El Pulqui, célebre avión del viejo peronismo, amerita un relato que no sea pura melancolía. Esta historia incluye enormes fábricas en Córdoba, batallas aéreas, Barón Rojo, Gardel, amén de negociaciones secretas entre Perón y las empresas Lockheed, Fokker, más unos cuantos países.
Somos el único país del Hemisferio Sur que diseñó un caza a reacción, y el único derribado por una chata gasolera. Es que es así: el Pulqui II murió para que viviera el Rastrojero, pero esa idea no es mía sino del investigador en culturas industriales Alejandro Artopoulos y requiere de explicaciones complejas. Se darán.
Esto no hace menos cierto que (como dice el primer y contundente historiador del Pulqui, Ricardo Burzaco) a este avión lo bajaron también el golpe de Estado de 1955 y un cierto comodoro de la Fuerza Aérea Argentina cuyo nombre uno quisiera olvidar (fue Heriberto Ahrens).
Pero como subraya Artopoulos, el hombre no estuvo solo. Detrás de él, se encolumnó en silencio una pequeña legión de pilotos argentinos de caza que estimaban más sus vidas que la marca “Industria Argentina”, ninguneada como “Flor de ceibo” por el cholulaje proclive a importar tecnología.
En el caso de aviones de combate del Atlántico Norte, la compra viene con “perks”, discretos privilegios: estadías de entrenamiento a EEUU o Europa con todo pago, y de yapa la adquisición o pulimiento del “inglés aeronáutico Tarzán internacional” del viajero. Esa lingua franca farfullada por los torreros de control de todo el mundo sigue siendo clave para una jubilación dorada y voladora en las aerolíneas civiles.
¿Y por qué nuestros pilotos en 1956 consideraban sus vidas en peligro? Sacarle los defectos a una máquina de matar enemigos como el Pulqui cuesta siempre la vida de varios propios. Especialmente cuando se pasa a despliegue de 100 o más unidades, las horas/hombre de vuelo (a cargo de pilotos menos expertos que los de prueba) se multiplican, y por la fuerza de los grandes números, empiezan a aparecer las últimas fallas ocultas.
Cuando Ahrens le bajó el pulgar al Pulqui en 1956, a los pilotos de bombardero de la FAA los estaba matando como moscas otro desarrollo nacional del Instituto Aerotécnico (Institec), el Calquín, cuyos problemas de control en vuelo lento eran incorregibles. 50 muertos, mayormente en despegue, o aterrizaje le cambian la perspectiva a más de un nacionalista, ¿o no? Y el Calquín no salió torcido por una mala decisión aerodinámica de sus diseñadores, sino por una zaina decisión política de Winston Churchill respecto de los motores pistoneros Rolls Royce Merlin. Esto, después.
El Pulqui a todo esto ya tenía dos muertos a lo largo de cuatro prototipos. Si se desplegaba, seguro habría más. ¿Pero. y si en cambio se compraba “llave en mano” el F-86 Sabre, ya “desembichado” de defectos por nueve años de empleo masivo, tres de ellos en guerra? Habría una interna aeronáutica fuerte. El Pulqui tenía defensores juramentados incluso entre pilotos muy antiperonistas, y siguieron militando por él hasta 1960, en el mayor exilio intrafuerza imaginable.
Pero la nueva “nomenklatura” de la FAA desarmó a casi todos los potenciales rebeldes con la promesa (falsa) de Ahrens: se venían 100 Sabre repotenciados y remotorizados… de los cuales llegaron sólo 28, unos cinco años tarde y hechos fruta. Fue un engaño al que más de uno se prestó por desesperada resignación y/o conveniencia. A volar chatarra, amigos. ¿Qué puede ser más seguro?
Industrias cordobesianas ¿for export?
De modo que añado otros tres victimarios del Pulqui: una embajada, obvia, detrás de los Sabre derrengados, un primer ministro británico majestuoso que nos negó el motor Merlin y que la Inglaterra obrera se sacó de encima en cuanto pudo (porque sólo seguía ofreciendo sangre, sudor y lágrimas), y también nuestro único bombardero Nac & Pop, diseñado PARA el Merlin y ser “el Mosquito Argento”.
También –como dice Artopoulos- hubo una ciudad, Córdoba capital, que pasó de soñolienta ciudad postcolonial a eje de la industria argentina, especialmente la automotriz. Su producto nacional más perdurable fue el famoso Rastrojero, una pick-up gasolera literalmente indestructible. Eso se hizo con plata del estado y vampirizó un proyecto aeronáutico quizás demasiado diversificado. Hernán Longoni, otro historiador del Pulqui, asegura que el proyecto aeronáutico que más plata le sacó al caza fue el bimotor pistonero logístico Huanquero. Prometo un mayor análisis de los argumentos de Artopoulos, y añadir alguno de cosecha propia.
Pero… hubo más de 300 pedidos de Pulquis “llave en mano” de Egipto y Pakistán. Cayeron ante la indecisión argentina de dotarse de 12 y luego de 100 aparatos propios. Hubo –esto es quizás más grave- ofertas de la Lockheed Aircraft, que necesitaba un caza para Corea, y de la holandesa Fokker de las que se sabe poco. También se dejaron caer. Las de Fokker abrían caminos para venderle el Pulqui a buena parte de Europa del Norte: Dinamarca, Finlandia y por supuesto Holanda, parte de clientela de preguerra de esa constructora.
Mirando por sobre el hombro, hoy surge que el derribo del Pulqui es un episodio intrincado y multicausal de nuestra historia institucional, industrial y militar. Se simplificó durante décadas en un relato de peronistas patrióticos contra gorilas vendidos que tiene su lado cierto, pero el asunto es mucho más complejo y exige análisis más oblicuos.
For export… minga
Estas no son divagaciones para nostálgicos. Nuestro país vuelve a tener un proyecto tecnológico exportable en el cual primerea al resto del planeta: la central nucleoeléctrica compacta CAREM. Su prototipo está en construcción, pero el proyecto se expuso en 1984. Este “fierro” apunta a un nicho nuevo del mercado nuclear, el de los reactores chicos, modulares y con seguridad inherente (SMR, o Small Modular Reactors), cuyo techo de ventas podría estar en centenares de miles de millones de dólares. En su escenario “de máxima” para 2035, la OCDE estima que podría haber unos 23.000 MW instalados con diversos SMRs mayormente en el Sur y el Sudeste Asiático, África, Europa y Medio Oriente.
En un país menos bobo al CAREM se lo habría testeado en los ’90 y hoy se lo estaría exportando de a decenas. Con el paso de las décadas, su diseño de base ha sido imitado por varios países menos idiotas: todavía le lleva dos o tres años de ventaja a su competidor inmediato, el reactor estadounidense NuScale, pero éste pica apalancado por la enorme firma de ingeniería Fluor y tiene autorización regulatoria para empezar a construirse en una “granja nuclear” de una decena de reactorcitos en Idaho. Lo que es tenerse confianza como país: la firma no tiene construido siquiera un recipiente de presión y ya está vendiendo toda la instalación y la idea. Nosotros estamos en obra desde 2011, pero con la sucesión de recortes que se comió el presupuesto nuclear…
Si no queremos que al CAREM le pase lo que al Pulqui, tenemos que repasar esa vieja historia. Será inevitable cometer errores, pero que sean otros.
Lo que pudo ser
El Pulqui fue un proyecto que entre 1951 y 1953 hubiera podido tener futuro si aceptábamos co-desarrollarlo con Lockheed. Quizás. Es contrafáctico medirle el futuro a un pasado que no fue. No habría sido un arreglo entre iguales, pero Lockheed no se habría gastado en contactar discretamente a Perón sin una necesidad acuciante.
Este particular fabricante estaba por segunda vez en guerra, y por segunda vez sin un caza presentable. En EEUU una proveedora de material de la US Air Force que falla en dos guerras, quiebra. Al Pulqui Lockheed lo necesitaba no para bajar MiGs, sino para no terminar comprada por la North American, pero para eso había que bajar MiGs.
La Lockheed apareció por primera vez tras el 8 de febrero de 1951, luego que Kurt Tank hiciera un show de perplejas, intrincadas acrobacias aéreas ante una multitud que jamás había visto un jet, y menos uno “argentino” (comillas deliberadas). El espectáculo del 8 de febrero fue el puntapié inicial de la campaña electoral del presidente Juan D. Perón, que iba por la reelección, la cual ganó por goleada.
Es fácil imaginarse el ánimo sombrío en Lockheed cuando llegaron allí las filmaciones: “That m…f… Tank!”. Los aviones de Lockheed habían sufrido grandes derribos a manos de los FW-190 en el Frente Occidental, entre ellos el del P-38 Lightning pilotado por un francés muy célebre en el mundo y querido en la Argentina (Antoine de Saint Exupéry).
Pequeño, compacto, poderoso, veloz, muy maniobrable y capaz de ramificarse en versiones destinadas a muchas funciones distintas, el FW-190 fue el mejor caza pistonero de la Segunda Guerra desde 1941, cuando debutó. El P-38 en cambio sirvió dignamente en el Pacífico, por su largo alcance (descubierto en Guadalcanal por el coronel Charles Lindbergh, no por el fabricante). Tenía a su favor también la velocidad, pero fundamentalmente el haber llegado al teatro de operaciones después de la batalla de Midway, cuando Japón ya había perdido sus portaaviones y la mayor parte de sus mejores pilotos de caza. La tuvo más fácil.
Sin embargo, en el Frente Occidental un caza debía ser además maniobrable y el P-38, “El Diablo de Dos Colas”, como aseguraba la Lockheed que llamaban los enemigos a su bimotor, tenía la agilidad de un piano (de una sola cola).
Sin haber podido mostrar un monomotor decente en la Segunda Guerra, Lockheed llegó a Corea con su F-80 Shooting Star, obsoleto desde planos por su ala recta, aunque excelente en la función de blanco aéreo para los MiG-15. Lockheed necesitaba desesperadamente un buen caza. Lo vino a buscar aquí como quien pide agua por señas.
Lo que se ve en las películas
Lo que todavía hoy se ve en esos films en que Kurt Tank vuela él mismo su bebé de nombre araucano es una capacidad de maniobra y velocidad de ascenso superiores a las del MiG-15, que eran sorprendentes, y por propiedad transitiva, muy superiores a las del North American Sabre F-86.
Lo que no se ve es la inmensa suerte que acompañó a Tank es sus cabriolas. Meses más tarde la joven Fuerza Aérea había encargado una pre-serie de 12 Pulquis (que no se cumplió). Para familiarizarse con el avión que debía reemplazar a sus viejos Gloster Meteor (un desastre incluso cuando nuevos), algunos “Glosteros” de buen volar concurrieron a Córdoba. Primero despegó el comandante Soto, que se atuvo a instrucciones: no hacer locuras, el prototipo 3 seguía siendo el único Pulqui en el mundo y había que cuidarlo. Pero lo siguió el capitán Vedania Mannuwal (un argentino descendiente de hindúes), quien meses antes había batido brevemente algún record mundial de altura con su Gloster (15.500 metros).
Mannuwal, hecho a la pesadez del Gloster, se agarró una fascinación fatal con la maniobrabilidad de patineta de aquel nuevo avión, y en un viraje cerrado a baja altura “le aplaudió” un ala y con el avión incontrolable, se eyectó… hacia abajo. Murió, por supuesto. Claramente había que rediseñar las inserciones alares, y varias cosas más.
Entre tanto, las negociaciones entre Perón y Lockheed continuaron siempre secretas, no parecen haber conducido a nada y no han dejado papeles que aparecieran en algún sitio impensado. Eso es definitivamente extraño. Y mientras seguían, en lugar de darse curso a la pre-serie de 12 Pulquis, se construyó el tercer prototipo, orden que no se podría haber llevado adelante sin la firma de Perón.
Tank estaba furioso ante semejante pérdida de tiempo, pero dedicó a pulir su avión de sus todavía numerosos defectos de control la mayor parte de 1952. En octubre, su piloto favorito, Otto Behrens, el antiguo “testeador en jefe” de todos los aviones de la Luftwaffe, se subió a ese Pulqui que había despegado y vuelto a aterrizar 27 veces, despegó por vez número 28 y se mató.
Behrens estaba haciendo una pasada de pista en “vuelo lento” a poca altura: nariz hacia arriba, velocidad horizontal reducida, las alas peligrosamente cerca del ángulo crítico en que “entran en pérdida”, es decir dejan de ejercer fuerza ascendente o “empuje”.
En vuelo lento un avión sigue en el aire en parte “colgado del motor”. En el caso del Pulqui de Behrens, muy en parte: una turbina de apenas 2,2 toneladas de empuje soplando en chanfle no contrarresta las 5,9 toneladas de peso del avión, ejercidas en vertical descendente, según la costumbre newtoniana de la gravedad.
Como dicen los instructores a los novatos en todos los aeródromos argentinos: “Velocidad y altura conservan la dentadura”, o Primer Axioma de la Aeronáutica. Pero es buscando los límites de sustentación, velocidad a no superar y resistencia alar que un piloto de pruebas se gana el suelo y puede escribir el manual de vuelo de un producto nuevo. Así se perdió el tercer prototipo, y quedó tan despedazado que la Junta de Accidentes hizo lo que pudo para descifrar los restos. Lo de la plantada de turbina sigue siendo discutido 65 años después.
Todo esto sucedía mientras Perón negociaba a dos puntas con Lockheed y con Fokker, pero también con egipcios y paquistaníes menos pretenciosos, e incluso soviéticos curiosos, y comprobaba que la Fuerza Aérea Argentina, creada por él, estaba llena de golpistas y de aviadores que, sin serlo, tenían serias dudas respecto de los aviones I-AE (Instituto Aerotécnico).
Listo para quedar viejo
La última mención de prensa respecto de la Lockheed aparece en Gaceta Marinera, diario de la Armada Argentina, en 1953, justamente el año en que con el cuarto prototipo, el Pulqui se volvió por primera vez un aparato realmente vendible: tenía todos los chiches que hoy se ven en el quinto prototipo: grandes canalizadores de flujo en los dorsos alares y también en el cono de popa, para estabilizarlo en vuelo lento, y topes de goma que limitaban la excesiva respuesta del enorme timón medida contra la de los alerones. Le faltaba el “ala húmeda”, con la que en 1956 pasó de 2030 a más de 3000 km. de autonomía, casi el doble de la de sus competidores del Hemisferio Norte. Pero entonces ya era un avión viejo.
¿Por qué Lockheed dejó pasar esta oportunidad? Los ganadores de la Segunda Guerra, incluso los que entonces jugaban en la B, como Lockheed, no negociaban amistosamente. Menos que menos cuando el Departamento de Estado, furioso porque Argentina había sido punta del neutralismo del Cono Sur durante casi toda la Segunda Guerra, se obstinaba en llamar públicamente a Perón “un tirano fascista” y conspiraba abiertamente para su derrocamiento. Lo cierto es que no hubo romance y los gringos se fueron con las manos vacías. La venganza de la Lockheed en 1997 fue tardía pero horrible. “Nothing personal, just business”. Ya llegaremos a ello.
No fueron las muertes de Vedania Mannuwal o de Otto Behrens las que espantaron a los posibles compradores del Hemisferio Norte. Eran todos profesionales y del palo, y sabían perfectamente que un prototipo es distinto de un caza de dotación construido de a centenares o miles, y que éste sólo muestra sus virtudes y defectos en combate. La pregunta es otra: ¿quién le va a comprar un aparato a una Fuerza Aérea que se niega a dotarse de él?
Otro posible modo de salvar al Pulqui de evaporarse por irrelevancia pudo haber sido un joint-venture de Fokker con el Institec o Instituto Aerotécnico. Ese es otro nombre de los muchos que gastó la Fábrica Militar de Aviones fundada en 1927, pero es el que corresponde a su período de oro, los años que van desde 1940 a 1955, cuando desarrolló casi una decena de proyectos. De esos ninguno era “bajo licencia”, y dos de ellos llegaron a fabricación en serie. Con resultados diferentes, se verá.
Barón Rojo y Gardel. In Memoriam
Fokker era un tamaño de socio más simétrico para ese fabricante sudaca y cordobés que se comía el futuro. El constructor holandés tenía en cambio un presente pobre pero un pasado impresionante. Había sido fundada en 1912 por Anthony Fokker, un chico nerd holandés (¿un neerdlandés?) que construyó su primer avión, el Spin, a los 20 años, y que ante la indiferencia que suscitó en Inglaterra, se mudó con él a la Alemania del Kaiser Wilhelm.
A partir de 1914, ese traslado de Fokker le dio tremendos réditos al Káiser: ¿recuerda el lector el triplano del Barón Rojo? Sigue siendo el caza más emblemático de la Gran Guerra, sin haber sido siquiera el mejor avión de combate de los varios que produjo el prolífico Anthony. Como tributo autocrítico y hasta 1917, los ingleses llamaban a sus propios aviones “Fokker fodder” (alimento balanceado para Fokkers).
Firmada la paz, Fokker y su firma volvieron a Holanda silbando bajito y con otro nombre (Nederlandse Vliegtuigenfabriek) para despegarse de tanto Káiser derrotado. Pero el sinuoso Anthony había aprendido horrores de estructuras de aluminio en su sociedad forzosa con Junkers (una decisión del Káiser que no se sostuvo).
Como consecuencia, en la década del ’30 Fokker tuvo su período de oro: dominó el 40% del mercado mundial de los trimotores pistoneros de pasajeros con su F-VII, construido incluso en EEUU bajo licencia por General Motors. Ford lo copió y mejoró, e hizo el trimotor en el que se mató nuestro Carlitos Gardel, en un mal despegue allá en Medellín.
En 1939 sucedieron dos cosas: Anthony Fokker murió en Nueva York, ocho años después de las muchas peleas corporativas que tuvo con la nomenklatura de GM. Aquel mismo año la ocupación alemana confiscó sus fábricas en suelo holandés, y la Luftwaffe las dedicó a construir el entrenador primario Bücker Bestman y aeropartes del trimotor logístico Junkers, el que aquí usó LADE hasta los ‘60 y llamábamos “la vaca voladora”. Los bombarderos ingleses le pegaron duro a esas instalaciones cercanas a Amsterdam, pero antes de que llegaran los tanques de Patton en 1944, el ejército alemán en fuga dinamitó lo que quedaba de ellas al ras.
En la posguerra Fokker se fue rearmando con su viejo prestigio y la batuta del Príncipe Consorte Bernhard, tipo que se las traía. Durante la guerra voló un Spitfire para los ingleses bajo el sobrenombre de “Wing Commander Gibbs”, con dos derribos comprobados. Más tarde fue piloto de bombarderos livianos B-24 y B-26 y participó en numerosas misiones. Traficante de armas y filántropo en la posguerra (sic), el nombre completo del Consorte, contando el título “no ganancial” de conde, era Bernhard Leopold Friedrich Eberhard Julius Kurt Karl Gottfried Peter von Lippe-Biesterfeld. Evidentemente sobrevivió al conflicto porque los alemanes jamás sabían a cuál de todos tirarle.
Príncipe con chequera
La cuestión es que cuando el príncipe consorte vio las filmaciones del Pulqui ejecutando maniobras de locura ante el apabullado público argentino, entró en reacción en cadena. Llegó aquí tres semanas tras el show de Tank con contratos, propuestas y chequera humeante. Quería fabricación bajo licencia en Holanda.
Si algo podía aportarle Fokker al Institec era acceso a turbinas inglesas Rolls Royce algo más avanzadas que la Nene II, amén de experiencia en construcción de series grandes y los restos de una red de ventas mundial, pero también en un prestigio técnico que gracias al caza D.21 había sobrevivido a la Segunda Guerra. No se sabe cómo eso no prosperó.
Holanda era un país en reconstrucción tras arrasamiento. No es imposible que don Bernhard, que era bastante vivo, viniera largo de exigencias y corto de fondos. Tal vez planteaba pagar la licencia del Pulqui con canje: Fokker tenía dos aviones de entrenamiento y nadie, pero nadie estaba comprando el segundo. Esto es especulativo, pero a la Argentina no le venía bien un quid pro quo: el Institec había desarrollado un muy aceptable entrenador primario hecho con materiales compuestos, el DL o “Diente de león” y tenía un pool de pilotos cazadores que habían hecho su entrenamiento avanzado con los Gloster, y sobrevivido, lo que no es poco. Lo que faltaba aquí era plata, punto.
Tank, nazi visceral, detestaba al Príncipe por considerarlo “un alemán traidor” (el tipo había nacido en suelo germano). Es fama que el ingeniero aeronáutico más cotizado del mundo desobedeció al Ministro de Aeronáutica, Brigadier César Ojeda, y sólo se avino a presentar el avión ante don Bernhard etc., etc, von Lippe-Bisterfeld por orden directa de Perón. De esa segunda demostración acrobática se volvió al Institec sin aterrizar para despedirse. Sin embargo, para un público experto como el Príncipe Consorte, hasta ese desaire aéreo hablaba bien de la autonomía del prototipo. Un Sabre F-86 o un MiG-15 habrían llenado tanques antes de volver al oeste de Córdoba capital.
No fue Tank quien torpedeó aquel negocio. El dueño del Pulqui era Perón, y debajo de él, el eficaz brigadier Juan Ignacio de San Martín. Desde su lugar de genio (pero también de injerto) en el tótem aeronáutico criollo, Tank no decidía clientes.
Del mismo modo, tampoco pudo defender “su avión” de un emprendimiento decidido entre Perón y San Martín que en 1951 le acotó el presupuesto y el acceso a recursos humanos: la creación del IAME, o Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado) por encima del Institec.
Fierros y/o trigo
La historia es conocida: en 1951 el modelo de vender trigo y carne a Europa Occidental no funcionaba más. El Plan Marshall de regalar comida para apuntalar políticamente a los países donde el Partido Comunista amenazaba el poder había corrido de un codazo a la Argentina de su rol de Gran Abastecedor la mesa europea. Cancelado el Marshall, ahora era la competencia agropecuaria estadounidense pura y dura la que pisaba a la baja el precio de las commodities criollas.
Perón decidió emparejar la balanza de pagos expandiendo las capacidades industriales y el mercado interno, e invitó a la Casa Rosada a las automotrices de Detroit y de Europa Occidental, para que se instalaran. Hasta aquel momento, todo automóvil en Argentina era importado. Los CEOs invitados le contestaron, incómodos, que el país no tenía quilates técnicos para ello. Algunos aventuraron, cautelosos, que tal vez pondrían armaderos con autopartes fabricadas abroad. A Perón le empezaba a brotar humo de la gomina. San Martín terció en la liza, ofreciéndole el Institec con todas sus capacidades metalmecánicas y en desarrollo de motores. Los gringos se fueron, seguros de que aquello era un “show” y una típica bravata sudaca. Se equivocaron. No tuvieron en cuenta la cantidad y calidad de los recursos humanos argentinos logrados por casi un siglo de educación pública. Con el desabastecimiento de manufacturas metalmecánicas durante la Segunda Guerra, ese capital nos había permitido pasar del rol de Granero del Mundo al de Ferretería Industrial del Cono Sur.
El resultado ya se va olvidando pero fue impresionante: se llama Córdoba Capital Contemporánea. Antes de que San Martín fundara allí el IAME, con sus 10 enormes fábricas de aviones, motores aeronáuticos y turbinas, vehículos utilitarios (¡¡El Rastrojero!!) y de lujo, lanchas, armamento, maquinaria agrícola, motocicletas Puma, etc., etc. Esa capital era una gran aldea provinciana con más siesta que embotellamientos, y más iglesias que industrias.
Pero Córdoba, tan llena de médicos y abogados, de pronto se llenó de ingenieros, técnicos y obreros especializados. Papá Estado pagaba. En pocos años se volvió la Seeegggue, hijo de puta!- celebró un suboficial, dando la primera palada.
¡Navarro, tiene 15 días de arresto!- gritó Bergaglio desde abajo del avión, obviamente vivo”.
Como nada se moría del todo en el Institec y luego en el IAME, nadie le ponía paños fríos a la fiebre de Reimar Horten por las alas voladoras y a su odio por los fuselajes, empenajes y otras “ideas viejas”. Toda superficie aeronáutica debía generar empuje, ésa era su persuasión filosófica. Los fuselajes y empenajes sólo generan resistencia, fuera con ellos. Si Tank pensaba 10 años delante de los diseñadores del Atlántico Norte, Horten corría 40 años delante de Tank. Veía el futuro del futuro. (Uno se da cuenta por qué se enamoraron de ese proyecto…) (Continúa)
4
Reimar Horten, nacido en 1915, vivió hasta el ’93 en Villa General Belgrano, cuya plaza se sigue llamando “Panzerschiff Admiral Graff von Spee”. Junto a su hermano Walter, menos famoso, diseñó algunos de los aviones más futuristas de la década del ’40, incluido un caza ala volante biturbojet de materiales compuestos, que para fortuna de la aviación aliada quedó en maqueta, sin llegar al combate.
Don Reimar era el mejor aerodinamista del mundo y lo sabía, y los demás también. Lo que presentaba, se lo aprobaban, se construía… y a descontar del presupuesto general.
Es el caso del Ia-37, futuro interceptor supersónico que, incluso con 2 lerdas y panzonas turbinas Nene II, tenía que alcanzar velocidades Mach 2 o superiores. Así lo indicaban las matemáticas y el túnel de viento. Las pruebas de planeo (sin motorización instalada) confirmaban un “winner”.
El Ia-37 volaba tan sin esfuerzo que el piloto de pruebas Jorge Conan Doyle (sí, pariente del autor de Sherlock Holmes) se dio el lujo de ponerse a hacer acrobacia al estrenar el prototipo. El Institec respiraba gracias a esos mínimos de locura. De todos modos, San Martín se atrevió a sugerirle a Horten una cabina tipo burbuja, más convencional, en la que el piloto no tuviera que volar acostado con el mentón apoyado en una almohadilla.
Impertérrito y con muchas gangosas “egres” germánicas, Horten objetó que, acostado, el piloto sufría menos las fuerzas “g” positivas en salidas de picada y giros cerrados, y que el avión trompicado por una burbuja en su dorso sería menos aerodinámico. Se le contestó que para contrarrestar las “g” estaba la nueva ropa de vuelo que se infla y comprime piernas y vientre, para que el cerebro no se vacíe de sangre. Y también que sin visibilidad hacia popa, un piloto de caza era un muerto volador, por muy rápido que viajase.
Así las cosas, el profesor Reimar Horten le tuvo que encajar una cabina de lo más normalita a su aparato. El túnel de viento, la regla de cálculo y las pruebas en pleno apuntaban a que incluso con semejante joroba aerodinámica y una única turbina Nene II, el caza sería muy supersónico. Eso generaba otras preguntas: ¿se bancaría el duraluminio la fricción de aire a 2200 km/h? ¿No sería la hora del titanio? Con Horten suelto y a sus anchas, en el IAME veían que había vida más allá de Tank… pero era carísima.
Todavía no tenía nombre aquel nuevo aparato pese a las muchas tapas de revista en que había figurado: Perón debía estar fatigando su diccionario de araucano sin resultados fumables. Lo cierto es que por planificar interceptores para los ’70, el IAME estaba quemando fondos en parva cuando era hora de dejarse de tanto “prototipear” el Pulqui y escalarlo a preserie.
En la callada guerra de Horten contra Tank por capturar la cabeza y los bolsillos de San Martín, había intercurrencias disruptivas inevitables en una fábrica digna del Primer Mundo pero implantada en el Tercero. El todavía Ministro de Aeronáutica, brigadier general César Ojeda, se indignaba del despilfarro de comida que en Argentina se pudría en origen debido a los pésimos caminos que impedían sacar las cosechas: la de cítricos en Misiones y Corrientes, la de leche en Santa Fe, la de pesca en el litoral bonaerense del Atlántico… Toc, toc. Adelante. ¿Mi brigadier, este alemán don Reimar no tendrá algún avión capaz de operar desde pistas espantosas y transportar, digamos… eh… 6 toneladas de naranjas?
Lectores, llega el Ia-38 “Naranjero”. Horten, que ya conocía el mantra de “ni un tornillo importado” (absurdo en un país sin producción propia de aluminio), hizo un ala volante metálica gigantesca para sus tiempos, con 36º de flecha y sin fuselaje. En realidad sí tiene fuselaje, pero integrado al ala y con el mismo perfil y cuerda alares, de modo que ejerce empuje ascendente.
Visto que el motor radial argentino “El Indio” tiraba sólo 650 HP, Horten al Naranjero le puso 4 de estos en posición “pusher”, soplando hacia atrás, prendidos al borde de fuga para no estorbar el flujo de aire sobre los gruesos bordes de ataque… y de pronto, ¡aleluya!, la Argentina tenía un transporte militar con la mitad de bodega que el Hércules, la misma rampa trasera tipo “boca de cocodrilo” para carga y descarga, y mucha más capacidad “todoterreno”. Con 4 motores pistoneros anémicos, despegaba en 450 metros: no quieran imaginarse este avión, lectores, con turbohélices modernas. Chupate esa mandarina (o naranja), Lockheed. Eso sí, los “Indios” en la zaga alar del Naranjero no refrigeraban bien, y a Herr Horten la superioridad le impuso 2 timones de deriva a su ala voladora, porque algo de control debía tener el piloto.
Seguramente Ud. no había visto el Naranjero antes, y es porque se hizo un único prototipo. La valiente muchachada de 1955 encanó a la dirigencia aeronáutica anterior, ocultó el avión en un hangar sin preguntarse siquiera para qué servía, compró el Hércules y olvidó totalmente al Naranjero. Luego de un tiempo alguien le susurró en la oreja al presidente Arturo Frondizi sobre la existencia de aquel avión y lo fue a ver. Luego de deponer también a Frondizi, la valiente muchachada lo hizo chatarrear, por si alguien más se acordaba.
¿Cuánto le costó el Naranjero al Pulqui? Dicho por Burzaco, “primus inter pares” entre los aerohistoriadores argentinos, 40.000 horas de proyecto y 350.000 horas/hombre para la construcción del prototipo, sin contar los ensayos en vuelo (que fueron pocos). Sólo que Burzaco –y el propio Artopoulos- no asocian estos costos con la plata que la faltó para despegar al Pulqui. Sin embargo, ¿no es buena aritmética? Lo dicho: un fabricante sin fondos ilimitados que empieza un proyecto aeronáutico por un caza de superioridad aérea, no tiene resto para otros aviones. Al menos hasta que triunfa.
Se podría decir con sensatez que para la Argentina era mejor empezar desde abajo, como hizo EMBRAER en los años ’60, con un transporte biturbohélice chiquito y sin pretensiones como el Bandeirante, pero tan bueno y barato que ganó clientes en media Europa.
Hubo un momento mágico, un umbral, en que EMBRAER, ya exportadora conocida, se volvió un fabricante “world class”: cuando barrió a 7 competidores invencibles en la licitación de un caza biposto de entrenamiento primario para la Royal Air Force, nada menos, y vendió 180 Tucanos. Eso sucedió en 1985, a 30 años del Bandeirante. Los del palo aeronáutico sudamericano contuvimos la respiración. Eso no había sucedido jamás.
Desde ahí a volverse el 3er fabricante de jets de cabotaje del planeta más décadas de pocos errores y muchos aciertos por parte de la Fuerza Aérea Brasileña, y desde los ’90, de las administradoras de jubilaciones que compraron EMBRAER. Mucha privatización, pero la firma ya era “de bandera”: estaba prohibida para capitales extranjeros. Estos “funds” la administraron muy bien, haciendo alianzas ocasionales con fabricantes italianos o suecos para dar saltos técnicos.
La última, justamente, fue para coproducir el Gripen de la Saab, un caza liviano de superioridad aérea que puede medirse perfectamente contra el Lockheed F-16 o el Dassault Rafale o el BAE Tornado, sólo que a mucho mejor precio. El gobierno de Michel Temer este 2018 hizo lo impensable y le vendió EMBRAER a la Boeing. Ni nuestro Tío Heriberto se hubiera atrevido a tanto.
Nosotros, en cambio, tuvimos una fábrica de aviones que debutó en 1927 y se quedó haciendo la plancha hasta los ’40: construía pequeñas series de aparatos bajo licencia. Entonces, con la 2da Guerra ardiendo tras el horizonte, llegaron “los nacionalistas tecnológicos locos”, los brigadieres De la Colina y luego San Martín.
Apagada la 2da Guerra, cuando Perón, ya presidente, tuvo al alcance de sus “headhunters” a Kurt Tank, diseñador del mejor caza pistonero de toda la 2da Guerra, el Focke Wulf 190, lo puso de contrabando en una ambulancia desde Alemania a Copenhague, y se lo trajo desde allí en barco con pasaporte argentino trucho bajo el nombre de Pedro Matties. La OSS (precursora de la CIA) y el MI-6 todavía deben estar pestañeando. Y se trajo también, por distintas vías, a 62 expertos de diseño de la Focke Wulf y de otras empresas de aviación alemanas.
Y para ponerse a la par con los fabricantes anglosajones, Perón se propuso empezar la guerra por la victoria misma: un caza argentino multipropósito, que hoy llamaríamos “de superioridad aérea”. Sí, era una exageración. No hay aparato más caro o más difícil. Tampoco más prestigioso, si se trata de construir una fama y una marca. Fue como empezar la casa por el techo, pero eso no viola la física: sólo requiere de mucha arquitectura, decisión, fondos y buena meteorología.
La historia de EMBRAER, que creció desde debajo de un modo más deliberado y prudente, termina hace meses con un traidor vendiéndosela a la Boeing. ¿Conclusiones? ¿Debimos haber hecho como los brasileños?
Admitiendo que la ruta de ellos fue más sensata, lo único que saco en claro de nuestras tan distintas historias aeronáuticas es que separados, nos ganan. (Continúa)
Por qué perdimos el IAME: tanta diversidad mata
Liquidado el Pulqui, la decadencia futura del componente aéreo del IAME quedaba sellada. Los aviones y sistemas aéreos que no murieron en el prototipo se extinguirían en pre-series de 5 aviones, o en autoequipamiento sin repercusión exterior ni recupero de la inversión. Este era un caso de “si perdés el avión, perdiste la fábrica”. Cosas que uno dice con el diario del lunes, porque nadie es profeta el viernes, antes de los partidos.
¿Cumplieron alguna función práctica todos esos proyectos sietemesinos pero terriblemente costosos en conjunto? Sí, salir en tapa de los medios oficialistas. Como propaganda, la hay más efectiva y barata. Sobre todo cuando ésta deja sin aire al único proyecto que era un triunfo técnico, industrial y comercial, y podía salvar a los otros: el Ia-33 Pulqui. Lo que hacía falta en el IAME era un Herodes.
Y tendría que haber sido un perfecto asesino, alguien muy desalmado e indiferente a “best sellers” naturales como el Ia-35 Huanquero o “Justicialista del Aire”.
Éste fue un transporte polivalente muy liviano apto tanto para llevar personas, hacer de ambulancia aérea, fungir de entrenador de navegadores aéreos, o de bombardero táctico o avión portamisiles de crucero radiodirigidos. Volaba bien y era barato de construir, y tanto que pese al golpe de estado de 1955 se fabricaron 41 aviones… hasta que llegó la interdicción, probablemente propia.
Juan Ignacio de San Martín trataba a sus diseñadores como un mecenas del Renacimiento a sus artistas. No les negaba ningún capricho o manía. Ni siquiera el derecho a diseñar planeadores capaces de cruzar la Cordillera de los Andes, que es lo que hizo el inverosímil Ia-41 Urubú de Reimar Horten en 1956, saliendo desde Bariloche.
Cuando aterrizó, los chilenos no sabían si admirar más la hazaña de vuelo o el diseño estrambótico de aquella ala voladora de Reimar Horten, dificilísima de controlar. Horten vivía realmente en el futuro. Su ideal, el ala voladora pura, sin plano de deriva, sólo fue posible en los ’90 gracias al “fly by wire”, o vuelo intermediado por computadora. Y no es una idea militarmente estéril: los diseños de Horten son casi invisibles al radar.
La imagen que cualquier historiador de la tecnología tiene del IAME en esta época es la de una explosión de creatividad y talento que termina aniquilándose a sí misma. Es que no hay fabricante de aviones o de autos que no pierda plata con tanta máquina magnífica que no logrará jamás llegar al mercado. Al menos, dentro de su generación, como es el caso de Horten: las alas voladoras hoy son posibles por el “fly by wire”: la inestabilidad inherente a la falta de empenaje es corregida por una computadora de vuelo que modifica la posición de los planos de control decenas de veces por segundo.
Pero entre las víctimas cuya muerte era necesaria para que viviera el Pulqui debió haber entrado la mayoría de los más de 20 modelos de automóviles, camionetas y colectivos diseñados y construidos por el IAME. Algunos, hoy olvidados, eran pura filosofía de diseño aeronáutico aplicada al automovilismo.
El bello sedán deportivo “Justicialista” tiene una carrocería monocasco de fibra de vidrio con resinas epóxicas supuestamente incombustibles. Y hablamos de un auto de los ’50. El mercado automotriz empezó a sustituir chapa de acero por materiales compuestos muy recientemente, a partir de los ’90, y con reticencias: paragolpes sí, torpedo e interiores también, puertas tal vez, pero en el monocasco de un compacto sigue persistiendo el acero, como en épocas del Ford Falcon.
En 1953 lo que correspondía era terminar con el diletantismo en ambos frentes del IAME, el aeronáutico y el automotriz, y concentrarse en lo vendible.
En el caso aeronáutico, habría que haber puesto todo otro proyecto en el freezer, por muy meritorio que fuera, pasar a fabricación en pre-serie de 12 unidades y empezar el autoequipamiento de 100 aparatos más para la Fuerza Aérea. Esa última parte era una movida política, industrial, comercial y legal compleja. Es lo que el Ing. Guillot, confrontado con el brigadier Ahrens, estimó duraría al menos 5 años: había que calificar a nivel de proveedores aeronáuticos locales de un grado superior a centenares de talleres y fábricas, resolver los problemas contractuales y legales que genera todo proceso de calidad (sobre todo los rechazos de partidas por fallas), instalar las líneas de montaje en la fábrica, tener operativa la fábrica vecina de turbinas Rolls Royce Derwent y Nene II… No era soplar y hacer aviones. Había que construir Planeta Pulqui.
Una tarea difícil. Todavía está pendiente, y la tecnología a emplear es 65 años posterior.
También eran revolucionarios varios de los motores pergeñados en esa fábrica de Córdoba. Hay un extraordinario motor de 4 tiempos modular, con bloques de 2 cilindros que se pueden sumar. Un bloque es un V-2 para motos o motonáutica, 2 bloques un V-4 familiar, 3 un V-6 más picante, 4 un V-8 para un “bote” americano de 3 toneladas…
Pero la suma de tantas genialidades que inmovilizaban recursos humanos y materiales fue aniquiladora para el IAME, cuyos vehículos terrestres alcanzaron ventas autosustentables sólo en el caso del Rastrojero, la motocicleta Puma y el tractor Pampa. Puede ser que el problema haya sido que teníamos más ingeniería que marketing, pero también se puede sospechar que como inmigrantes tardíos a la 2da Revolución Industrial, estábamos demasiado extasiados ante nuestra creatividad. ¿Hacer semejantes proezas técnicas y además pretender que se vendan?
En 1953 lo que correspondía era terminar con el diletantismo en ambos frentes del IAME, el aeronáutico y el automotriz, y concentrarse en lo vendible.
En el caso aeronáutico, habría que haber puesto todo otro proyecto en el freezer, por muy meritorio que fuera, pasar a fabricación en pre-serie de 12 unidades y empezar el autoequipamiento de 100 aparatos más para la Fuerza Aérea. Esa última parte era una movida política, industrial, comercial y legal compleja. Es lo que el Ing. Guillot, confrontado con el brigadier Ahrens, estimó duraría al menos 5 años: había que calificar a nivel de proveedores aeronáuticos locales de un grado superior a centenares de talleres y fábricas, resolver los problemas contractuales y legales que genera todo proceso de calidad (sobre todo los rechazos de partidas por fallas), instalar las líneas de montaje en la fábrica, tener operativa la fábrica vecina de turbinas Rolls Royce Derwent y Nene II… No era soplar y hacer aviones. Había que construir Planeta Pulqui.
Una tarea difícil. Todavía está pendiente, y la tecnología a emplear es 65 años posterior.