Donde se cuenta cómo Prometeo le jugó una mala pasada a Zeus y el más olímpico de los dioses se tomó venganza y de cómo el FMI nos devora las entrañas una y otra vez como aquel buitre que mató Hércules.

Para buena parte de la tradición helénica, la humanidad fue creada por Prometeo con arcilla como materia prima. Si vamos a creer en Borges o en Meyrink se trata del mismo material con que el rabino Loew, cabal émulo de Yahveh, construyó en Praga su Golem. Pero es esa otra historia, regresemos ahora a Prometeo. Según Esquilo, fue Prometeo hijo de Temis, diosa de la Justicia, perteneciente a la raza de los Titanes. Dicho de otro modo, era Prometeo nieto de Urano y por tanto primo de Zeus, con quien se llevaba a las patadas.

Siendo Prometeo el más sabio de su generación (no por nada su nombre significa El que piensa anticipadamente), todo lo que aprendió de Atenea, diosa de la sabiduría, se lo enseñó a los mortales: arquitectura, navegación, aritmética, astronomía, medicina, agricultura, escritura, derecho, equitación y metalurgia. (Con mucho menos, hoy se juntan tres tipos y arman una universidad privada…).

Cierta vez, allá por el comienzo de los tiempos, hubo que decidir cómo se repartirían de allí en más las ofrendas entre dioses y mortales. Prometeo, decidido a beneficiar a nuestra especie, sacrificó un gran buey, lo cuereó, despostó, cortó el cuero por la mitad y armó con él dos bolsas. Luego puso en una de ellas los huesos cubiertos con la apetecible grasa del animal. En la otra bolsa colocó Prometeo la carne y vísceras disimuladas por el despreciable mondongo. A continuación convocó a Zeus y le dio a elegir con cuál de las dos bolsas se quedaba. Entusiasmado por las apariencias, y para deleite de Prometeo y los humanos, Zeus se ensartó con la que contenía los puros huesos y la grasa, y quedó para siempre mascando huesos y rabia.

La venganza de Zeus no se hizo esperar, y ahí mismo privó a los seres humanos del fuego. Ahora vayan a hacerse el asado con energía solar, dicen que les dijo. Una vez más, Prometeo tomó partido por los hombres y, con la ayuda de Atenea, ingresó furtivamente en el Olimpo. Nuestro Titán, con pies de bailarina, fue hasta la fragua del dios Hefesto, tomó una brasa, la guardó dentro de una caña, y bajó rajando a entregar el magnífico tesoro a nuestros antepasados. Tenga usted presente estos hechos, la próxima vez que tire la carne sobre la parrilla, y bébase un trago a la salud de Prometeo, quien se jugó la suya para que usted churrasquee.

Y es que si antes se había cabreado Zeus, ni quiera saber cómo se puso esta vez: juró castigar de por vida tanto a mortales como a Prometeo, y ciertamente lo hizo. Por un lado, le pidió a Hefesto que moldease, en arcilla, la más bella mujer jamás soñada, y sobre ella sopló Zeus un pneuma, es decir, un alma, de lo más insensata, perezosa y torpe.

Aquella mujer, bautizada Pandora, fue regalada por Zeus a un hermano de Prometeo, de nombre Epimeteo, en cuya casa guardaba un ánfora que contenía todas las desgracias habidas y por haber: dolor, vicio, enfermedad, muerte, trámites, Arjona, publicidad electoral y demás etcéteras. Advertido por su hermano de que ningún regalo de los dioses podía ser bueno, vivía Epimeteo con un ojo puesto en Pandora pero, al primer descuido, en una tarde al cuete abrió Pandora el ánfora que no debía tocar… El resto es historia: pa’ cuando alcanzó a cerrarla sólo quedaba dentro de ella la vana esperanza.

En cuanto a Prometeo, dispuso Zeus que fuese encadenado desnudo en el Cáucaso, donde cada día un buitre le devoraba el hígado, a divinis, en un eterno loop. Durante la noche, mientras lo congelaba la escarcha, cicatrizaba la herida y se regeneraban los tejidos, pero a la mañana siguiente, todo empezaba otra vez. Como imaginarán, aquel castigo era sumamente molesto para Prometeo, pero también para el pobre buitre, recontra-requete-repodrido de la mono dieta de hígado. Después de una eternidad, la buena voluntad y mejor puntería de Hércules liberó de aquella tortura a ambos, Prometeo y el buitre, gracias a un flechazo (al buitre).

Quiso la fortuna que Hércules fuese el hijo dilecto de Zeus, de tal modo que el señor del Olimpo tomó la liberación de Prometeo, no como una rebelión filial, sino como un nuevo acto de grandeza de su chiquitín. Sin embargo, no lo dejó ir así como así a su primo Prometeo. Lo obligó a llevar de por vida una fina sortija forjada con un eslabón de la cadena que lo sujetaba y una piedra del monte Cáucaso engarzada en ella.

Un detalle, quizás revelador: aquel delicado anillo le permitía a Zeus asegurar que Prometeo seguía encadenado a su castigo y, a la vez, le recordaba al amigo de los hombres la suerte que le toca a quienes desafían al poder. Tal vez, el temor al amo o al látigo, sea más fuerte que el amo, o el propio látigo.

Miles de años después, muy lejos de Atenas y demasiado cerca del FMI, otros buitres amenazan devorarnos el hígado. Como no se adivina, por el momento, ningún Prometeo que tome partido por nuestra causa, tal vez la nueva esperanza sea un viejo apotegma: sólo el pueblo salvará al pueblo.

En cualquier caso, saludamos con música al Robin Hood helénico que robó para nosotros el tesoro de los dioses. Una composición de Beethoven,  un poema sinfónico de Liszt y una obra orquestal de Skriabin le rinden tributo. Sin embargo, apelando a los mitos criollos, nos quedamos con Sandro de América y su versión de Dame Fuego. Salute.

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