La economía ingresó en modo preelectoral: estímulo fiscal, apreciación cambiaria y presiones sobre el dólar. Sin embargo, todos miran más allá: el momento de definir una macroeconomía para la post pandemia. La renegociación con el FMI se recorta ya como un tema central. Que llegue a buen puerto no será condición suficiente.
El cortísimo plazo manda. De acá a las elecciones generales, la dinámica de la pandemia seguirá condicionando la marcha de la economía y la recuperación del salario real continuará siendo un problema pendiente. Tan cierto como que el primer semestre fue malo para los laburantes. Las paritarias se quedaron cortas y el mejor escenario posible es que se llegue a las urnas con un salario que recupere lo que perdió en la primera mitad del año. No mucho más. Del escenario pre-electoral surge además que el gobierno seguirá usando el tipo de cambio oficial y las tarifas como anclas nominales. Un escenario de contención para una inflación que en siete meses alcanzó la meta anual del 29 por ciento.
Algo está claro: la salida coyuntural ideada por el gobierno para los problemas estructurales tiene el tiempo contado y se irá complicado a medida que se avance en el calendario electoral. Las presiones, que se focalizan ya en el tipo de cambio paralelo, seguramente meterán cada vez más ruido. Un termómetro que el gobierno arbitra por ahora con relativo éxito con intervenciones: el Banco Central administra la brecha y el Tesoro maneja la tasa que paga para financiar buena parte del déficit fiscal. Sin tercera ola, el gobierno tendrá más chances en las urnas. La actividad llegará un poco más estimulada. Hasta acá la película corta. ¿Si la variante Delta se expande? Las olas de fines de diciembre y mayo demuestran que cuando los casos suben, la gente se guarda. No consume y la actividad se resiente.
Aquí vale una aclaración: las primera y segunda olas no son como la primera, que impactaban sobre la producción y la demanda. Hoy, la pandemia afecta menos a los bienes que a los servicios. ¿La prueba? El consumo sigue deprimido, pero – tras los retroceso de abril y mayo – en junio volvió a crecer la utilización de la capacidad en la industria. Un 11,6 por ciento interanual, según el Indec. Es la cuarta suba consecutiva a dos dígitos. La mejora se verificó en once de los doce bloques que forman el indicador. El promedio se ubicó en el 65 por ciento. El nivel más alto desde junio de 2018. No es poco, aunque no alcanza.
Si se quiere, lo más auspicioso viene por el lado laboral. Los últimos datos señalan que en abril se recuperaron casi 55 mil puestos de trabajo y la serie acumuló cuatro meses en alza. Así, en lo que va del año se sumaron 143 mil ocupaciones en todas sus modalidades. Cierto es que todavía hay unos 90 mil menos que en febrero 2020. La recuperación, aunque significativa, sabe a poco. Además, todavía es temprano para saber si el crecimiento de los contagios durante la segunda ola y el aumento de las restricciones detuvo la mejora. La incógnita se despejará con los próximos datos del Indec y del Ministerio de Trabajo.
En el escenario actual, el arrastre estadístico que deja 2020 es del 6 por ciento. Si este año el PBI se expande en torno al 7,5 por ciento, el crecimiento real sería de un 2 por ciento. Un poco más si hay acuerdo con el FMI antes de diciembre. En este contexto, la recuperación del consumo seguirá siendo lenta. Le cuesta arrancar. Nuevas cepas, distanciamiento… Lo que se sabe que ocurre en el mundo y que en la Argentina se agrava por el fenomenal deterioro del ingresos de los hogares. La ecuación impacta de lleno sobre el sector servicios. Más todavía en un país en donde aproximadamente el 65 por ciento del PBI se explica por la demanda. En síntesis, la actividad económica está y seguirá más o menos amesetada en torno a los niveles de la prepandemia.
En el mercado financiero y en las cámaras empresarias, sin embargo, prestan más atención a otros números. Los de siempre: ingresos versus gastos. Los que determinan el resultado fiscal. ¿Se va deteriorar? Sí, se va a deteriorar. Cerraría el segundo semestre en torno al 3,5 por ciento del PBI. No es un tema menor, pero tampoco el fin del mundo. La luz de alarma se encendió tras la primera licitación de agosto, en la que el Tesoro consiguió renovar solo el 65 por ciento de los vencimientos. Martín Guzmán tuvo que acrecentar los pedidos de asistencia al BCRA. Hoy, el porcentaje de financiamiento cubierto con emisión supera el tope del 60 por ciento que Economía se impuso como meta anual. De allí que el equipo económico busque por estas horas nuevas herramientas de fondeo.
La opinión mayoritaria señala que si el nivel de renovación no se ubica un 25 por ciento por encima de los vencimientos habrá más emisión que la prevista. En ese caso, la posibilidad de que el BCRA genere una cierta estabilidad cambiaria se complicaría. Llegaría a las elecciones con apuros, aunque no cargando con una crisis. Lo que no implica que la ortodoxia ceda en su insistencia en favor de una devaluación, incluso de cara a un dólar oficial que está en línea con sus valores históricos y un considerable superávit comercial por los altos precios de los commodities y una demanda interna extraordinariamente baja. En esas filas alinean los que machacan con lo acontecido en 2013/2014, cuando la dupla Kicillof-Frábega devaluó un 20 por ciento.
Hoy, semejante escenario sería un golpe un mortal al régimen de inflación moderada que procuran alcanzar Guzmán y Miguel Pesce. Un pésimo escenario. La economía no necesita una devaluación. Tampoco a fin de año. Los economistas cercanos al gobierno subrayan que un salto cambiario cortaría de cuajo la incipiente recuperación del segundo semestre. Agravaría los problemas. Algunos agregan que sería una idea tan nociva como atrasar el dólar. Un camino de cornisa. Tan cierto como que el gobierno deberá comenzar a pensar cómo y en qué medida relaja las restricciones cambiaras. No desmontarlas. Un tema fundamental para los próximos meses. Ni qué decir de cara al gran desafío: arreglar con el FMI. Se descuenta -sería iluso no hacerlo- que el acuerdo vedará algunas políticas y que otras ganarán relevancia. Será hora de pensar en el mediano y largo plazo.
El gobierno apuesta a que el acuerdo despeje incertidumbres; o el menos sea el primer paso en esa dirección. Obviamente, si se trata de un buen acuerdo. No cualquier acuerdo, o uno pésimo como el de Macri. De darse, la economía podría retomar el nivel de actividad de la prepandemia durante el año que viene. Sin acuerdo, el país quedaría estancado en los niveles del primer trimestre del año pasado. En el mientras tanto, lo dicho: el control de cambios seguirá. Otorga margen de acción y cancela las chances de una devaluación desordenada. No hay otra: la demanda de dólares seguirá condicionada por el saldo de la balanza comercial.
El acuerdo con el FMI debería señalizar el camino gradualista que busca el gobierno: un sendero fiscal consistente y una tasa de interés por encima de la devaluación y la inflación esperada. Según algunos, la llave que permitiría destrabar el “no entro porque hay cepo” y el “no aflojo porque no entran”. En pocas palabras: el año que viene está a la vuelta de la esquina. El desafío pasará por generar condiciones que alienten la producción y la inversión, sin que esto genere una transferencia de ingresos de los pobres hacia los ricos. Nada fácil. El resultado exitoso no está garantizado, ni siquiera con una victoria electoral del oficialismo.
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