Unos la juegan de reflexivos, otros apelan al sentimentalismo y no falta quien se exalta un poco más de la cuenta. Cachanovsky, Espert, Milei, van a la tele a repetir los mismos argumentos de siempre, carga impositiva, costo laboral, injerencia abusiva del Estado. Un discurso antidemocrático, que nada tiene de liberal u que es ungido como verdad indiscutible por los operadores mediáticos.

A mediados de los 70, quedó en entredicho el modelo keynesiano, vigente e incólume en Occidente desde 1945. El Estado de bienestar había sido su expresión, pero después de tres décadas, se agrietaron sus fundamentos. La combinación letal de inflación y estancamiento económico (la “estanflación”, que a la Argentina de esos años llegó con el Rodrigazo), sumada a la crisis del petróleo, demolió la noción del Estado fuerte y presente, sostenido a base de impuestos que volvían en una mejor calidad de vida. Después de décadas de horadar a través de fundaciones y cátedras universitarias que proponían salvajes dosis de mercado, los liberales clásicos tomaron la iniciativa. La crisis de los 70 les dio ínfulas para convencer a dirigentes políticos del centro a la derecha que el peso de los impuestos asfixiaba a la clase empresaria y que liberando a las fuerzas del mercado se producirían las mieles del progreso y el desarrollo. Desde la cúspide, se desparramarían hacia las bases los beneficios del libre mercado. Se volvía a una idea demostrada errónea bastante tiempo atrás: la del progreso infinito del capital.

En rigor, y la prueba empírica lo demostró, la teoría neoliberal no hizo otra cosa que agrandar la brecha de ingresos entre los que más tienen y los estratos más bajos de la pirámide. Los ricos se hicieron más ricos y los de abajo se quedaron esperando. Para el neoliberalismo, alcanzaba y sobraba. Así se impuso una especie de darwinismo social, de ley del más fuerte. Por supuesto, para que este programa funcionara, se precisaba lo que los neoliberales llaman “reformas estructurales”: reforma laboral que considera costo al salario del trabajador; reforma impositiva que baja los impuestos a los que más tienen; apertura de la economía a través de la baja cuando no la quita de aranceles a la importación sin considerar si la industria local está en condiciones de competir; reducción drástica del sector público.

Semejante programa implicaba un Estado fuerte, paradójicamente, siendo que los neoliberales abogan por el Estado mínimo. Pero esa fortaleza radica en el único aspecto en el que los campeones de la disciplina fiscal están dispuestos a poner dinero de los contribuyentes: las fuerzas de seguridad. Vale decir: la creación de un Estado policial. Sin embargo, ese modelo se quedaba corto para poder instrumentar el programa: por eso, no casualmente, fue en estados terroristas donde se llevaron a cabo estas reformas, como en el Chile de Pinochet y la Argentina de Videla. 

Economía vs. democracia

A propósito del golpe contra Allende en 1973, Eric Hobsbawm apunta en su Historia del siglo XX que el bombardeo de La Moneda y la entrada en escena de los Chicago Boys no fue otra cosa que la demostración cabal de que el liberalismo político y la democracia no tienen absolutamente nada que ver con el liberalismo económico. No pueden convivir. No hay manera que, bajo un estado de derecho, aun con los lógicos conflictos de intereses, pueda instrumentarse semejante programa sin tener a la mano las herramientas para reprimir la consecuente protesta social. El neoliberalismo implica la declaración de guerra al sindicalismo y a la clase trabajadora. Alcanza, en ese sentido, con ver la cantidad de delegados gremiales que hay en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.

(Conviene precisar que Margaret Thatcher y Ronald Reagan, elevados a la categoría de estadistas por nuestros neoliberales que no pueden mencionar el presunto milagro chileno sin que les recuerden el Estadio Nacional, no precisaron del terror: les alcanzó con mucho menos tras la prueba de probeta de Pinochet. A la Baronesa, con un laborismo desprestigiado y sin rumbo y con las mieles de la inesperada guerra de Malvinas. Al ex actor de Hollywood, con el lastre fenomenal de la estanflación de Jimmy Carter y la crisis de los rehenes en Irán. Solamente después de eso, pudieron, en un caso, destrozar al poderoso sindicato minero en la larga huelga de 1984; y en el otro, marcar la cancha en el conflicto de los controladores aéreos de 1981.)

Después de hacer el “trabajo sucio” a través de las Fuerzas Armadas, se logra la domesticación social y la brutalidad de los cambios impide desandar el camino en el corto plazo. Políticos no exactamente neoliberales quedan presos de esa lógica, como le pasó a Raúl Alfonsín. Allí radica el triunfo del programa, que reventó por los aires, antes que nada, por la avidez de sus protagonistas y beneficiarios a través del descomunal endeudamiento en dólares para sostener la joya de la corona de ese modelo: la ficción del peso atado al dólar.

Así las cosas, después de 2001, los economistas del pluralismo neoliberal proponen el mismo recetario. Cachanosky, por caso, no se cansa de decir que el destino argentino hubiera sido muy distinto en marzo de 2001 si Fernando de la Rúa apoyaba los recortes masivos de Ricardo López Murphy. La verdad del asunto es que la solución no pasaba por recortar varios puntos del PBI a través del presupuesto de las universidades, cuando el asunto era de carácter global y no había manera de sostener el pago de la deuda, máxime cuando el chorro de dólares ya se había cortado.

Quizás valga la analogía: en 1941, Albert Speer, el ministro de Armamento de Hitler, sabía fehacientemente que, si salía mal la invasión de la URSS, la suerte estaba echada, como de hecho ocurrió. Y que, si Estados Unidos rompía la neutralidad, era el fin del Tercer Reich. Speer comprobó que la capacidad de producción armamentista norteamericana era superior a la capacidad alemana de destruir ese armamento. Si Estados Unidos producía 100 aviones por semana y las baterías antiaéreas alemanas podía derribar 20 en el mismo período, llegaría un momento en el que la curva sería insalvable y no se podría sostener el esfuerzo bélico. Algo similar le pasó a la Argentina de la convertibilidad: la capacidad de pago se volvió mucho menor frente a una deuda cada vez más grande y encima pasó que los organismos de crédito dejaron de girar más dólares. En consecuencia, el modelo iba a reventar, aun si López Murphy dominaba a universitarios díscolos. La única alternativa era la salida más o menos ordenada del uno a uno. En base, quizás, a la idea de progreso infinito (sepultada en la Primera Guerra, ya había más 80 años de background en la materia), se optó por el ajuste continuo para sostener un modelo insepulto.

De modo tal que uno está tentado de colocar al neoliberalismo al nivel del pensamiento mágico en asuntos tan serios y respetables como el terraplanismo, los antivacunas y los cultores de la entelequia del “periodismo independiente”. Estos últimos son los que curiosamente le dan letra a especímenes que hablan de cosas como el plan de Soros para dominar el mundo, la conspiración judeo-masónica a través del 5G, la Tierra plana, las vacunas como causantes del autismo y los beneficios de la economía de mercado.

Para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero

Los neoliberales del siglo XXI argentino se pelean con un nivel de cotilleo que haría sonrojar, ya no a Federico Pinedo, ya no a Álvaro Alsgaray, ya no a Domingo Cavallo, sino a Jorge Rial, que por cierto tuvo el buen tino de sugerir no darles tanta cabida en cámara durante la pandemia y los calificó de hacer “terrorismo económico”. Cachanosky, por caso, critica a Espert por el personalismo, patente en el nombre de su fuerza: Frente Despertar, y reivindica la construcción de la UCeDé del capitán ingeniero. Curioso: don Álvaro armó el partido sobre dos pivotes: su hijo Álvaro Jr. y la ingeniera María Julia. Y la muchachada, que parece que no entendía mucho eso de no ser personalista, rendía, vaya cosa, culto al líder, con un cántico que decía así: “¡Viva, viva Alsogaray! Es lo más grande que hay. Por eso es que esta hinchada grita emocionada, ¡viva, viva Alsogaray!” Hay personalismos y personalismos.

Milei es el personaje más pintoresco de la troupe, y ciertamente el más desagradable, por su violencia retórica. El hombre es capaz de debatir con un Keynes que lo escucha desde la tumba y descalifica como “mierda” a la Teoría General. En una disertación en Salta discutió con una joven que le planteó la influencia de Keynes en el New Deal. El economista de los cabellos revueltos retrucó con que la Teoría General se había publicado en 1936 y el New Deal había comenzado tres años antes. Se enfervorizó y directamente maltrató a la joven, al punto tal que le pidieron que se disculpara. Alguna vez abandonó más que ofuscado un móvil de Canal 9 cuando Raúl Kollmann acometió contra su prédica antipolítica. Como buen neoliberal, defiende la “meritocracia” y como profesional vaticinó el éxito de la gestión de Macri en materia económica. No queda claro para quién fue exitosa. Al hombre, que hace gala del individualismo extremo, lo ayuda su apellido: “Mi Ley”, diría un lacaniano.

En su defensa hay que apuntar algo. Como buen contertulio de un programa de debate político en base a panelistas (o sea, un cambalache), se enzarzó con otro invitado, el periodista Carlos Gabetta, que lo equiparó con José Alfredo Martínez de Hoz. Para qué. Milei casi proponer ir a las trompadas porque no toleraba en su honor ser comparado con alguien que representó “un proyecto totalitario”. Rara avis: un neoliberal crítico del terrorismo de Estado. Allí radica una gran inconsistencia de este elenco.

Es que, curiosamente, los liberales en lo económico no se llevan bien con el liberalismo político, una doctrina que bajo ningún punto de vista podría defender un golpe militar, el cercenamiento de libertades públicas y una represión clandestina y brutal. Lo cual avala la tesis de Hobsbawm. De hecho, nuestros neoliberales recalcan, cada vez que pueden, que la Constitución de 1853 no habla de “democracia”. Después se llenan la boca con esa Carta Magna y lanzan pestes contra el Pacto de Olivos. Pero al mismo tiempo, cuando llega el 24 de marzo, insultan la inteligencia con el argumento calamitoso de que los militares argentinos salvaron a la Nación de ser una segunda Cuba. Y lo hacen, sin mencionar que para que esa supuesta acción loable se llevara a cabo, hizo falta ni más ni menos que un golpe de Estado y la supresión de…la Constitución de 1853. Eso por no hablar de uno de sus deportes predilectos de los últimos años: el negacionismo respecto de la cifra de desaparecidos. Un Estado terrorista y genocida no se mide por la cantidad de víctimas, sino por la existencia del plan y la voluntad de masacrar a cuantos sea posible con la maquinaria represiva. Las personas decentes no suelen reducir a cuestiones numéricas seres humanos que pasaron por la picana y los vuelos de la muerte, entre otros actos de servicio a la Patria. Ponerse a discutir las consecuencias económicas del modelo económico ya es más complicado: sepulta el argumento de la Guerra Fría y pone sobre la mesa las responsabilidades del bloque civil. Hay que reconocer que no practican el sincericidio, si no, no durarían tanto en los medios.

Buenos muchachos

Espert logró juntar a cierta minoría intensa en defensa de “las ideas de la libertad”, algo así como armar un partido para reivindicar las ideas del amor. Máxime cuando se vive en un sistema de libertades absolutamente garantizadas. El problema es considerar comunismo a cualquier mínima regulación. La misión de Espert no ha sido fácil. El neoliberalismo arrastra un bien ganado desprestigio después del último experimento macrista y, antes, los 90. Después de la hecatombe de 2001, López Murphy trató de recoger, sino el nombre de Cavallo, al menos sus ideas y su electorado, y como se sabe, no lo pudo llevar a la victoria. No solamente eso: se cansó de mostrar una tremenda cortedad política después de la muy buena elección de 2003 y, tras una serie de malas decisiones, su lugar lo ocupó un circunstancial aliado: Mauricio Macri. Que hizo lo que hizo como presidente, pero no fue al hueso como les gustaría a los tipos que lo corren por derecha (porque sí: es posible correr a Macri por ese flanco y esa debería ser una advertencia para el campo progresista de acá a unos cuantos años en un contexto de tipos como Trump y Bollonado).

En ese marco es donde aparece Espert, que de novedoso y fresco no tiene nada: solamente ha ofrecido el viejo recetario de colegas que saltaron a la arena política, como Alsogaray y Cavallo. Tiene una presencia mediática envidiable, siendo que no llegó al 2 por ciento de los votos el año pasado. Lo llamativo es que reunió a gente suelta, en su mayoría jóvenes, que no vivió los años locos en los 90 y que cree que la Argentina puede dar el salto de calidad a pura desregulación. Para descontracturar más el discurso, algo que López Murphy nunca pudo lograr, Espert siguió de largo y llegó a tener a Baby Etchecopar como compañero de mesa en la presentación de su último libro. Fue el año pasado, en la Feria del Libro. La presentación tuvo lugar en la Sala Victoria Ocampo. Ni a Bioy Casares, que mucho no la quería a su cuñada, se le hubiera ocurrido tamaño acto de maldad.

Una de las claves del momento es el impuesto a los grandes capitales: obviamente, la muchachada se indigna. Cachanosky lo ha planteado de forma poco menos que sentimental: “¿La gente que gana plata es mala gente?” y no duda en decir que así se castiga al exitoso. Se lee en su última nota en Infobae, donde suele publicar, respecto del capital privado:

“Tiempo atrás, comentaba el hijo de un inmigrante que hizo una gran empresa en Argentina partiendo de la nada, que el día que decidieron venderla por razones que no vienen al caso, su padre lloraba al momento de firmar. Y lloraba porque estaba entregando el esfuerzo de toda una vida. De trabajar sin descanso para construir una empresa que logró el apoyo de los consumidores gracias a la búsqueda de la excelencia y llegó a liderar el mercado. Al vender embolsaba sus buenos millones de dólares, pero no era eso lo que lo hacía feliz, porque veía cómo entregaba lo que había construido con tanto esfuerzo”. La música lacrimógena de violines que podría acompañar estas líneas llega al éxtasis aquí: “Se equivocan los políticos si creen que lo único que le importa a un emprendedor es solo ganar dinero despojado de todo afecto a su emprendimiento”. Mientras, la demócrata cristiana Angela Merkel le abre la puerta al colectivismo en Alemania con el rescate de Lufthansa, calculado en 9 mil millones de euros. Para los adoradores de Mises y Hayek seguramente no está mal esto: el problema es que la camarada Merkel va a compensar el agujero fiscal de semejante desembolso cobrándole a los empresarios exitosos de su país, que antes que buenas o malas personas son gente con espaldas más que anchas en materia de patrimonio.

Otro fenómeno del neoliberalismo criollo que llegó a la masividad con sus ideas de un país para unos pocos es Miguel Boggiano, erigido, además, en uno de los líderes de la resistencia a la cuarentena, un tema en el que la muchachada podría a estar a punto de pasar a la clandestinidad. Imaginemos algo así como el Comando Hayek o la Brigada Friedman. Boggiano podría ser el líder de algo así como el Frente Rothbardiano de Liberación. Su caso es curioso: despotrica contra todo lo que huela a sector público. Es un hombre absolutamente consecuente. El problema es que le debe su formación a los impuestos de millones de argentinos. Su padre es Antonio Boggiano, juez de la Corte Suprema en los 90, destituido cuando llegó el kirchnerismo, por sus antecedentes como miembro de la llamada mayoría automática. Boggiano Jr. nació en 1975, el padre aterrizó en el máximo tribunal en1990 y para fines de los 90 estudiaba en la Universidad de San Andrés, una de las más caras del país. Vale decir: el padre le pagó la educación con el sueldo de funcionario público. El problema, se sabe, es el gasto público.

Sin embargo, de todo el grupo, Cachanosky es el que más horas acumula en los medios desde hace meses. Una rápida mirada por YouTube permite ver que su capacidad de innovación es mínima, por no decir inexistente. Su discurso se articula en base a la cantinela de “Irlanda tiene el tamaño de Formosa, 10 veces menos la población argentina y exporta 400 mil millones de dólares por año”, todo en base a “reformas estructurales”. Vayamos al diario catalán La Vanguardia, de derecha (o sea, insospechable de simpatías bolcheviques), del 31 de julio de 2017:

“Cuando hace un año Dublín reveló que su PIB había crecido en un año un 26,3%, lo que constituía un récord mundial para un país desarrollado, fueron muchos los que arquearon una ceja. Si los datos hubiesen sido ciertos, a ese ritmo, en dos décadas, Irlanda habría superado a China (…) Dicho repunte se debía a que las multinacionales extranjeras (en gran parte tecnológicas estadounidenses domiciliadas en el país como Google, Apple o Facebook), bajo la presión internacional contra la evasión, habían hecho aflorar en sus balances los beneficios obtenidos por los derechos de propiedad industrial, que por lo tanto ahora eran imputables a su actividad doméstica. Pero como estas compañías trasladan al exterior (en gran parte, paraísos fiscales) las ganancias de estos activos inmateriales, esto se tradujo, al medir el PIB del país, en un incremento anormal de las exportaciones. (…) En los últimos años Irlanda se ha consolidado como un país atractivo para la inversión extranjera, gracias a un tipo impositivo sobre las empresas muy bajo (12,5%, menos de la mitad que el español) y por el llamado ‘doble irlandés’, un procedimiento de ingeniería tributaria que aligera la factura de los beneficios que se trasladan al exterior. Unas prácticas dudosas que llevaron el año pasado a Bruselas a multar a Apple con 13.000 millones de euros por evasión fiscal. Eso sí, esta política ha permitido al Tigre Celta recuperarse del estallido de la burbuja inmobiliaria y salir adelante tras el rescate europeo de 85.000 millones. Una economía de fábula”.

El país creció con un impuesto del 12,5 por ciento sobre las empresas, que en rigor es la mitad de lo que se cobra en el resto de Europa, y fue la propia UE la que obligó al Estado irlandés a cobrarle a Google. O sea: le hizo trampa al bloque continental a pura especulación. Los beneficiarios no son los irlandeses de a pie, sino las megacorporaciones. Y acá se lo presenta como un ejemplo. Es exactamente lo opuesto de querer cobrarle al gran capital.

A la cantinela cachanoskyana sobre Irlanda se suma un viejo caballito de batalla: el costo de la política. No vale la pena ahondar demasiado: solamente alcanza con recordar que la baja de salarios del sector público (bajo el argumento falaz de que no produce riqueza) se traduce en la justificación del sector privado, que es mucho más grande, para hacer su propio ajuste.

En suma, ofrecen recetas vetustas y que, pese a las formas (no es lo mismo un exaltado como Milei que el resto del grupo), no deja de ser un conjunto de fanáticos, a los que no se puede sacar de su discurso, y que hablan como dueños de la verdad.

Leemos: “Debo enseñarme a mí mismo a desconfiar de ese peligroso sentimiento o convencimiento intuitivo e que soy yo quien tiene razón. Debo desconfiar de este sentimiento por poderoso que pueda ser. De hecho, cuanto más poderoso sea, más debo recelar de él, porque cuanto más poderoso sea, mayor será el peligro de que pueda engañarme a mí mismo; y, con ello, el peligro de que pueda convertirme en un fanático intolerante”. Por supuesto, estas líneas atañen a quien escribe. Y debieran tomar nota de ellas los que se denominan liberales y solamente lo son en el plano económico. Las escribió Karl Popper, en un texto llamado Tolerancia y responsabilidad intelectual. Popper era liberal.