La historia de un chico, hijo de exiliados uruguayos refugiados en Chile, un padre médico, el golpe contra Salvador Allende, y a salida del país atravesando el paso fronterizo cuyo volcán tenemos por nombre.
Carlitos Loyola fue el primero en preguntar por qué se suspendían las clases, y no era un fanático de la escuela o un come libros. Él estaba encantado de volver a su casa a media tarde. Desde la segunda fila lo miré asombrado sin escuchar la respuesta del profesor, porque me pareció que mi amigo ya sabía lo que pasaba, aunque el epicentro de la tragedia ocurriera mil kilómetros al sur. Y no era precisamente un terremoto de lo que estábamos hablando. En realidad el discurso del profe era muy confuso: que si había muerto el presidente de Chile, que si La Moneda había sido destruida, que si los militares iban a poner orden a tanto despelote. O sea que no entendíamos nada salvo Carlitos que a sus quince años ya sabía por qué Salvador Allende había nacionalizado el cobre para que fuera de los chilenos y que su papá, ingeniero de la mina, se había puesto muy contento cuando aquello.
Así salimos andando para nuestras casas porque el pueblo era demasiado pequeño para tomar un bus y porque a nuestra edad nos sobraba tiempo para “pataperrear” la calle en la tarde del martes once de setiembre.
Hace cuarenta y tres años que recuerdo esta fecha que me ha acompañado por distintos lugares del mundo, lejos o cerca del lugar donde viví, de los caminos de tierra, de las lagartijas entre las piedras, de la mina de cobre. Del pueblo en la falda del cerro de “Indio muerto”, lugar de gente sencilla y de leyendas como “La viuda” o “El cabeza de chancho”. Del hospital donde trabajaba mi padre junto a muchos chilenos médicos y enfermeras que intentaban construir una sociedad mejor. Allí donde conocí los salares y vi volar al cóndor imponente sobre el desierto cuando cae la noche y te muestra el cielo más límpido que jamás hayas visto.
Mi amigo me invitó a tomar “la once” en su casa y como mi madre aún no sabía que las clases se habían suspendido no iba a notar mi tardanza. En ese hogar se preparaban deliciosas meriendas todos los días y nos llamó la atención que esa tarde la dueña de casa estuviera con la oreja pegada a una enorme “Grundig” lejos de la cocina y de los “queques”.
– Está por llegar tu padre – dijo la mujer- él sabe lo que está pasando en Santiago, porque la radio dice puras tonterías.
– Que se suspendan las clases me parece fantástico – agregó Carlitos – pero que por culpa de estos milicos hoy no tengamos merienda…
Hay una memoria colectiva que se nutre de recuerdos individuales porque todos vivimos el 11 de setiembre de una manera distinta. Cuántos libros se han escrito, cuántos documentales y películas se han realizado, cuántas fotos hemos visto, cuántos testimonios hemos escuchado. El horror y la muerte en las grandes ciudades de Chile en los primeros días del golpe de estado no fue igual que en los pequeños pueblos de Atacama como el que yo vivía. Coordinar y ejecutar la represión en masa a lo largo del país les llevó muchos días a los asesinos.
Después de “la once” en lo de Carlitos, voy bajando la loma hacia casa y veo en la esquina una ambulancia de las dos que hay en El Salvador. Me acerco y reconozco a Ramón, viejo chofer del hospital que me ha llevado de paseo a Potrerillos en más de una ocasión. Ha traído a mi padre que es el único médico que no tiene auto, y se quedó ahí en mi calle, en ese borde de hormigón que separa el pueblo del desierto, pensando en su hijo estudiante de la Universidad de Chile en Santiago. Me explica que si mañana no tiene noticias se toma el avión de Ladeco que llega los miércoles, y se va a la capital a buscarlo como sea. Le tengo especial afecto a Ramón. En nuestros viajes él me ha contado con deleite las viejas leyendas del norte chico. Historias de almas en pena que aterran al más pintado de los forasteros.
Cuando entro a casa mi padre está peleándose con el teléfono, intentando una comunicación imposible con los compañeros colegas que están lejos y él supone en peligro. En los hospitales de Puerto Mont, Concepción, Santiago y Calama hay médicos uruguayos trabajando, contratados por el gobierno de la Unidad Popular. Es gente muy querida en esos lugares, pero a partir de hoy 11 de setiembre serán declarados enemigos de la patria, extranjeros sediciosos que hay que expulsar del país. Cae la noche y la única certeza es que nadie sabe nada en el Salvador y Potrerillos. Mi padre nervioso me pide que en un ejercicio de buena memoria haga una lista de todos los uruguayos que vivimos aquí. Hombres, mujeres y niños, los cuento en mi cabeza, no se me escapa nadie y escribo sesenta y cuatro nombres y apellidos en letra de imprenta. Si no fuera por lo dramático del momento habría que aplaudirme. La inmensa mayoría de los compatriotas viven en Potrerillos donde está la fundición y refinería del cobre.
Los jefes de carabineros de ambos pueblos están a la espera. Las órdenes desde Santiago no tardarán en llegar, pero por suerte tardan. En realidad lo que llega desde Copiapó es un micro con cinco soldados y la orden precisa de llevarse a los médicos extranjeros al cuartel de la ciudad. En Potrerillos los pasan a buscar uno a uno por sus casas. Mi padre que está en el Salvador prepara su bolso y se despide de mi madre y de mi. Increíblemente el micro no se detiene en la puerta de mi casa, sigue su camino hacia la capital de la provincia. En un gesto insólito propio de un loco, mi padre se presenta en el cuartel de carabineros a pedir explicaciones de por qué no se lo llevaron preso junto a sus compañeros. El oficial serio y asombrado le contesta que en su jurisdicción no hay nada contra él, que se vaya para su casa y no moleste.
A los tres días liberan en Copiapó a los compañeros uruguayos, médicos, tupamaros, amigos entrañables. Llegan a Potrerillos, de vuelta en sus casas no pueden creer como aún están vivos. Un mes después del asesinato de Salvador Allende, el once de octubre los militares nos expulsan del territorio chileno en un tren de mala muerte que viaja de Antofagasta hasta Salta en el norte argentino. Años más tarde a ese tren le llamarán “el tren de las nubes”. En la frontera, en el paso de Socompa, frente al volcán, los gendarmes nos reciben gritando viva la libertad, bienvenidos compañeros. Esos mismos milicos, tiempo después, asesinarán y desaparecerán a treinta mil argentinos.
Esta es la breve historia de “mi” once de setiembre de 1973.
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