La negociación con el FMI y la inflación serán los temas centrales en 2021. De los precios dependerá la recuperación del mercado interno. De la pulseada con el organismo y los grandes grupos empresarios, las condicionalidades del plan de facilidades extendidas que busca el gobierno. Un panorama que se avizora marcado por la impaciencia social y las elecciones de octubre.

Luego de varias idas y vueltas, y no pocas discusiones internas, el giro ortodoxo del gabinete económico consiguió lo que buscaba: una tregua en el frente cambiario. Lo suficiente para tranquilizar de momento a la economía y pilotear la pandemia mientras avanza en la tenida con el Fondo Monetario Internacional. Un puente. Sabe a poco, pero es bastante de cara a la envergadura de los daños sociales y productivos ocasionados por Cambiemos y la necesidad de monetizar el déficit para enfrentar una crisis económica heredada que agravó el coronavirus.

Por lo pronto, la inflación de este año cerrará – en medio de una recesión fenomenal, controles de precios y tarifas congeladas – unos veinte puntos por debajo del registro de 2019. Está claro que la batalla por los precios seguirá y consumirá buena parte de las energías del gobierno. Se avizora ya como uno de los temas centrales en 2021. La reducción sostenida y paulatina de la inflación sin afectar la dinámica cambiaria será la condición sine qua non para armonizar las variables macroeconómicas, habilitar la recuperación y recomponer el poder adquisitivo del salario.

Es una tarea ardua. La Argentina exhibió durante los últimos quince años una inflación anual nunca inferior a los dos dígitos. El peor registro de toda América latina. Un dato estadístico odioso, pero real. El peligro de una dispara seguirá latente. La famosa inflación reprimida de la que hablan los papers de bancos y consultoras. El consenso señala que la monetización del déficit se mantendrá, aunque a menor escala, en el marco de una débil demanda de la moneda local, con tasas de interés reales negativas y una amplia brecha cambiaria.

En este contexto, hay un dato que no se puede obviar: la aceleración de los precios en los últimos dos meses. Una alerta. Hay dos causas obvias: la reinicio de la actividad productiva y la fragilidad de la paz cambiaria. La tercera es escamoteada por el gobierno: la relajación de los acuerdos de precios. Sobre esto último vale preguntarse si las negociaciones amigables con los formadores de precios no deberían dejar espacio a una postura más severa. Los mayores aumentos se dieron en alimentos y bebidas, lo que impacta en los sectores donde campean la precarización laboral y la desocupación pura y dura. Alto costo político.

En lo inmediato, y nada hace suponer que suceda en el futuro, la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios no parece dispuesta a realizar concesiones. Sigue reclamando – aun cuando el gobierno concedió aumentos – el desmantelamiento de todas restricciones. Una postura tan inflexible como la que exhiben otras cámaras empresarias, como el sector de las energéticas que reclama por un aumento de las tarifas en los servicios públicos. El problema no puede ser atacado solo con recetas monetarias; ni con la Ley de Góndolas, un buen instrumento que requiere de muchos complementos para ser efectiva. La Argentina tiene una matriz productiva muy concentrada en muchos sectores estratégicos. Modificarla llevará décadas.

Lo dicho: la otra gran batalla será la negociación en marcha con el FMI. El famoso círculo rojo, aunque deshilachado por los desastres provocados por Cambiemos y fracasado su intento por apadrinar al gobierno, se reagrupó y presiona por un acuerdo de facilidades extendidas. Lo hace desde la Asociación Empresaria Argentina. El FMI entusiasma a neoliberales criollos. Lo ven como la garantía de un programa fiscal ortodoxo que incluiría la rebaja de impuestos, el recorte de subsidios, el desmantelamiento de los controles de precios y el aumento de las tarifas; entre otras lindezas en pos de restaurar la sacrosanta confianza del mercado.

El propio Martín Guzmán confirmó que un plan de facilidades extendidas está en la hoja de ruta oficial. No parece haber muchas alternativas. Dejó en claro que el ajuste no puede recaer sobre los que ya padecen e insinuó que no tomará más deuda. La ventaja principal de un acuerdo de varios años es obvia: más largo plazo para el repago. La contracara: una mayor carga de condicionalidad. Sobre este último aspecto presionarán el mercado financiero, los acreedores privados ya reestructurados y las grandes empresas. “El diseño de un plan macro plurianual con un sello del FMI puede ayudar a restablecer algo de confianza”, apuró esta semana el banco Morgan Stanley.

El paper no ahorra en consejos: “El programa debe implicar una senda de consolidación fiscal razonable para los próximos años – incorporada a la ley – y una política monetaria coherente. La consolidación fiscal debe ser lo suficientemente ambiciosa para reducir la monetización del déficit para fines del próximo año”. Tampoco ahorra en advertencias: “El mercado podría hacer de manera brusca los ajustes que el Gobierno no quiere hacer por las buenas”.

La movida es clarísima: conseguir que el gobierno a través del FMI avance con el temario neoliberal que intentó imponer la fallida experiencia de Cambiemos. Puede parecer un objetivo descabellado, pero vale recordar que Menem lo hizo. El salariazo terminó en Cavallo con la aquiescencia de las cúpulas sindicales y bajo el embrujo del uno a uno. Tan cierto como que hoy son otras las circunstancias y muy diferentes las convicciones que expresa el gobierno y una parte de la oposición. Sin embargo, la crisis de la deuda sigue allí. Es el caballo de Troya del establishment local.

Además, la dependencia del FMI y las flaquísimas reservas del BCRA dibujan límites estrictos al accionar del gobierno, aun cuando las exportaciones cobren impulso a partir del segundo trimestre de 2021. Incluso si el gobierno consiguiera renegociar los vencimientos con tasas razonables y un período de gracia de tres o cuatro años, el país deberá refinanciar parte de sus obligaciones a partir de 2025. Dicho de otra forma: la capacidad futura de pago seguiría estando en duda.

La idea de los sectores más concentrados es que el país acceda a nuevos desembolsos y quede bajo la auditoría permanente del organismo. El famoso artículo IV. No pocos opinan que un acuerdo de esta naturaleza no solo pondría en jaque la recuperación en el corto plazo. También afectaría los derechos sociales de amplios sectores de la población. La posibilidad de un proyecto político que exceda el actual mandato presidencial sería impensable. De ceder, el gobierno perdería una parte importante parte de su caudal electoral. El ajuste comprometería la reactivación y las elecciones de medio término están a la vista.

Las presiones internas y externas serán cada vez más intensas a medida que se avance en la negociación. Nada novedoso. Lo que se vio durante la pulseada con los acreedores privados. Mientras el gobierno apura cerrar el nuevo acuerdo hacia marzo o abril, no faltarán el conteo cotidiano de las reservas del Banco Central y los titulares alarmistas. Un panorama político que se puede presumir marcado por una sociedad impaciente y malhumorada que buscará capitalizar la oposición.

El camino es largo. Creer que el cierre de las negociaciones traerá un shock de confianza no tiene sentido. No sucedió tras el acuerdo con los acreedores privados y tampoco sucederá con el FMI. Las garantías a la inversión pueden sumar, pero difícilmente ser la esencia del futuro programa económico. Menos aun cuando los niveles de utilización de la capacidad instalada en la industria señalan que cuatro de cada diez equipos productivos siguen paralizados. Sintetizando: la salida no puede ser solo por el lado de la oferta. Recuperar la demanda de bienes y servicios de consumo masivo parece esencial. Tanto como no caer en la trampa de un acuerdo de facilidades extendidas bajo los clásicos parámetros del FMI.

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