En primera persona, porque es imposible contarlo de otra manera, un episodio en el que el día del golpe alguien le salvó la vida a quien, si ese alguien no se la hubiera salvado, no podría estar escribiendo esto.
Hace 43 años, a las 5.45 de la mañana, iba a bordo de un micro de la línea 520 casi vacío rumbo a la estación de servicio “El Cruce”, que estaba donde hoy está el distribuidor de la entrada de La Plata, en 13 y 520.
Una hora antes, al despertarme, supe del golpe.
Lo esperaba, lo veníamos anticipando, en el PRT-ERP lo pensábamos como una etapa superior de la guerra revolucionaria. Era un paso más.
Yo ya había dado uno de esos pasos necesarios. Del frente universitario había pasado al proceso de proletarización. Y tenía que ir a trabajar.
Dos cuadras antes de llegar, un tipo con el uniforme azul de los estacioneros de YPF le hizo señas al micro y se asomó por la puerta.
Me vio al toque y me dijo:
– ¡Bajá, bajá!
No gritó pero fue como si lo hubiera hecho. Me bajé del micro y me dijo, con palabras que se mezclaban con su respiración agitada:
– Te vinieron a buscar, no vayas a la estación.
En su mirada había miedo; supongo que él debe haber visto el mismo miedo en mis ojos.
Le pregunté dos o tres cosas, no recuerdo cuáles y él me respondió cosas que tampoco recuerdo.
Se llamaba Rubén. No era militante de ninguna organización sino un compañero de trabajo.
Esa vez, Rubén me salvó la vida.
Ese amigo se llama Rubén Patroulleau y lo reencontré hace dos años.
Rubén creía que yo estaba muerto.
El reencuentro fue hermoso.
Si puedo escribir esto es gracias a él.
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