El IPC acumuló un treinta y seis por ciento en 2020. Casi 18 puntos menos que en 2019. La perspectiva, sin embargo, no es tan alentadora. La agenda oficial de “intercambio y diálogo” encuentra obstáculos y la coyuntura alienta recetas mágicas por izquierda y derecha. Las presiones sectoriales y la urgencia social suman complejidad y dificultan un debate profundo sobre las causas del problema.
Luego de un segundo trimestre marcado por lo peor de la pandemia y con poca inflación, los precios trazaron un sendero ascendente. El promedio mensual del IPC pasó del 2 al 2,5 por ciento entre julio y setiembre, y de allí al 3,5 por ciento en los últimos tres meses de 2020. Desde el equipo económico aportan una lectura menos preocupante. Destacan que el IPC del año pasado fue el más bajo de los últimos tres y subrayan que el aumento en diciembre se explica, en lo esencial, por consumos estaciones en renglones como hotelería, gastronomía, pasajes y por el incremento en la medicina prepaga. Afirman que la dinámica no marca una tendencia.
El análisis oficial se apoya en otros datos. Señala que en el sensible rubro Alimentos y Bebidas la aceleración al 4,4 por ciento – aportó 1,2 p.p. al nivel general – es producto en lo fundamental de la suba del precio de la carne por la retención de hembras, el alza del precio internacional del maíz y la estacionalidad propia de las fiestas. Sin embargo, y más allá de las puntualizaciones, tras un año con caída de la demanda, tarifas congeladas, sin aumentos salariales de importancia y con los programas Precios Cuidados y Máximos funcionando con sus más y sus menos, lo ocurrido obliga a dos preguntas: ¿será sostenible la baja que se verificó en el acumulado anual?; ¿es la agenda de “intercambio y diálogo” que promueve el gobierno el tono político adecuado?
Que la necesidad de estabilizar y tranquilizar a la economía es prioritario para fortalecer la estructura productiva y generar desarrollo es tan claro como que la macroeconomía – y por lo tanto la inflación – requiere un enfoque que incluye las políticas cambiaria y monetaria, como así también decididas intervenciones del gobierno en materia de tarifas, precios e ingresos, esto último esencial para que la recuperación alcance a los sectores más postergados. Se trata, al fin y al cabo, de definir prioridades. Una tarea que tiene mucho de economía, pero donde talla como precondición la política.
El desafío es enorme. “No creemos en el desacople de los precios internos de los internacionales”, bramó esta semana el presidente de la Sociedad Rural, Daniel Pelegrina. Fue luego de que el gobierno diera marchan atrás con el cupo a las exportaciones de maíz. No hizo más que exteriorizar lo que piensa un amplio sector del Consejo Agroindustrial. Sus principales actores, algunos con más estridencia que otros, pugnan por precios internacionales para la mesa de los argentinos. Menos tajante fue Carlos Achetoni de la Federación Agraria. Dijo que se debe discutir el monitoreo que propone el gobierno para que las ventas externas no reduzcan la oferta interna y presionen sobre los precios de los alimentos. Una vez más: se trata de compatibilizar el interés privado con el general.
“Mirando la década de 2020, creemos que podrían estar en juego fuerza estructurales similares a las que impulsaron los precios de las materia primas en la década de 2000”. La hipótesis, hecha por el banco Goldman Sachs a fines del año pasado, sonó en su momento como desacoplada de la realidad pandémica. Se verá. Por ahora, las subas del maíz, la soja y el trigo parecen, antes que un nuevo súper ciclo, productos de la caída de los stocks por las entre regulares y malas cosechas que se esperan en el hemisferio norte y Brasil. Es sabido que la volatilidad está a la orden del día. Wall Street manda. Un recuerdo: en los últimos diez años, el Índice de Materias Primas de Goldman Sachs cayó un 60 por ciento y borró treinta años de ganancias.
Por lo pronto, Martín Guzmán calificó el incremento en los precios de los commodities como positivo. Dijo que lo era para “un sector central”, el campo. Advirtió, sin embargo, sobre la necesidad de articular reglas para que ese shock beneficie a la sociedad en su conjunto. Si nada o poco se hace en pos de ese objetivo, lo que en principio sería positivo terminará “siendo regresivo, porque el resto de la sociedad enfrentará precios más altos para todo lo que está asociado a esos commodities”, subrayó el ministro. Guzmán, al menos por ahora, esquiva la confrontación. Llama al diálogo. “Entendimiento” es la palabra que usó en la Universidad de Entre Ríos el viernes, cuando el Indec difundió el IPC. ¿Estarán dispuestos los sectores concentrados con la propuesta del gobierno? Hay un serio margen para dudar. Lo corrobora la historia, la pasada y la reciente, y también la coyuntura.
Mirandando más allá
Que la inflación es uno de los problemas centrales de la economía no es novedad. Se diría verdad de Perogrullo. Se trata de un tema tan crítico como las recurrentes crisis que registra la balanza de pagos. Como si se tratara de la contracara del dólar, el IPC es objeto de preocupación y debate. No es para menos. El número alimenta las expectativas. La inflación, igual que el billete estadounidense, está en boca de todos. Con el efecto amplificador y no menos simplificador de gran parte de los medios de comunicación, se eleva al grado de un dispositivo que se suele presentar como autónomo. Una suerte de maldición populista que las recetas simplistas de la ortodoxia atan exclusivamente a la emisión monetaria y al gasto público.
La lectura dominante, sin embargo, vela las otras raíces del fenómeno y cancela la necesidad de un debate profundo. Puesto de otra forma: impide discutir la inflación – que orada el salario, impulsa ganancias extraordinarias en sectores concentrados y facilita conductas especulativas – como un problema relacionado con la matriz productiva.
De ser así, y nada sugiera que no lo sea, la solución es política, y sin consenso no habrá política eficaz, como señaló Guzmán en una entrevista publicada por Project Syndicate. Su afirmación se relacionaba en lo esencial con la condición para resolver las inconsistencias macroeconómicas que a grandes rasgos – agrega este cronista siguiendo un análisis de larga data – provienen de una estructura desbalanceada que determina una muy desigual distribución del ingreso e impacta en los precios y en las cantidades producidas.
No es la única causa. Influyen también los cuellos de botella que enfrenta la producción en diversos sectores, la puja distributiva – anestesiada hoy por hoy, salvo contadas excepciones – y la formación oligopólica de precios en una cadena clave como la agrolimentaria. También están los shocks exógenos de los precios internacionales. No menos decisiva es, ya en la coyuntura, la actitud del gobierno, que se diría por demás cauta de cara a las productores de insumos difundidos.
Va de suyo que no se trata de relativizar el problema, ni de excusar la política oficial, pero sí de poner la inflación en perspectiva para contrarrestar la maliciosa idea de que puedan existir soluciones rápidas. Algunas de ellas de corto alcance, como la regulación de precios; o las mágicas de la ortodoxia, como las propiciadas por los macrinomics liderados por el ex presidente del BCRA Federico Sturzenegger con sus metas de inflación, la emisión cero y el dólar libre. Verbigracia: abordar la inflación con precios máximos, con un ancla cambiaria o solo desde la tasa de interés llevará siempre al fracaso.
En un país como la Argentina, con severísimas restricciones para acceder al crédito y recurrentes ciclos de sobreendeudamiento, los comportamientos de las grandes empresas y los sectores con capacidad de ahorro exacerban el problema. No es extraño que frente a este panorama, la postura oficial enfatice la necesidad de una lectura integral. De allí que insista en un enfoque gradual. Una senda de desaceleración de precios coherente con una paulatina consolidación fiscal. El objetivo: evitar que el BCRA soporte la pesada carga de financiar al Tesoro.
La heterodoxia con visión fiscal no está exenta de riesgos. Se dirá que nada lo está. Sin embargo, apostar a la recuperación del mercado interno por la baja de la inflación más que por el empuje de los salarios choca con las urgencias que impone la política. La impaciencia social, se ha escrito en este espacio, dibuja un límite y puede deshilachar los mejores planes. Un camino peliagudo de cara a la intransigencia del mentado círculo rojo, que pugna por beneficios extraordinarios, y al oportunismo de una oposición que solo atiende a su juego.
Debatir las medias que toma el gobierno en la coyuntura no es ocioso, pero poco aporta subirle o bajarle el pulgar a los programas Precios Cuidados y Máximos – o al desempeño de la Secretaría de Comercio, que muchos caracterizar como complaciente con los formadores de precios – si se deja de lado el examen de la matriz productiva. Machacar sobre la urgencia exacerba expectativas y obtura la sintonía fina. En síntesis, se trata de escapar a las fórmulas preconcebidas. Solo habrá solución al problema de la inflación si las políticas permiten desarrollar un entramado productivo de mayor densidad y más diversificado. Más producción, mejores salarios y mucha competencia.