Siglo tras siglo, las epidemias han desnudado un sinfín de cuestiones políticas, religiosas y culturales. En la Argentina y el mundo. Aquí van algunas, en un repaso a vuelo de pájaro. (Ilustración de portada: Martín Kovensky).
Aunque la viruela y el tifus fueron las pestes que más azotaron el territorio argentino, la primera epidemia autóctona de magnitud fue la del cólera. En 1868 la plaga hizo estragos a nivel de víctimas en el país -unas 15 mil muertes- y también a nivel político al terminar con la vida del presidente en ejercicio, Marcos Paz, quien reemplazaba en el cargo a Bartolomé Mitre, por entonces al frente de las tropas nacionales en Paraguay. Desde allí debió volver de urgencia Mitre para retomar su cargo.
Las deplorables condiciones sanitarias del territorio habían sido el caldo de cultivo ideal para la enfermedad. Y ese escenario iba a ratificarse apenas unos años después, en 1871, cuando el país se vio asolado esta vez por otra epidemia más grave: la fiebre amarilla.
La ignorancia sobre las causas de la nueva epidemia rápidamente hizo estragos por cuanto inicialmente se pensaba que se transmitía boca a boca, por la saliva. Lejos de eso, finalmente se descubrió que el vector eran las picaduras de los mosquitos –aedes aegyptis– que llegaban en los barcos junto a los soldados, desde la guerra del Paraguay.
La fiebre pegó duro en los barrios porteños de San Telmo, Monserrat y San Nicolás, entre otros, terminando con la vida de un ocho por ciento de la población. Como consecuencia de esto los sectores más pudientes de la sociedad porteña emigraron en masa hacia el norte de la ciudad, reconfigurando la fisonomía ciudadana y dando nacimiento a nuevos emplazamientos como barrio Norte, la Recoleta y Belgrano.
El impacto fue tan grande, que la cantidad de muertos rebasó la capacidad de los cementerios capitalinos. El de Parque Patricios y el de Recoleta. Fue allí que nació el cementerio de La Chacarita al oeste de la ciudad, ubicado en los aledaños de los campos de deportes del Colegio Nacional Buenos Aires, la “chacarita de los colegiales” (de ahí su nombre). Fueron los muertos por la fiebre amarilla los encargados de la lúgubre inauguración de esta necrópolis.
Del otro lado del mundo
Bastante antes en tierras europeas la muerte tuvo un nombre propio. Entre 1348 y 1351 la llamada “peste negra” hizo estragos terminando con la vida de casi la mitad de su población.
El historiador y escritor Felipe Pigna relata que la epidemia tuvo un origen inédito y de carácter supersticioso. “Fue una epidemia producida por la pulga de la rata. Por ese entonces había habido una gran campaña de la religión dogmática, de superstición, en torno a que los gatos eran la encarnación del demonio, y entonces en Europa se habían matado una gran cantidad de gatos, con lo cual las ratas se habían quedado sin su depredador natural. Asi que la epidemia se trasladó muy rápidamente por toda Europa”.
Más allá de esas secuelas mortales, el fenómeno bacteriológico tuvo otras consecuencias a nivel social y cultural. Las ciudades cerradas por sus características feudales entraron en crisis y dieron paso a escenarios abiertos, por caso los parques naturales. En otro nivel, a decir del propio Pigna aparece la pulsión de lo vital: “Eros contra Tanatos”.
Una de las obras literarias más significativa de la época, fue el Decamerón de Bocaccio, que cuenta la historia de diez jóvenes -siete hombres y tres mujeres- que se recluyen en una villa de Florencia durante la cuarentena. Allí se contarán cuentos -diez cada uno- hablando de la vida, el dolor y los placeres. El acontecimiento supone un cambio radical hacia el surgimiento de una etapa cultural clave en el mundo, como lo fue el Renacimiento. Desde el oscurantismo de los libros resguardados en iglesias y universidades y la superstición, el pensamiento logra emigrar hacia el conocimiento. La peste servirá para entender la importancia del pensamiento científico sobre los rituales mágicos para salvar la vida de las personas.
No obstante, el componente religioso perdurará inoxidable a través de los siglos, incluso hasta el presente. Es el caso del significado de la palabra “cuarentena”, basado en la “cuaresma”, los cuarenta días de ayuno de Jesús. Elegido como un número “santo” para permanecer aislados, lejos de cualquier criterio científico. Igualmente perdurable pero mucho más atinado resultaría el término “pandemia” (“de todo el pueblo”) proveniente del griego y utilizado por primera vez durante la llamada “plaga de Atenas”, en el año 430 durante el segundo año de la guerra del Peloponeso.
La peste de la Libertadora
Otra vez en la Argentina, pero en el siglo pasado, un golpe militar tendría impensados y nefastos efectos sobre la salud de los compatriotas. Bajo el mando del general de división Eduardo Lonardi, la llamada “Revolución Libertadora” subvierte una vez más el orden democrático destituyendo al presidente Juan Domingo Perón.
La asonada se propuso arrasar con todo lo relacionado a su gestión y con especial énfasis a su labor social. Una de las recetas fue el desfinanciamiento de la salud pública, entre otras medidas, quitando rango al Ministerio de Salud para convertirlo en secretaría (cualquier parecido con alguna situación reciente no es casualidad). Así se desmantelaron hospitales, se destruyó equipamiento y material quirúrgico, en momentos donde se cernía la amenaza de la epidemia de poliomelitis. Entre esas cosas, se destruyeron pulmotores precisamente destinados a enfrentar la enfermedad, porque llevaban la insignia de la Fundación “Eva Perón”, que había donado esos elementos.
Con la salud desmantelada, la epidemia de polio hace estragos provocando la muerte de casi siete mil niños y una incontable cantidad de casos a nivel de secuelas físicas recordadas hasta hoy. El episodio significó además de su terrible saldo mortuorio, el paso de un esquema sanitario modelo en América Latina creado por el médico Ramón Carrillo, a un escenario de desastre epidemiológico. Lo que se dice, una peste auténticamente política.
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