Macri inauguró las sesiones ordinarias del Congreso con una invitación a imaginar un mundo mejor. No hubo diagnóstico económico, tampoco propuestas. Encerrado en su laberinto, ratificó el rumbo y pidió paciencia.
El discurso de Macri no se despegó del libreto de Durán Barba y eludió con premeditada prolijidad los problemas que afectan a la economía. Solo hacia el final levantó la vista, abandonó los papeles y, con tono ensayado, intentó una arenga: “Abran su mente y su corazón. Lo que proponemos de absoluta buena fe puede funcionar”. No dijo cómo ni por qué. Poco menos que nada. Como si se tratara de hablar desde el púlpito a una feligresía dominical, lo de Macri en el Congreso no pasó de una invitación a imaginar un mundo mejor. Solo le faltó decir que el agobio de hoy puede ser la felicidad del mañana. Todo sería cuestión de armonizarse. Una invocación a la fe que buscó justificar con un puñado de alusiones vagas al entramado productivo, unos pocos números, muchas promesas y con la cada vez más cuestionable afirmación de que “lo peor ya pasó”.
Inflación, caída del consumo, endeudamiento, desocupación, pobreza, déficit comercial y estancamiento industrial son problemas que casi no tuvieron lugar en el relato oficial. Cuando aparecieron fue para decir que las cosas están mejorando. Un pedido amigable de comprensión y paciencia que el humor social dirá hasta qué punto es posible procesar. Por las dudas, como si se tratara de conjurar la sombría realidad, Macri habló de récords en turismo, aeropuertos, vuelos de cabotaje, motos, rutas, cemento y asfalto; de parques nacionales y de un “crecimiento invisible”. También dedicó un extenso párrafo a enumerar las virtudes de internet. No faltaron las menciones al mundo de los emprendedores, “el entusiasmo del hacer”, según Macri. Solo faltaron a la cita los globos de colores.
Encerrado en el laberinto que Cambiemos construyó, Macri fue al Congreso por más de lo mismo. En pocas palabras: a ratificar el rumbo. “No podemos gastar más de lo que tenemos”, repitió. De inmediato elogió el acuerdo fiscal firmado por los gobernadores y reclamó “responsabilidad fiscal” a las provincias. Luego de un déficit primario del 3,9 por ciento y del 6 por ciento con el financiero en 2017, mantuvo sin decirlo la previsión del 3,2% para este año y del 2,2 por ciento el próximo. Se verá a qué costo. De última, si algo falla habrá tiempo para recalibrar. Obviamente, eludió referirse al ajuste de las jubilaciones y de los planes sociales. De los tarifazos, nada. “La inflación irá bajando”, prometió. En 2017 fue del 25 por ciento. El Gobierno espera que sea del 15 por ciento este año. Los analistas lo desmienten: creen que se ubicará entre el 19 y el 20 por ciento. “Los salarios le ganaron a la inflación”, agregó. Si fue así en 2016 es improbable que se repita este año con un techo paritario del 15 por ciento.
Luego del ajuste de 2016 y el tibio repunte de 2017 apuntalado por la obra pública, la intermediación financiera y el sector agropecuario, el nivel de actividad quedó como en 2015, pero con diferencias sustanciales. La industria sigue sin levantar cabeza, el salario real no recupera posiciones y la distribución de la riqueza agrandó la brecha entre los que más y menos tienen. Como si fuera poco, los déficits comercial y de cuenta corriente se encaminan a batir récords. Consciente que el rumbo conforma a muy pocos, defendió el supuesto “gradualismo” e intentó mostrarse como el garante de un equilibrio que abre un camino de crecimiento sostenido. “Vamos a dejar de endeudarnos y van a llegar las inversiones”, prometió enésima vez. Lo primero está por verse. La lluvia de inversiones quedó archivada. También la pobreza cero. Habló además de la creación de 270 mil puestos laborales. Como si se tratara de un tema menor pasó de largo la precarización laboral y la caída del empleo industrial.
No es extraño que desde la oposición llovieran las críticas. “La ausencia más importante fue la realidad. Macri hizo referencia a un futuro maravilloso que solo ve él. Otra vez invoca un futuro virtuoso pero no habla del presente desastroso”, afirmó el jefe de la bancada de diputados del Frente para la Victoria, Agustín Rossi. Las ironías estuvieron a la orden del día. Desde el Frente Renovador, Graciela Camaño recordó que alguna vez Menem se equivocó de discurso. “Hoy, Macri se equivocó de país”, dijo la diputada. Unos y otros coincidieron en la falta de diagnóstico. Pablo Kosiner destacó que no hubo una sola palabra dirigida a la industria. “Comparto plenamente los del crecimiento invisible. Desde la industria no lo vemos”, ironizó el ex presidente de la UIA José de Mendiguren. Menos diplomático fue Nicolas del Caño. Para el diputado del Frente de Izquierda, “Macri vive en una nube de gases, lee el diario de Yrigoyen o se está riendo de cuarenta millones de argentinos”.
Ni contenido, ni modelo, ni política pública. Ningún diagnóstico; ergo: ninguna solución. Macri confirmó que el núcleo duro de Cambiemos no cambia. Hace oídos sordos a la bronca que estalló con el recorte de las jubilaciones. Macri ve otra película. La planilla del Excell manda. Minimiza las movilizaciones y los cacerolazos. Las economías regionales no entran en su radar. Los pedidos de la pymes tampoco. Todo se reduce a saber esperar. En el mejor de los casos a un voluntarismo poblado de palabras como poder, querer y creer. Pidió “evitar los diagnósticos apocalípticos”. Difícil no hacerlos. Macri atrasa. El mundo se cierra, el país se abre. El costo financiero crece, el país se endeuda. La industria reclama definiciones, Macri propone endurecer las penas para evitar accidentes de tránsito. Su mensaje no sintoniza. Luce improbable, de otro mundo. En una cosa acertó: “No sirve seguir culpando a otros de lo que nos pasa”. Es cierto. La pesada herencia, si existió, quedó atrás. Hoy, lo que nos pasa es Macri.
¿Lo que quedó? Un futuro proyecto para impulsar el blanqueo laboral y otro para incrementar los días de licencia por paternidad. Los únicos anuncios del capítulo económico. Poco, casi nada por fuera de la invitación “al entusiasmo del hacer”.