíprocamente, pero de una manera tal que ni aquél -el ser- se deja apelar como algo temporal ni éste -el tiempo- se deja apelar como ente.”
(Martin Heidegger. Tiempo y ser)
Mientras la muerte agonizaba (porque la muerte de la muerte no fue asunto de un día), muchos se apresuraron a morir, como en una liquidación. Hubo enfermos terminales que dejaron de resistir, amantes que buscaron el último y más sublime orgasmo, filósofos que se suicidaron, guerreros que encontraron la única victoria posible en una derrota fatal, padres amorosos que mataron a sus hijos e hijos compasivos que acabaron con la vida de sus padres, condenados que no apelaron sus sentencias, amigos que cumplieron infantiles – pero de pronto definitivos – pactos de sangre, sacerdotes que descubrieron la impotencia de su dios y lo negaron a tiempo para poder irse al lugar donde ya sabían que no estaba ni nunca había sido, mujeres que se abortaron para toda descendencia, lectores que eligieron leer su último libro, soñadores que apuraron todos los sueños en el sueño final, artistas que apresuraron su obra postrera al tiempo que renunciaban a una inmortalidad que se les había vuelto detestable, y millones que – como todos los días hasta entonces – murieron de venturosa muerte natural antes que la muerte muriera. Pero no fueron muchos: más, infinitamente más, sumó la cuenta de los que se quedaron.
Cuando la muerte de la muerte ocurrió también sucedió la muerte del tiempo. Porque el tiempo, al prolongarse indefinidamente, dejó de existir. Y esa fue la última muerte, porque después de ella ya no hubo más.
Después de la muerte de la muerte – porque a pesar de no existir el tiempo, algún orden residual de las cosas sobrevivió por imperio de las costumbres como un reflejo de lo que ya no era: apenas la ilusión que demoraron en darse cuenta – el principio fue una fiesta. Los que se quedaron creyeron que el tiempo seguía existiendo y que sería eterno. Pretendieron (pero el verbo en pasado es una simple convención para permitir estas últimas líneas) apurarlo con el frenesí de un borracho que sabe que nunca se vaciará su copa. Todos y cada uno pretendieron cumplir con lo que, cuando aún la muerte era muerte y el tiempo ponía plazos, habían creído su destino. Ignoraron que al desaparecer todo final, cualquier destino se torna imposible.
Los políticos y los guerreros vencieron y fueron derrotados en batallas para volverlas a ganar y perder sin que hubiera ni un solo muerto en sus confundidos ejércitos; los dictadores aplastaron a sus pueblos y las mismas muchedumbres dominadas los derrocaron para caer sojuzgadas bajo el peso de sus botas y levantarse nuevamente en un círculo donde la ausencia de la muerte sólo dejaba espacio para el dolor; los criminales asesinaron a sus víctimas y éstas, que no podían morir, los capturaron, los juzgaron y los condenaron a una muerte que, por imposible, sólo logró exacerbar los deseos de venganza de unos y otros en una escalada infernal; los sacerdotes, los imanes y los rabinos se enfrentaron en inútiles guerras santas en busca de sustituibles primacías, y luego abandonaron a sus dioses de otras vidas y otros reinos y otras leyes, una y cien veces antes de unirse para tratar de recuperar a los incrédulos rebaños detrás de un nuevo y único dios, tan imposible como los anteriores, que prometió a sus devotos la improbable gracia de una muerte definitiva.
Y después (pero no se trata de tiempo sino de una simple convención para terminar con estas últimas palabras, que sin muerte carecen de sentido) los médicos dejaron de salvar vidas porque ya no había vidas que salvar sino dolores imposibles de curar; y los hombres y las mujeres dejaron de engendrar porque el mundo se estaba haciendo demasiado pequeño para albergar la vida eterna; y los políticos y los generales no lucharon más, cansados de una interminable secuencia de victorias y derrotas vacías; y todos dejaron de hacer hoy para tampoco hacer mañana, porque al no tener fin la cuenta de los mañanas el futuro no… la historia no… ni verbo… palabr/
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