Un recorrido no exento de ironía por las prédicas de nuestros economistas liberales, siempre dispuestos a vociferar contra el Estado pero jamás renuentes a enriquecerse a su costa.

El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano.

Jorge Luis Borges, Nuestro pobre individualismo.

Se sintoniza un canal de noticias y aparece Roberto Cachanosky. No importa cuándo se lea esto: el hombre está de invitado a toda hora explicando los males de la Argentina y proponiendo su receta. Si no es él, el economista de turno puede ser José Luis Espert, Miguel Ángel Broda, Orlando Ferreres, Juan Carlos de Pablo, en algunos casos con décadas de pretendida cátedra frente a los orticones, o el joven Javier Milei, de la nueva generación, más reconocible por sus cabellos, tan revoltosos como sus modales. Si todos ellos integraran un coro, ignorarían el concepto de polifonía que introdujo Palestrina en el siglo XVI, porque las voces son siempre monocordes, pese a la variedad de los nombres: gasto público minimizado, desregulación, achique del Estado, liberalización total. Es el camino a la grandeza que se le niega a la Argentina por obra y gracia del populismo porque, se sabe, en este país nunca pasó nada de lo que ellos pregonan.

Breve historia de la decadencia nacional

En rigor, cuando la Argentina se encaminaba hacia el desarrollo, llegó la democracia populista de Hipólito Yrigoyen, como consecuencia de que un día Roque Sáenz Peña y su ministro Indalecio Gomez se despertaron con la benemérita idea de acabar con el fraude. Los militares del 30 vinieron a restaurar el orden natural de las cosas, pero se infectaron de estatismo: crearon las juntas de carnes y de granos y el Banco Central. Nada muy distinto de lo que pasaba en el mundo posterior al crack del 29. Para peor, a Federico Pinedo (el abuelo del nieto, diría Marx, respecto del fugaz presidente) se le ocurrió un plan de sustitución de importaciones, pero ese fue el límite y no se aplicó.

Hasta que llegó la mayor anomalía argentina del siglo XX: el peronismo, que reescribió el Plan Pinedo, lo bautizó Plan Quinquenal, armó el IAPI (que centralizó a las juntas de granos y carnes) y monopolizó la renta desde el Estado. El Welfare State llegaba a la Argentina con la música de la Marcha Peronista. Por suerte, aparecieron los libertadores con Álvaro Alsogaray y frenaron tanto populismo. De yapa, restablecieron el imperio de la Constitución de 1853, epítome del liberalismo criollo. Que lo hicieran con el Congreso cerrado fue un pequeño detalle. Don Álvaro reapareció para inyectar cuotas de mercado en el desarrollismo. El experimento fue pródigo en un brote inflacionario de proporciones y el engendro del Bono 9 de Julio, algo así como un antepasado directo del corralito.

La ola estatista y populista se tomó revancha con Arturo Illia, que osó instaurar el salario mínimo, vital y móvil y plantársele a la joya de  la corona del capitalismo, al menos dentro de los negocios legales: la industria farmacéutica. En defensa de la libre empresa llegó Juan Carlos Onganía y, con él Adalbert Krieger Vasena. El pobre Krieger, contagiado del amor al Estado de militares nacionalistas católicos, firmó un empate: devaluó a lo bestia, pero impuso retenciones al agro. Como con Duhalde, ya estábamos condenados al éxito.

Pero llegó el Cordobazo, o sea, desde la óptica de nuestros liberales, la infiltración comunista vía Cuba para apartarnos del mundo occidental y cristiano. Fue el acabose: porque aparecieron Aldo Ferrer y el “Compre nacional” y luego Lanusse apostó abiertamente, siendo antiperonista, al modelo planteado por el economista preferido de un Perón que ya empezaba a hacer las valijas en Madrid: José Ber Gelbard. Así llegamos al 73, el Pacto Social, los controles de precios, la cogestión de sindicatos en empresas públicas, la inflación desbocada. El populismo se llevaba puesto todo. Y Celestino Rodrigo le puso el moño al paquete: en junio de 1975, la Argentina entraba al combo de  inflación y estancamiento que afectaba a Occidente. El Rodrigazo auguraba una nueva era. Que llegó con ruido de sables el 24 de marzo siguiente.

Pobre Martínez de Hoz, tan liberal, tan promotor de la libre empresa. Tener que llevar adelante su plan con los militares del Proceso. No porque fueran una banda de criminales que violentó la Constitución liberal e instauró campos de concentración en una de las experiencias autoritarias más aberrantes desde la Segunda Guerra Mundial, sino porque fueron reacios a privatizar y a bajar el gasto militar. Apenas sí se pudo abrir las importaciones e instaurar la timba financiera del dólar barato, mientras el mecanismo de la deuda depositaba por estos pagos los dólares que le sobraban a Estados Unidos por la crisis del petróleo. Como se estilaba decir para graficar el período: “Estados Unidos importa capitales y exporta inflación”.

El populismo de militares que al menos nos salvaron del sucio trapo rojo no impidió la caída del modelo. No vaya a ser cosa que una crisis financiera como la de 1980 pueda ser achacable a un liberalismo que para sostener el esquema generó un endeudamiento fenomenal. Por cierto: grupos empresarios a los que les importa el país (al decir de los auspiciantes del programa de TV que era la Biblia de estos sectores) le enchufaron sus pasivos a toda la sociedad, con la estatización de sus deudas. Convendrá volver más adelante sobre este punto, con el agregado del concepto “fiesta”.

Volvió a regir la Constitución de 1853, pero con un gobierno a contramano, no como aquellos que para hacer valer esos preceptos terminaron violentando la Carta Magna. Los radicales de Alfonsín. Radicales, puaj. Y encima con un líder que hablaba del zorro cuidando a las gallinas para referirse al libre mercado. Como si no alcanzara la prosapia estatista del partido que inventó una petrolera pública. Hiperinflación, deuda externa impagable, intereses por las nubes, precios por el piso. Más la impericia alfonsinista. No sea cosa de pensar que la herencia recibida en el 83 generaba un país fácilmente administrable en lo económico.

Entonces se produjo el milagro. Un presidente peronista, de discurso demagogo y populista como pocas veces se había visto en una campaña, llegó a la Rosada, vio la luz (pese a la crisis energética) y se le apareció el Dios del Libre Mercado, que le recomendó poner de asesor a Don Álvaro, abrazar el plan económico de un emporio cerealero y privatizar hasta el agua de los floreros. Bienvenidos al Primer Mundo. Se acabaron los parásitos bancados por el sueldo de todos. ¿Se acuerdan de la cantinela de que los trenes perdían un millón de dólares por día? Aleluya, hermano, aleluya. Y encima llegó el Mingo, le desconectó el pulmotor al Austral y de las exequias de una moneda que era un cadáver insepulto nació el peso convertible. Un peso, one dollar. Miami quedaba más cerca que en 1979. Má qué deme dos: me llevo el shopping.

Pero, lamentablemente, el liberalismo de Carlos Saúl era cartón pintado. Al hombre se le fue de las manos el gasto público, vea. Así como hay nostálgicos que dicen que lo de Stalin no fue comunismo, acá tienen el liberalómetro, que señala mínimos indicadores de liberalismo en sangre en los 90. No confundir esos años de apertura económica indiscriminada, competencia feroz que destruyó a las pymes, desregulaciones al mango, privatizaciones al rolete, con los preceptos de la libertad, por favor.

Como sea, nadie quiso hacer el trabajo sucio de salir en forma más o menos ordenada de un modelo basado en el endeudamiento (¡sombra terrible de Martínez de Hoz!). El momento clave fue marzo de 2001. Cayó Machinea, y De la Rúa, que en la vida habrá escuchado a los Beatles, gritó Hey, Bulldog!, y López Murphy llegó con sus amigos de FIEL, no a liquidar la convertibilidad en fase terminal, sino a tratar de revivirla. Propuso ni más ni menos que extender la agonía, con buenas dosis de mercado. Tocó el presupuesto de las universidades y voló. Y aterrizó Cavallo, el padre de la criatura. Quien mejor para desentrañar el asunto. El hombre planteó el déficit cero en una economía con un agujero fiscal de diez mil millones y habló de una canasta de monedas cuando ayer nomás se daba lustre con un engendro que, a su megalómano juicio, iba a durar sesenta años. Estaba arriando la bandera blanca, cual Paul Newman y Robert Redford rodeados por soldados en el final de Butch Cassidy y Sundance Kid. Mingo recordó que los dos bandoleros salieron a los tiros, y optó por la salida a lo grande, con elegancia, fina y meditada como una buena  combinación de ajedrez: el corralito. El estatismo había consumado un nuevo desfalco, no el sector financiero digitando los pasos de un gobierno. ¿O alguien cree que los bancos salieron ganando?

Reventó todo por los aires y caímos en las garras del peronismo de Duhalde. Que no tuvo mejor idea que liquidar el uno a uno y castigar a humildes chacareros de la Pampa Húmeda agrupados en la Sociedad Rural con las retenciones al agro para amortiguar la devaluación.

Después llegó la larga noche kirchnerista. Años duros para la Patria y la libre empresa. Una década que se sumó a sesenta años de decadencia en los que hubo estatismo al mango sin solución de continuidad. Ahora volvimos a la normalidad, pasa que Mauricio tiene a los radicales, que son adoradores del Estado, y mucho no se puede avanzar. Ahí estamos con el gradualismo, hay que acelerar, no alcanza con echar a la grasa militante y los parásitos que viven de los impuestos de los que trabajamos.

Un tigre de papel

Si nos basamos en la prédica del economista que a toda hora aparece en un estudio de TV, a Cachanosky le encanta el modelo irlandés.  No ha sido el único. Marcos Aguinis y Rodolfo Terragno también se embelesaron con la tierra de Oscar Wilde, no por sus verdes praderas, claro. El 26 de mayo de 2005, en La Nación, Aguinis firmó un artículo titulado “Las maravillas del modelo irlandés”, en el que describe el cambio de un país atrasado, con industrias subsidiadas, que estaba a la cola de todos en Europa. El autor de ¡Pobre patria mía! nos ilumina: “La reducción de impuestos, en particular los personales, quería generar una nueva sensación ciudadana: que si el individuo ganaba más, esa ganancia era legítima y el Estado no se la quitaría. Se estimulaba, de esa forma, la inversión en el país. (…) al reducirlos, se ampliaba la base de contribuyentes y serían los mismos habitantes los que aplicarían la condena social a los familiares y amigos que no cumplieran con su deber de contribuyentes. (…)Irlanda ha abierto los mercados, diversificó la producción, aumentó la calidad competitiva y aumentó las exportaciones con ritmo febril. Estas exportaciones son fundamentales para un territorio cuyo mercado interno es minúsculo. Irlanda ya tiene el endeudamiento más bajo de Europa. Y el crecimiento más acelerado. Su población ha crecido de tres millones, en 1970, a 4,5 millones, en la actualidad. Ya nadie se quiere ir de Irlanda”.

Terragno no se queda atrás. Leemos en Clarín del 14 de marzo de 2010: “Con un territorio 196 veces más chico que la Provincia de Buenos Aires y apenas un tercio de la población bonaerense, los irlandeses -cuyos recursos naturales son escasos- alcanzaron, en tal período, un récord mundial de crecimiento. Un país que estaba desahuciado, hoy es el cuarto más rico del mundo. Para alcanzar ese puesto en 20 años debió quintuplicar su PIB nominal per cápita. Lo hizo sin inflación. Un irlandés goza, en promedio, de un ingreso ocho veces superior al de un argentino”. El hoy funcionario macrista (embajador ante la UNESCO) tituló su pieza: “Nuestra Presidenta no sabe hablar irlandés”.

Cachanosky es un enamorado de las bondades del modelo irlandés y siempre que puede remarca la cuestión impositiva. Si en la Argentina la presión del fisco es muy pesada, los irlandeses se fueron al otro extremo. El economista pondera la tasa de 12,5 de impuesto a las ganancias, que permitió que la recaudación fuera del 3,71 por ciento del PBI. Munido de cuadros y estadísticas, dice en “El tigre celta nos marca el camino para crecer” (Infobae, 12 de septiembre de 2017), que “este dato muestra lo falso que es el argumento de los populistas y progresistas de establecer un impuesto alto a las empresas para recaudar más y redistribuir. A mayor presión tributaria menos recurso para redistribuir”. Y cierra: “Argentina podría transformarse en el tigre latinoamericano, pero para eso tiene que copiar a los países que les va bien y dejar de insistir con la medicina progresista, que lo único que ha logrado hacer progresar es la pobreza”.

Curiosamente, el felino gaélico sucumbió. Habría que analizar el hecho de que Irlanda cayó en una grave crisis a fines de  2010, cuando Cristina Kirchner no estilaba estudiar la antigua lengua celta. El país lanzó el recorte más brutal de su historia, con la idea de ahorrar 20 mil millones de dólares para acceder a un salvataje de 85 mil millones provistos por el FMI y la UE. El paquete estipuló echar al ocho por ciento de los empleados públicos, recortar pensiones y, caramba, crear nuevos impuestos. ¿Qué había pasado? La crisis financiera, que mostró la endeblez del modelo. Con dinero de los contribuyentes, el gobierno salió a rescatar a los bancos. El déficit del PBI trepó al 32 por ciento, más del doble del primer año de la crisis, cuando llegó al 14, y con una fuerte caída en la recaudación de impuestos, un tema no menor en un país que hizo de las exenciones impositivas un dogma. A enero de 2015, los contribuyentes irlandeses habían colaborado con la módica suma de 40 mil millones de euros para pagar la “fiesta”.

En el corazón del modelo irlandés está su política impositiva, que tiene admiradores entre nosotros. Irlanda es casi un paraíso para la iniciativa privada, pero no todo es color de rosas. La isla está inserta en la Unión Europea y no cumple con la legislación continental. En 2016, la UE estableció la ilegalidad de las ayudas financieras de Dublín a un gigante informático radicado en Irlanda: Apple. La exención impositiva alcanzó el rango de ayuda ilegal. La deuda total se calculó en 13 mil millones de euros. Moneda más, moneda menos, es casi el doble del dinero que los irlandeses tuvieron que aportar para el rescate de su sistema financiero en el primer año de la crisis, y algo más del 25 por ciento del rescate total. Créase o no, el gobierno irlandés retaceó más de un año la decisión de Bruselas, hasta que fue llevado a tribunales. Ahora, Apple parece que pagará y se restablecerá la norma de libre competencia al no contar con las ventajas que otras firmas no tuvieron en el resto de Europa. Parafraseando el título de una novela de Beatriz Guido, quizás sea fin de fiesta.

Con mis impuestos, no

La prédica liberal en TV puede semejar a la de los pastores evangelistas norteamericanos que pueblan las pantallas. Vaya coincidencia: el auge más fuerte lo tuvieron al comenzar los 80, cuando Ronald Reagan, ídolo del liberalismo vernáculo, llevó a la Casa Blanca un discurso ultraconservador en lo político. No es difícil imaginar a Milei, por sus gestos y su violencia retórica, como un símil pastor enfervorizado, un Jimmy Swaggart, o alguno de los de Club 700. En vez de blandir la Biblia como un energúmeno transpirado, se lo podría pensar con un ejemplar de algún mamotreto de Mises, Hayek o Rand, que nuestros economistas consideran las Sagradas Escrituras.

Se sabe que Mauricio Macri no da el tipo de un presidente de corte intelectual. Uno no se lo imagina con una biblioteca más o menos poblada. Sin embargo, el presidente afirma haber leído La rebelión de Atlas de Ayn Rand, una novela de más de mil páginas que resultó ser un faro para el pensamiento más ultraindividualista.

La novela relata un lock out patronal, las consecuencias de paralizar Estados Unidos como reacción contra la presión fiscal. Hugo Biolcati, ex presidente de la Sociedad Rural, es otro que alega tenerlo entre sus libros de cabecera. Podría dar charlas al respecto, siendo uno de los que paralizó el país cuatro meses hace diez años, cuando la 125.

El lunes 20 de febrero, Cachanosky firmó en Infobae “La Argentina rumbo al final de La Rebelión de Atlas”. El economista prevé que nos acercamos a ese lock out de la ficción debido a la injerencia del Estado.  Y machaca con una cantinela que se le ve hacer por TV en sus innumerables intervenciones del último mes.

Nos dice: “Tenemos 6.864.522 jubilados y pensionados, incluyendo los casi 3,5 millones de jubilaciones que alegremente otorgó el kirchnerismo sin tener los años de aporte (…).La Asignación Universal por Hijo tiene 4.100.000 beneficiarios según el último presupuesto (…). A esto hay que agregarle otros 3,1 millones de beneficiarios de ayuda escolar y 168.000 beneficiarios de asignación por embarazo. Las pensiones no contributivas son otro gran grupo de personas que reciben dinero del contribuyente. El número mayor está en las pensiones por invalidez, algo más de un millón de personas, partiendo de los 81.000 beneficiarios que recibió el kirchnerismo en 2003(…). El otro gran rubro de gasto en pensiones no contributivas es pensiones para madres con más de 7 hijos. Poco más de 300.000 beneficiarios tienen este programa con un costo anual de $38.000 millones (…).Luego tenemos una serie de programas ‘sociales’ como Progresar, Proyectos Productivos Comunitarios, Pensión Universal para Adultos Mayores y sigue el listado. En total, sin incluir las asignaciones familiares, hay 17,5 millones de personas que recibe algún tipo cheque del Estado sin ninguna contraprestación en los 58 programas ‘sociales’ a nivel nacional”.

A renglón seguido, va lo que sigue: “Si a esto le agregamos otros 3,2 millones de empleados públicos nacionales, provinciales y municipales, todos los meses pasan por el bolsillo del contribuyente 20,7 millones de ‘beneficiarios’”. Y se encarga de afirmar que el sector privado lo encarnan 8,8 millones de personas. Para luego aclarar que difícilmente haya un cambio. Lo dice en estos términos: “Por eso la competencia populista hoy paga. Pierdo el voto de 8,8 millones de gente laboriosa y gano el voto de 20,7 millones que viven de la gente laboriosa”.

Detengámonos en el desglose de los 20,7 millones que cobran del Estado. No cabe la más mínima duda que los planes sociales tienen que ser reformulados. Eso no se discute. El asunto, aquí, es que Cachanosky computa a los 3,2 millones de empleados públicos a la par de los beneficiarios de la asistencia pública, cuando son población económicamente activa, con los mismos derechos y obligaciones del sector privado, tributando impuestos, sujetos a la misma regulación de AFIP en materia de empleo en blanco.  Y considera que, junto a los otros 17,5 millones “viven de la gente laboriosa”.

(A todo esto, es posible verlo en YouTube en un programa de cable de Magdalena Ruiz Guiñazú: en el primer minuto hablan de la pobreza y la cantidad de gente viviendo en la calle. El hombre dice que “antes había pobreza, pero era una pobreza digna”. Sí: citó textual a Luis Brandoni en la célebre escena de las tres empanadas de Esperando la carroza. A todo esto, ¿cuál será el componente digno de la pobreza?)

Por Twitter, el hombre también se despacha, y en ese sentido se queja de las cosas que se hacen con sus impuestos. Por caso, ante la crisis del INTI, cuestionó la existencia de ese organismo. Por televisión, insiste con los 8,8 millones que “pagamos la fiesta” de 20,7 millones. Y le pide un shock al gobierno que encabeza el heredero de un emporio al que se le pagó “la fiesta” del endeudamiento estatizado, hecho que no parece significar un hito en este derrotero.

En los últimos días, el economista propuso que se convoque a un consejo asesor de economistas para que brinde asesoramiento al dúo Caputo-Dujovne. Parece que así se estila en Estados Unidos y Alemania. Que se sepa, no es una tarea ad honorem. Ergo, el hombre que pide bajar el gasto sugiere una actividad que implica más erogaciones del Estado. No hablemos ya de quiénes y por qué integrarían ese consejo. Para ponerlo en términos de este señor: ¿por qué debería yo, con mis impuestos, pagarle la fiesta a un grupo de economistas que cobrarían del Estado cuando ya hay un gabinete y se trata de frenar el gasto? ¿Por qué tendría la gente laboriosa que pagarle a esos asesores?