El golpe en Chile, con Nixon presidente. Y también, entre tantas cosas, los bombardeos aéreos de Estados Unidos, que bajo su supervisión dejaron 350.000 civiles laosianos y 600.000 civiles camboyanos muertos. Ícono de una era, acaba de cumplir un siglo.

Bhaskar Sunkara y Jonah Walters*

Henry Kissinger cumple 100 años este sábado [27 de mayo], pero su herencia nunca ha estado en peor forma. Aunque muchos comentaristas hablan hoy de un “legado torturado y mortífero”, durante décadas Kissinger recibió alabanzas de todos los sectores del establishment político y mediático.

Kissinger, refugiado judío adolescente huido de la Alemania nazi, recorrió una improbable senda hasta algunos de los cargos más poderosos de la Tierra. Y lo que es aún más extraño, como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado de Nixon y Ford, se convirtió en una especie de icono pop.

Por aquel entonces, un perfil adulador del joven estadista lo definía como “el sex symbol de la administración Nixon”. En 1969, según dicho perfil, Kissinger asistió a una fiesta llena de miembros de la alta sociedad de Washington con un sobre marcado como “Top Secret” bajo el brazo. Los demás invitados a la fiesta apenas podían contener su curiosidad, así que Kissinger desvió sus preguntas con una ocurrencia: el sobre contenía su ejemplar del último número de la revista Playboy (al parecer, a Hugh Hefner [creador de la revista] le pareció divertidísimo y a partir de entonces se aseguró de que el asesor de seguridad nacional recibiera una suscripción gratuita).

Lo que realmente contenía el sobre era un borrador del discurso de Nixon sobre la “mayoría silenciosa”, un discurso ahora famoso que pretendía trazar una línea nítida entre la decadencia moral de los liberales antibelicistas y la inquebrantable “realpolitik” de Nixon.

Bombas, flashes, actrices

El trabajo de alto secreto que realizaba en la década de 1970 también envejeció mal. En pocos años, organizó bombardeos ilegales en Laos y Camboya e hizo posible el genocidio de Timor Oriental and Pakistán Oriental. Mientras tanto, Kissinger era conocido entre la alta sociedad del Beltway [las zonas residenciales de Washington] como “el playboy del Ala Oeste”. Le gustaba que le fotografiaran, y los fotógrafos le complacían. Era un fijo de las páginas de cotilleos, sobre todo cuando sus escarceos con mujeres famosas saltaban a la luz pública, como cuando él y la actriz Jill St John hicieron saltar inadvertidamente una noche la alarma de su mansión de Hollywood una noche mientras se escapaban a su piscina (“Le estaba enseñando ajedrez”, explicó Kissinger posteriormente).

Barras y estrellas. La marca de Kissinger sigue vigente en la geopolítica estadounidense.

Mientras Kissinger deambulaba por el jet set de Washington, él y Nixon -una pareja tan unida por la cadera que Isaiah Berlin los bautizó como “Nixonger”- estaban ocupados ideando una marca política basada en su supuesto desdén por la élite liberal, cuya moralidad decadente, afirmaban, sólo podía conducir a la parálisis.

Kissinger desdeñaba el movimiento antibelicista, calificando a los manifestantes de “niños universitarios de clase media alta” y avisando: “No van a ser los mismos que gritan ‘Poder para el pueblo’ los que tomen las riendas de este país si eso se convierte en una prueba de fuerza”. También despreciaba a las mujeres: “Para mí las mujeres no son más que un pasatiempo, una afición. Y nadie le dedica demasiado tiempo a un pasatiempo”. Pero es indiscutible que a Kissinger le gustaba el liberalismo dorado de la alta sociedad, las fiestas exclusivas, las cenas de buenos filetes y los flashes.

La alta sociedad le correspondía. Gloria Steinem, compañera ocasional de cenas, llamaba a Kissinger “el único hombre interesante de la administración Nixon”. Joyce Haber, columnista de cotilleos, lo describió como “mundano, humorístico, sofisticado, un caballero con las mujeres”. Hef [Hugh Hefner] le consideraba un amigo, y en una ocasión afirmó en letra impresa que una encuesta entre sus modelos revelaba que Kissinger era el hombre más deseado para tener citas en la mansión Playboy.

Ese encaprichamiento no terminó con la década de 1970. Cuando Kissinger cumplió 90 años en 2013, su celebración de cumpleaños con alfombra roja contó con la asistencia de una multitud bipartidista entre la que se contaba Michael Bloomberg, Roger Ailes, Barbara Walters, y hasta el “veterano de la paz” John Kerry, junto con otras 300 personalidades.

Un artículo de Women’s Wear Daily informaba que Bill Clinton y John McCain pronunciaron los brindis de cumpleaños en un salón de baile decorado en estilo chino para complacer al invitado de honor de la noche. (McCain, que pasó más de cinco años como prisionero de guerra, describió su “maravilloso afecto” por Kissinger, “a causa de la guerra de Vietnam, que fue algo que tuvo enormes repercusiones en la vida de ambos”). El chico mismo del cumpleaños subió entonces al escenario, donde recordó a los invitados el “ritmo de la historia” y aprovechó la ocasión para predicar el evangelio de su causa favorita: el bipartidismo.

Nadie más respetado

La capacidad de Kissinger para el bipartidismo era célebre. (Los republicanos Condoleezza Rice y Donald Rumsfeld asistieron a primera hora de la noche, y luego llegó con los brazos abiertos la demócrata Hillary Clinton por una entrada de carga, preguntando: “¿Listos para el segundo asalto?”) Durante la fiesta, McCain se jactó de que Kissinger “ha sido consultor y asesor de todos los presidentes, republicanos y demócratas, desde Nixon”. McCain hablaba probablemente en nombre de todos los presentes en el salón de baile cuando añadió: “No conozco a nadie más respetado en el mundo que Henry Kissinger”.

En realidad, gran parte del mundo vilipendia a Kissinger. El ex secretario de Estado evita incluso visitar varios países por miedo a que le detengan y le acusen de crímenes de guerra. En 2002, por ejemplo, un tribunal chileno le exigió que respondiera a diversas preguntas sobre su papel en el golpe de Estado de 1973 en dicho país. En 2001, un juez francés envió agentes de policía a la habitación del hotel de Kissinger en París para entregarle una solicitud formal de interrogatorio sobre el mismo golpe, en el curso del cual habían desaparecido varios ciudadanos franceses.

En esa misma época, Kissinger canceló un viaje a Brasil tras los rumores de que sería detenido y obligado a responder a preguntas sobre su papel en la Operación Cóndor, el plan de los años 70 que unió a las dictaduras sudamericanas para hacer desaparecer a sus oponentes exiliados. Un juez argentino ya había nombrado a Kissinger como posible “acusado o sospechoso” en una futura acusación penal.

Con Jorge Rafael Videla. Una visita oportuna en los comienzos de la última dictadura.

Pero en los Estados Unidos, Kissinger es intocable. Allí, a uno de los carniceros más prolíficos del siglo XX lo quieren bien los ricos y poderosos, independientemente de su afiliación partidista. El atractivo bipartidista de Kissinger es sencillo: fue uno de los principales estrategas del imperio estadounidense del capital en un momento crucial del desarrollo de ese imperio.

No es de extrañar que la clase política haya considerado a Kissinger como un activo y no como una aberración. Encarnaba lo que comparten los dos partidos gobernantes: la determinación de garantizar condiciones favorables a los inversores estadounidenses en la mayor parte posible del mundo. Ajeno a la vergüenza y a las inhibiciones, Kissinger fue capaz de guiar al imperio estadounidense a través de un traicionero periodo de la historia mundial, cuando el ascenso de Estados Unidos hacia el dominio mundial parecía a veces al borde del derrumbe.

La doctrina Kissinger persiste hoy en día: si los países soberanos se niegan a participar en los planes más generales de los Estados Unidos, el Estado de seguridad nacional norteamericano actuará rápidamente para minar su soberanía. Para los Estados Unidos, es lo de siempre, independientemente del partido que ocupe la Casa Blanca, y Kissinger sigue siendo, mientras viva, uno de los principales guardianes de este status quo.

El historiador Gerald Horne contó una vez que Kissinger estuvo a punto de ahogarse mientras navegaba en canoa bajo una de las cataratas más grandes del mundo. Lanzado a aquellas aguas agitadas, el estadista se vio obligado a enfrentarse al terror de perder el control, de afrontar una crisis en la que ni siquiera su increíble influencia podía aislarle del desastre personal. Pero el pánico sólo fue temporal: su guía enderezó el barco y Kissinger volvió a salir ileso.

Quizá el tiempo logre pronto lo que las cataratas Victoria no lograron hace tantos decenios.

FUENTE: The Guardian, 27 de mayo de 2023, a través de sinpermiso.info.

*Bhaskar Sunkara es presidente de The Nation, editor fundador de Jacobin, columnista de la edición norteamericana de The Guardian y autor de “The Socialist Manifesto: The Case for Radical Politics in An Era of Extreme Inequalities”.

Jonah Walters es periodista independiente, becario postdoctoral en el Instituto de Sociedad y Genética de la Universidad de Califoernia en Los Ángeles (UCLA).

La imagen de apertura no es de Kissinger sino de Peter Sellers en su actuación extraordinaria en la igualmente extraordinaria película de Kubrick, Dr. Strangelove (1964). ¿No hay un parecido?