En 1959, una muerte nunca esclarecida que desató una redada contra la comunidad gay de Asunción, con más de un centenar de detenidos y una campaña mediática estigmatizadora. La historia dio lugar a un mito urbano, pero hoy en Paraguay la cifra 108 es símbolo de lucha contra la discriminación.

Bernando Aranda, el hombre que nunca imaginó que su muerte le depararía una indeseada fama, lo transformaría en mudo protagonista de una historia policial y, con el correr del tiempo, en el origen de un mito urbano, dejó de respirar a eso de las 2 de la mañana del martes 1° de septiembre de 1959 en el cuarto que habitaba en una pensión de la esquina de Estados Unidos y Novena, en el Barrio Obrero de Asunción del Paraguay.

A los 25 años, cuando lo alcanzó la muerte, Aranda no era un total desconocido. Tal vez no se conociera su rostro, pero su voz sí les resultaba familiar a miles de paraguayos que lo escuchaban en ZP 9 Radio Comuneros, de la ciudad capital, donde se había ganado un lugar como locutor.

Bernardo Aranda.

Bernardo Aranda murió víctima de las llamas, en un incendio que se circunscribió a la pieza donde dormía. Al día siguiente, el diario El País relataba así lo ocurrido: “Aproximadamente a las 2 de la madrugada, 45 minutos después de acostarse Aranda, la señora Juana Álvarez, dueña de casa, escuchó una explosión y salió a ver qué habría sido. Golpeó la puerta y lo llamó por su nombre a Aranda. Al no recibir contestación, la señora de Álvarez fue corriendo a la radio ‘Comuneros’, a avisarle al señor Juan Bernabé (director de la radio), quien vino apresuradamente para encontrarse con la puerta cerrada y saliendo de los agujeros, humo. La empujó y logró abrirla con la fuerza. Juan Bernabé y las señoras Juana y Lida Álvarez, al abrir la puerta se encontraron ante un espectáculo monstruoso. Las paredes, ropero, uso personales, cuadros, el receptor y el tocadiscos, la cama y el cuerpo de Bernardo Aranda se hallaban totalmente en llama”.

La policía del Paraguay de Alfredo Stroessner jamás se preocupó por investigar el origen del incendio que cocinó a Aranda, pero no escatimó esfuerzos para encontrar culpables partiendo de una premisa que los sabuesos de la dictadura consideraron inobjetable: como se sospechaba que el locutor era homosexual, se dedicó a detener sospechosos de la misma “amoralidad”, ya que su muerte sólo podía deberse a lo que la prensa del régimen llamó “un crimen pasional”.

Durante los días siguientes, en Asunción se multiplicaron las redadas para capturar e interrogar –con los suaves métodos de la dictadura – a cuanto presumible homosexual anduviera cerca. Más de cien terminaron entre rejas, entre ellos Juan Bernabé, el director de la radio. Se calcula que fueron en realidad unos 120 pero en la memoria popular quedó grabado un número preciso: 108.

La pieza quemada.

Esa cifra dio origen al mito conocido como “el censo de los 108”, y detrás del número se agregaba un adjetivo calificativo que variaba según los gustos de quien lo contara: 108 homosexuales, 108 amorales, 108 putos. Con los años, la cifra 108 también se convertiría en bandera de lucha por los derechos de gays y lesbianas en Paraguay. Aun hoy, más de medio siglo después, el mito y el emblema de lucha coexisten y, en ocasiones, se confunden. Casi siempre, el misterio que supuestamente rodea al primero sirve para ocultar los reclamos que encarna el segundo.

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Los cronistas suelen buscar sus historias hasta encontrarlas, pero a veces, como en este caso, las historias se les cruzan en el camino y se les imponen. Es así este mediodía de fines de septiembre, durante una sobremesa al aire libre en un restaurante de City Bell. Hemos almorzado bien con Ricardo Martínez, como se nos ha hecho costumbre, y las copas ya están casi agotadas igual que la inevitable charla sobre la situación política, las novedades familiares y los libros que estamos leyendo y que, por lo general, nos terminamos prestado. Es entonces cuando los bueyes perdidos suelen aparecer para que la conversación se vaya perdiendo detrás de sus huellas.

¿Conocés la historia del censo de los 108 homosexuales?, me pregunta Ricardo, sabiendo que no sé de qué me está hablando.

No, dale, contame, le digo.

Ricardo es un buen narrador oral, de esos que no escatiman detalles, así que antes de contarme la historia me cuenta cómo la descubrió.  Y dice mirá lo que son las casualidades.

Otra imagen de la pieza.

La primera casualidad ocurre un mediodía en la caja de un supermercado chino de City Bell. El chino teclea en la caja y saca el papelito –de esos sin valor fiscal – con el monto de la compra. Ciento ocho, dice el chino y Ricardo paga. Mientras mete la compra en la bolsa, el chino le saca la cuenta al siguiente comprador. Ciento ocho, le dice y los dos compradores se miran con mirada de mirá qué casualidad.

Hay que jugarle, le dice el otro comprador y Ricardo que le contesta con el sí de cajón pero después se olvida, porque no es hombre afecto a jugar a la quiniela. Vuelve a recordar el episodio esa misma noche, durante una comida amigos del hospital y lo cuenta, también de sobremesa. ¿Lo jugaste?, le pregunta alguien y otro le dice que lo juegue al día siguiente y un tercero le dice que no juegue al 108 sino al 216 porque es 108 x 2. La conversación parece quedar ahí cuando Jorge H., un amigo misionero, dispara con el número para otro lado:

Uy, 108, me hace acordar a la historia del censo de los 108 putos, ¿la conocen?, dice y sin esperar respuesta la empieza a contar. En la historia que cuenta Jorge, todo ocurre en Encarnación, frente a Posadas, donde él vivía y no en Asunción. Es la historia que me repite Ricardo durante nuestra sobremesa.

¿Será verdadera o un mito urbano?, le pregunto.

Y… habrá que averiguar.

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No hubo pericias para descubrir el origen del fuego que mató a Bernardo Aranda –y si las hubo nunca trascendieron -, pero la policía dedicó la semana posterior a la muerte del locutor a detener sospechosos de haberlo matado por razones pasionales. Al mismo tiempo, en lugar de hacer una mínima investigación de lo ocurrido, el diario El País prefirió hacerse eco de las múltiples conjeturas que le hacen llegar sus lectores. Ésa es la manera que ha elegido para “informar”, como reconoce con obscena ingenuidad. En su edición del 3 de septiembre publica un artículo sin firma titulado “¿Cómo halló la muerte el locutor Aranda?”.

Allí puede leerse:  “La opinión pública sigue apasionadamente el curso de las investigaciones policiales y médicas en el deseo de conocer la forma cómo halló la muerte Bernardo Aranda, infortunado locutor radial cuyos restos fueron hoy conducidos al cementerio del Sur. Siguiendo nuestras informaciones vamos a anotar aquí algunas conjeturas y preguntas diversas que se hace el público de la calle, ya que el espeluznante hecho ha llegado a conmover a la gente, siendo el tema obligado de las conversaciones en todos los círculos capitalinos. Nos dicen…”.

Es de esas conjeturas de lectores y de una “investigación policial” de la que no da ningún detalle de dónde el anónimo cronista de El País saca sus conclusiones. “Por de pronto y estrujando un poco todos los detalles del enigma, podría decirse que se está ante un crimen pasional. La telaraña se va tejiendo y con cierto visos de esclarecimiento”, escribe. Y agrega: Los datos obtenidos se presentan en forma contradictoria dificultando el curso normal de las investigaciones”. Punto y aparte después remata, sin reparar en contradicciones: “El trabajo policial indica seriamente que se va hacia un crimen pasional sin tener en cuenta todavía quien o quienes podrían tener participación en esta tragedia”.

Breve traducción: no se sabe si a Aranda lo mataron o murió en un incendio accidental; en el caso de haber sido un homicidio (cosa que no se ha demostrado) no se sabe quién o quiénes lo cometieron; las principales fuentes de información, si no las únicas, son las opiniones de “la calle” pero… no hay dudas de que se trata de un crimen pasional. No cualquier crimen pasional, sino uno cometido al calor de los bajos instintos homosexuales.

En el Paraguay de la dictadura de Stroessner la homosexualidad no sólo recibía condena social sino que era considerada un delito. “La falta de aceptación, tanto legal como social de la homosexualidad forzaba a los gays a vivir en la clandestinidad; la vida social se restringía a grupos reducidos de amigos y a ciertas reuniones sociales de forma oculta o disfrazada. La dificultad de organizarse, el desconocimiento de los derechos y la imposibilidad de ejercerlos, hacían mucho más gravosa la situación. Existían muy pocas posibilidades de construir una relación estable. La fuerte represión social obligaba a los hombres gays a tener encuentros furtivos, donde el anonimato era la tarjeta de presentación por el temor de ser delatado como homosexual, y así sufrir la represión de la dictadura”, señala el Informe Final de la Comisión de Verdad y Justicia constituida luego de la caída de Stroessner al referirse a la situación en aquellos años.

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Nos encontramos con Ricardo unos días después de la sobremesa del 108. Ahora sabemos que no se trata de un mito urbano sino de un caso de accionar policial que aprovecha una muerte para criminalizar a la comunidad gay de Asunción. Frente a dos tazas de café, le digo que es una muestra más de la doble moral de las dictaduras, que basta poner en espejo la cacería desatada después de la muerte de Aranda con lo que todos sabían y nadie decía de la vida del hijo mayor del dictador, de nombre Gustavo, coronel de aviació, malversador de fondos públicos y torturador avezado de disidentes.

El dictador Stroessner.

¿Qué es lo que no decían?, me pregunta.

En realidad es lo que decían a sus espaldas, en voz baja y a riesgo de pudrirse en la cárcel. Y no es tampoco lo que decían sino cómo lo llamaban a Gustavo, le digo y hago la necesaria pausa para que Ricardo encaje su pregunta.

¿Y cómo le decían, che?

La coronela,  le decían, le digo.

Para ese momento ya sabemos con precisión de dónde salió ese 108 que se haría famoso, mito y bandera.

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La primera mención de los 108 apareció en el diario El País del sábado 12 de septiembre de 1959, cuando la policía llevaba diez días de redadas para detener a cualquier persona sospechosa de homosexualidad.  Vale la pena reproducirla en detalle.

En la volanta del artículo aparece por primera vez el número que se haría famoso: “108 Personas de Dudosa Conducta Moral Están Siendo Interrogadas. Intensa Acción Policial. Esperan Resultados”, dice.

El texto no tiene desperdicio: “Inusitado movimiento y despliegue se notó anoche en la seccional policial 4a y en el local de la dirección de Vigilancia y Delitos. Las frenadas bruscas de los vehículos que llegaban y el ruido de arranque de los que salían, daba la impresión que se estaba ante una dramática pero decidida acción policial. Nuestro redactor que sigue de cerca el movimiento policial y judicial, consiguió anoche filtrarse en los medios informativos y así pudo calcular un número aproximado a 108 personas de dudosa conducta moral que esperaban ser interrogadas. Según una fuente policial se busca afanosamente a un par de éstas. Hay interés en hallarlas. Prácticamente la policía está removiendo toda una organización de esta hermandad clandestina. De acuerdo a las informaciones captadas por nuestro redactor, esta madrugada la investigación estaría dominando un vasto campo de actividades de esta naturaleza. Por de pronto, la acción policial se desarrolla de manera muy activa, como antes no se ha hecho de igual envergadura para esclarecer el misterio que rodea a la muerte del famoso locutor y bailarín del Rock and Roll, Bernardo Aranda”.

Ahí está todo, con los adecuados eufemismos: personas de “dudosa moral” que son interrogadas, descubrimiento de “una organización de esta hermandad clandestina”, “actividades de esta naturaleza”. Y por si faltaba algo, a esa altura Aranda no sólo merecía el estigma de homosexual sino también la condenable condición de “bailarín de Rock and Roll”, lo que se dice todo un demonio. Los dibujantes de los diarios no se quedaban atrás, con caricaturas estigmatizantes que acompañaban a los artículos.

Nueve días más tarde, El País ya estaba en condiciones de informar a su amable público todas las características de la siniestra “hermandad clandestina”, a la que se describía como lo que después todas las dictaduras llamaban organizaciones subversivas. El artículo del 21 de septiembre no repara en supuestos detalles. “La incipiente pero bien armada organización de amorales es todo un movimiento de expansión hacia los centros donde la depravación no ha llegado todavía – dice. La organización tiene cuatro grupos, cada uno con un jefe al frente. Los principales dirigentes son ocho más o menos, son los que financian las operaciones de reclutamiento de menores, luego vienen los otros personajes que actúan como enlaces de la organización, éstos a su vez, cuentan con la colaboración de los recién iniciados. Sus reuniones hacen en forma de rotación, es decir, una vez en la casa de uno de los socios, la siguiente tertulia lo hacen en casa de otro, después en la casa de aquel, etc. Allí beben, fuman y se visten unos como mujeres y otros como hombres, etc.”

El significado de los sugerentes “etcéteras” quedaba a criterio del lector, pero apuntaban hacia un solo lado. Pocos días después, El País completaría su obra publicando el listado completo de los detenidos, todas personas de “conducta amoral”, además de sospechosos de un supuesto asesinato que nunca se pudo demostrar.

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Con los papeles sobre la mesa, Ricardo otros dos cafés. A esta altura, sabemos también que tiempo después “108” se transformaría en un gritpo de lucha por la defensa de los derechos de gays y lesbianas en Paraguay. Pero también que, desde la publicación de la cifra en El País, fue sinónimo de estigma: puto, marica, homosexual, amoral.

Mientras enciendo un cigarrillo, Ricardo me cuenta que, cuando volvió a preguntarle a su amigo Jorge H. sobre el tema, éste le contó que en su pueblo natal, cuando se armaban partidos de fútbol entre equipos de pibes de ambos lados de la frontera, los argentinos les gritaban “108” a los paraguayos con toda la carga de un insulto feroz.

¿Y los paraguayos que hacían?, le pregunto.

Contestaban gritándoles “Kurepí “a los pibes argentinos, me contesta.

¿Y eso que quiere decir?

Quiere decir “carne de chancho” en guaraní.

(En realidad, kurepí significa “piel de chancho”, pero parece que la cosa causaba entre los argentinos el mismo efecto que el 108 entre los pibes paraguayos).

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Casi sesenta años después de la muerte nunca aclarada de Bernardo Aranda y de la feroz persecución desatada por la policía de la dictadura paraguaya contra todo vecino de Asunción sospechoso de homosexualidad, el número 108 es bandera del orgullo gay.

Quizás el primer paso en esa lucha haya sido una carta dirigida al director de El País –y sorprendentemente publicada por el diario – a fines de septiembre de 1959, cuando la persecución estaba en su apogeo. La carta decía: “A El PAIS le ha parecido justo bautizar con el nombre de ‘lacra social’ a un grande y respetable número de personas honradas, que son tales, porque respecto a sus vidas hacen de ella un motivo moderado de placer, sin ofender a los demás, tan moderado, y silencioso, como corresponde a las sanas actividades íntimas, a diferencia de los placeres desenfrenados que también en el seno de la sociedad llamada culta suelen desembocar en públicos escándalos”.

El texto es toda una declaración de principios y un fuerte cuestionamiento a la moral social de la época, a la vez que deja entrever que la comunidad gay está dispuesta a organizarse colectivamente si no para reclamar públicamente por sus derechos por lo menos para defenderse de los atropellos a los que estaba siendo sometida.

Hoy, “Somos más que 108”es la consigna más coreada en las marchas del orgullo LGBTI, contra la discriminación y por el respeto de la diversidad.

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Bueno, tenemos todo, dice Ricardo jugando con el pocillo vacío.

Sí, le digo, y vale la pena contarlo.

Pero contalo todo, me dice, contá también cómo lo descubrimos, para mostrar cómo un mito urbano también sirve para esconder la realidad.