Enrique Gárate Jiménez, militante del Partido Comunista de Vizcaya, cayó en la batalla de Ochandiano, en el límite entre Vizcaya y Álava, el 4 de abril de 1937, durante la Guerra Civil Española. Su familia todavía busca sus restos y su reloj, estrellas e insignias, escondidas en un balcón de Bilbao para guardar su memoria. Esta es la historia.
Enrique se levanta de la cama. Todo su cuerpo le dice que todavía no, que tiene que descansar unas semanas más, como ha indicado el médico. Se viste morosa pero decididamente. Los pantalones oscuros y la camisa recién lavada. Se sienta al borde de la cama y debe apoyar sus pies en una silla para abrocharse los gastados zapatos. Cierra cruzada la gabardina militar clara y la ciñe con cinturón de gruesa hebilla. Lo ajusta un par de agujeros más a la izquierda de la marca que ha hecho el uso en el cuero. Si no fuera por la gorra de plato con la estrella roja que acaba de calzarse y las insignias cosidas en la chaqueta, nadie diría que es el capitán Gárate, del Batallón Salsamendi del Sindicato de Trabajadores de Hostelería de la UGT de Bilbao.
Emilia, su compañera, lo mira todo el tiempo sin decir nada. Ambos son militantes comunistas. No hay convalecencia que excuse marchar al frente de su batallón en la batalla en que se juega el futuro. El del país libre de explotación, que este breve tiempo de Revolución ha bajado de los sueños a la tierra, y el de su propia libertad. Los fascistas rodean Bilbao desde hace meses y preparan el ataque final contra el Cinturón de Hierro que protege la capital. Su aviación ha estado bombardeando la ciudad casi diariamente. El gobierno autónomo de Euskadi apresura la evacuación hacia el extranjero de miles de niños vascos y asturianos para salvarlos de las bombas.
Enrique mira su reloj; ya es hora. Con la mano que le queda libre, ella le alcanza el morral, el correaje con las cartucheras y el fusil. En la otra, sostiene a su pequeña Toñita, que ha empezado a caminar cuando su padre volvió del frente, hace apenas un mes. La niña, tan vivaz e inquieta, pareciera haberse contagiado la pesadumbre del aire, encapotado de todas las palabras que no pueden decirse. Saben que tal vez sea la última mirada, que los labios se humedezcan por última vez en ese beso. Salen los tres. Él debe recorrer las pocas cuadras hasta la estación ferroviaria apoyándose en el bastón que fuera de su abuelo y que, por vaya a saberse qué afortunado descuido, se salvó de la casa de empeños o de ser canjeado por un par de cebollas.
El andén reúne sus silencios con los de miles. Sus esperanzas son como el vapor blanco de la locomotora, leve, efímero, que se agrisa y se funde en un instante en la negrura de los techos, en los oscuros presagios de la guerra. Para los ojos de la niña, sin embargo, hay un punto de luz, un destello. Entre la multitud de milicianos y uniformes color desesperanza contrasta la chaqueta clara de su padre y la sonrisa, a la que le faltan dos dientes, que le dedica antes de subir al vagón y perderse en el tiempo.
Sólo cuatro vuelven del Batallón del Sindicato de Hostelería de la UGT. Han defendido su posición en el monte Mirugain hasta lo imposible pero han sido arrollados por las tropas de Franco, reforzadas por los tanques y la artillería italiana. Emilia recibe por todo testimonio un comunicado del Euzko Gudarostea –el ejército vasco–, las insignias de capitán, la estrella roja y el reloj de su compañero. Casi no hay tiempo para lágrimas; tiene que cuidar a su hijita y a sus dos pequeños primos, que están a su cargo desde hace años y a los que ha criado como hijos cuando quedaron huérfanos de madre, cinco veranos atrás. Su tío Lorenzo, el padre de los niños, finalmente accede al pedido de evacuación del gobierno vasco. Primero parte hacia Francia el mayor, Félix, de 14 años. Su hermana, Marina, la Chatilla, de 10, lo hace un poco más tarde desde el puerto de Santurce hacia la Unión Soviética. Cada partida ha sido un desgarro. No saben cuándo volverán a verlos y casi no tienen noticias de ellos.
A poco de estas evacuaciones, ante el recrudecimiento de los bombardeos, llega el turno de ellos. Como miles de bilbaínos, Emilia huye con su hija, su tío y lo que pueden llevar, por el único corredor que ha dejado libre el avance franquista. Un hormigueo triste sube la carretera hacia Santander, pero no recorre mucho. Al segundo día de caminata se encuentra con otra fila de refugiados que baja en dirección contraria. Viejos y mujeres con niños en brazos que llevan el miedo en los ojos. Milicianos y soldados que cargan el dolor de algo más pesado que el fusil: la derrota. El camino está bloqueado por los fascistas, vuelvan, vuelvan, les gritan desesperados. De nuevo a la ciudad asediada. A resistir. A esperar.
Quebrado el Cinturón de Hierro, la artillería franquista se emplaza en los montes que rodean la capital de Vizcaya. Los bombardeos son aterradores. Entonces, cae Bilbao. Los fascistas desfilan victoriosos por la Gran Vía con sus estandartes negromuerte y rojosangre sobre los que cruza el haz de flechas de la Falange. La alegría de otras banderas –la roja, gualda y morada de la República; la roja de comunistas y socialistas; la rojinegra de los anarquistas– y de puños cerrados cantando La Internacional y el Himno de Riego ha sido desplazada brutalmente por la diestra extendida y los acordes de Cara al Sol, que augura lo peor para los vencidos.
La ciudad ocupada es un coto de caza de los escuadrones falangistas. Han clavado tachas en las suelas de las botas para sembrar el terror cuando marchan por las calles o irrumpen en la madrugada para llevarse a un vecino sospechado de rojo y darle paseo en los montes o a la vera de los caminos. Las órdenes de fusilamiento son más pródigas que el pan, los huevos y las papas. Con suerte, los detenidos van a parar a los campos de concentración o a la cárcel. Ignorantes de que el capitán Enrique Gárate ha caído en combate, todavía pende sobre él una condena a muerte. Y, porque la Nueva España es generosa a hora del garrote, la orden se extiende también a su compañera.
Emilia busca refugio en casa de su tío, aunque cuando la persecución arrecia debe tomar una drástica determinación. Por segunda vez en menos de un año, en que despidió a sus primos-hijos al exilio, tiene que arrancarse un pedazo de su cuerpo para seguir viviendo. Envuelve las insignias, la estrella roja y el reloj de Enrique con pudores de funeral y las esconde bajo una baldosa que ha levantado del balcón y que vuelve a colocar cuidadosamente como una lápida. Deja a la pequeña Toñita al cuidado de Lorenzo y de una joven pareja de vecinos que le alquila una habitación, y parte en el tren nocturno hacia el único lugar donde la jauría no la buscará. La misma boca del lobo, Zaragoza, la capital aragonesa, firme plaza del fascismo.
Sólo cuando consigue un empleo, que aunque precario le permite alquilar una pieza en una pensión donde nadie hace preguntas incómodas, puede pensar en cómo regresar a Bilbao para abrazar a su niña. Han pasado demasiados meses de ausencias y de bombas. Madrid, Barcelona, Valencia son las pocas islas republicanas que resisten aún en medio de un mapa negro. Se anima entonces a viajar de noche, en los trenes de tropas que van a Euskadi. Nadie le exige allí salvoconducto, pero más de una vez debe intimar con los soldados franquistas. Lo único que le importa es abrazar a su niña, verla crecer aunque sea de mes en mes, de viaje en viaje.
Llega de noche a casa de su tío y parte de madrugada para eludir miradas delatoras. Tras cualquier puerta puede agazaparse un chivato. Contra el cuerpito tibio de Toñita se olvida la guerra, las ausencias, el hambre. Madre e hija inauguran un tiempo al revés del tiempo, un tiempo donde el sol nace cuando el otro sol, el que ilumina desgracias, se pone tras los montes. El sol de ellas está hecho de canciones en voz baja que no atraviesan las paredes, de manos que se recorren en la oscuridad para fijar los contornos de los rostros, de una urdimbre de sueños para resistir las distancias. Cuando la claridad comienza a dibujar la madrugada en los listones de madera de la persiana, es hora de irse. Ambas suspenden sus relojes hasta el próximo encuentro. Impredecible, irregular, cuando Emilia consiga viajar. Y así las sorprende el fin de la guerra, la caída final de la República. El día que el futuro se escapa entre los dedos como arena fría; como intentan escapar los derrotados entre los pasos de los Pirineos hacia Francia; como una ilusión que sin embargo tuvieron fugazmente en las manos.
Es en estos días que llaman a la puerta de la casa de Lorenzo. Emilia ha aflojando prevenciones y ha sacado un permiso en el trabajo para permanecer unos días en Bilbao. Ni ella ni su tío parecen haber escuchado que golpean, Toñita va a atender. Ya es una niña de cinco años, los mismos que tenía la Chatilla cuando quedó huérfana y Emilia la adoptó para siempre como su hija del corazón. La alegría de tener a su madre más de una noche en casa le hace olvidar las recomendaciones de no abrir a nadie.
–Madre, ven, hay un señor en la puerta.
A Emilia el pulso se le detiene. Se acerca cautelosa al recibidor, temerosa de lo peor.
–No hay nadie, hijita –constata, aliviada.
Toñita, que ha quedado de espaldas a la puerta para llamar a su madre, se vuelve. Sorprendida, intenta explicar.
–Estaba aquí recién, madre. Lo he visto, lo he visto.
–Te creo, hija –la tranquiliza Emilia– ¿Dime cómo era el señor?
–Alto, llevaba chaqueta clara y un grueso cinturón. Usaba bastón. Y me ha sonreído. Le faltaban dos dientes.
***
Enrique Gárate Jiménez, militante del Partido Comunista de Vizcaya, cayó en la batalla de Ochandiano, en el límite entre Vizcaya y Álava, el 4 de abril de 1937. Posiblemente su cuerpo haya sido sepultado en las mismas trincheras del monte Mirugain, como relataron los gudaris y milicianos sobrevivientes que se acostumbraba hacer con los caídos en combate. El Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos Gogora del Gobierno Vasco dio a conocer en febrero de 2021 la base de datos que contiene la información disponible de 20.970 muertos de ambos bandos durante la Guerra Civil y las víctimas del franquismo hasta 1945 en Euskadi, incluyendo los vascos muertos fuera de Euskadi. Enrique figura por primera vez en 84 años en un listado oficial y como otras 7.795 personas de esa base de datos se desconoce su lugar de inhumación. Su familia todavía busca sus restos y su reloj, estrellas e insignias, escondidas en un balcón de Bilbao para guardar su memoria.
Foto de portada: Emilia, Toñita y Enrique.
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