Hasta el golpe militar del ’76, la Argentina era el país más integrado de la región. Mediante la sustitución de importaciones había empezado a compensar las compras al exterior de insumos y bienes finales con un abanico exportador. La calculadora Cifra y Clementina – la primera computadora diseñada y construida en el país – eran emblemas del desarrollo. Un repaso por la historia reciente y varias ideas para salir de la encerrona actual.

En economía se define como “matriz productiva” a la forma en que se organiza una sociedad para producir determinados bienes o servicios en un tiempo y a precios determinados. La definición incluye la manera en que se emplean los recursos disponibles, o se desarrollan los inexistentes, para generar procesos de producción que permitan el crecimiento, el desarrollo y la generación de mayor valor agregado, creando así riqueza e impulsando el bien común, la igualdad de oportunidades y el progreso.

Con el modelo de acumulación en base a la industrialización por sustitución de importaciones – y un antecedente valioso en el Plan Pinedo tras la crisis de 1930 -, el país creció a una tasa promedio del 3,4 por ciento anual entre 1943 y 1974. El modelo permitía integrar a las personas que se incorporaban al merado laboral por la crecimiento poblacional y las corrientes inmigratorias. Se estaba formando un tejido social e industrial importante.

En 1974, Argentina era el país del continente más integrado, en el que menos diferencia había entre los más ricos y los más pobres. La matriz productiva había aprendido de sí misma. Hacia 1970 se había comenzado a compensar las importaciones industriales con un abanico de exportaciones que incluía casimires, caños sin costura y acero, entre otros bienes. El modelo no solo no estaba agotado, sino que empezaba a fortalecerse con el salto cualitativo de la producción industrial.

Cuando en 1969, el año del Cordobazo, vino por primera vez el sociólogo estadounidense James Petra se sorprendió que en el país se construyeran locomotoras, autos, camiones, tractores, grúas y equipos. Tanto como que la división electrónica de FATE hubiera creado la máquina de calcular Cifra y que la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA hubiera diseñado y construido a Clementina, la primera computadora del país. Durante una reunión con el entonces presidente de la Unión Industrial Argentina Elbio Cohelo, Petra le preguntó: “¿Por qué si tienen mano de obra calificada y capacidad de industrialización no se deciden a desarrollar la industria?”. La respuesta de Cohelo fue que los trabajadores eran muchos y demasiado fuertes, y que eso llevaría a una guerra civil. “Pero, ¿por qué no lo intentan?”, insistió Petra. “Porque podemos perder”, cerró Cohelo.

Dos años después estallaba la crisis internacional del petróleo – que disparaba el precio del barril de 8 a 24 dólares – y en 1973 se creaba la Trilateral Commission por iniciativa de David Rockefeller. El espacio aglutinaba a economistas, políticos y empresarios de las principales zonas del capitalismo de la época: Estados Unidos, Europa y Japón. La Trilateral se integró al Grupo Bilderberg y al Council on Foreign Relations. Su principal planificador fue Henry Kissinger. Primero como asesor de seguridad internacional de la Casa Blanca y luego como Secretario de Asuntos Internacionales de Richard Nixon. Kissinger tendría un rol destacado en la coordinación de los golpes militares de Augusto Pinochet y Jorge Videla. Así lo prueban los cables desclasificados de las embajadas y embajadores de Washington en América latina.

La Trilateral pregonaba el libre comercio. Los estados debían reducir su participación y dejar que los mercados definieran lo que debía producir la economía mundial. El eufemismo con el que las grandes corporaciones penetraron por su mayor conocimiento técnico y escala en todos los países para conformar las actuales cadenas globales de valor que las tienen como actores centrales. Es lo que se denominó “la lógica del capital monopolista”. Las grandes corporaciones se fijaron como objetivo el control de las industrias básicas, las finanzas y el comercio exterior. La lógica era sencilla: si se lograba que esas actividades quedaran en manos privadas, la ley de la concentración y centralización de los capitales terminaría conformando monopolios.

La libre circulación del capital, la necesidad de financiamiento y el monopolio de la tecnología y del conocimiento, sumados a la necesidad de importar insumos industriales estratégicos, finalmente garantizarían un nuevo marco de dependencia. Esa nueva matriz fue la que, Rodrigazo mediante, se llevó adelante con el golpe cívico–militar de marzo de 1976, y que continuó ya en democracia, con la excepción del intento del ex ministro de economía Bernardo Grinspun. Un camino que Raúl Alfonsín canceló cuando legitimó la totalidad de la deuda externa heredada de la dictadura y la canjeó por títulos nuevos firmados por Juan Vital Sourouille y José Luis Machinea.

Fue el mismo camino que transitó Carlos Menem con las privatizaciones y eclosionó en diciembre de 2001. Sobre las ruinas del neoliberalismo, Néstor Kirchner reconstruyó la matriz productiva volviendo la mirada hacia el mercado interno. Sabía que en la Argentina cuando crece el consumo también crece el PIB. Tenía en claro que la suma de lo que una sociedad consume depende, principalmente, del peso que tienen los salarios reales en el ingreso global. La distribución social vía salario de lo que se produce.

La explicación del modelo de crecimiento en base al mercado interno está en La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero. Su autor, John Maynard Keynes, asevera que el volumen de empleo, lejos de depender exclusivamente del mercado laboral, está determinado por la demanda global efectiva, y que ésta se manifiesta en el gasto global. De ese modo, cuando aumenta la demanda efectiva – formada por el consumo, la inversión y las exportaciones -, también se incrementan la ocupación y el ingreso global real de la comunidad. Keynes postula que la propensión a consumir de la población debe ser la mayor posible para crear un circuito virtuoso: mayor empleo, mayor demanda y, por ende, mayor inversión para producir más y satisfacer así la mayor demanda generada.

Keynes subraya además que para reajustar las propensiones a consumir e invertir, el Estado debe redistribuir la renta – mediante impuestos y subsidios – hasta que la propensión a consumir produzca una propensión a invertir óptima desde el punto de vista social: un nivel de inversión que cubra la brecha entre el ingreso y el consumo agregados, alcanzándose así el mayor nivel de empleo posible.

Es claro que el modelo de sustitución de importaciones implicaba empleo y más poder para los trabajadores. Tan claro como que la burguesía local aceptó subordinarse por el temor a los trabajadores a una economía mundial que exigía y exige de la Argentina un país productor de alimentos y materias primas. No menos cierto es que se trata de una burguesía rentista y fugadora, que vive de la diferencia abismal entre el costo de producción local y el precio internacional de los commodities que vende al exterior por contar con ventajas comparativas: tierras fértiles y abundantes recursos minerales.

Para imponer el modelo era necesario endeudar al país, que las divisas las fugaran la casta dominante y que la deuda la pagara el pueblo. El esquema implicó priorizar las exportaciones por encima de la producción local y la venta en el mercado interno. Así lo hicieron.

Si bien es verdad que hubo problemas de estrangulamiento externo en algunos años del siglo XX por la tasa sostenida de crecimiento del PIB – que hizo que las importaciones aumentarán más que las exportaciones -, esto no vale para el siglo XXI. Entre 2000 y 2020, las ventas al exterior superaron a las importaciones en 171.000 millones de dólares. Divisas que se emplearon para pagar deuda y fugar. Es esto lo que explica que los residentes argentinos tengan más de un PIB – unos 480.000 millones de dólares – en el exterior y que la deuda fuera de 323.000 millones de dólares a fines de 2019.

Los números son contundentes. Un país en el que los ricos tienen más de un PIB anual en el exterior no tiene un problema de ahorro, o de falta de recursos. Lo que tiene es una clase empresaria rentista y parasitaria que invierte lo mínimo para mantener sus privilegios con la finalidad de retroalimentar el circuito de la fuga.

En el marco del modelo extractivista agropecuario exportador, las PyMes y las micro empresas no tienen ni pueden tener capacidad para tejer una red productiva y distributiva independiente. La apropiación de la renta por los grandes empresarios lo impide. Lejos queda la posibilidad de constituir la mítica burguesía nacional. La matriz engendra pobreza extrema por la doble vía de la desocupación y de salarios bajísimos, al tiempo que promueve la riqueza extrema mediante la apropiación de la renta por parte de un sector muy minoritario y destruye el aparato productivo. Salir del circuito exige un rol activo del Estado para modificar la matriz productiva, principalmente sustituyendo importaciones y mejorando la composición de las exportaciones. El Estado debe ser el proveedor de financiamiento, sea obteniendo la divisas necesarias, o bien promoviendo su ahorro con la sustitución de importaciones.

No puede haber un destino nacional común con el grado de pequeñez, prebendarismo y miopía de la burguesía actual. Solo un Estado consciente con un plan económico que asegure la participación de la población puede ponerle límites al capital concentrado y obligarlo a cumplir las leyes. El Estado debe ser capaz de conducir a una sociedad más justa, más inclusiva, más igualitaria; y eso en nuestro país ha sucedido pocas veces.

Tras la experiencia kirchnerista, Cambiemos reimplantó el modelo rentístico. Nada original. Hizo suya la herramienta histórica: la deuda. Así generó una fuerte restricción y con ello reinstauró el mecanismo de dominación. La deuda se incrementó en 100.000 millones de dólares y las divisa que ingresaron pasaron a engrosar el patrimonio personal de los ricos. Ahora, pretenden que el pasivo lo pague el sacrificio del pueblo.

La deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) no solo enriqueció a la minoría rentística, también condicionó al nuevo gobierno. El FMI, aun sabiendo que los dólares que ingresaban se fugaban, no hizo ninguna observación. Actuó como lo que es: el brazo financiero global de sus principales países aportantes, los que tienen preponderancia en su directorio. Detrás de ellos están los grandes capitales y sus administradores: los fondos de inversión Blackrock, Vanguard, PIMCO, Franklin Templeton, Fidelity, Gramercy y Ashmore, entre otros. Los principales tenedores de títulos de las deudas nacional y provinciales.

Si la deuda enriqueció a una minoría que la fugó, el Gobierno debería investigar a los casi siete millones de personas físicas y jurídicas que compraron 86.200 millones de dólares durante la gestión de Cambiemos y, en especial, a los primero cien compradores, que acumularon compras por 24.679 millones [1]. ¿Si los titulares de ese centenar de firmas no pagaron ganancias por los montos que adquirieron, de dónde sacaron el dinero? Recuperar lo fugado es imprescindible. En el mientras tanto, el gobierno debería suspender todos pago al FMI.

Una vez liberado de las exigencias de los pagos externos, el Gobierno debería avanzar en forma decidida hacia un cambio de la matriz productiva para reimpulsar el mercado interno con una política de shock distributivo que consistiría, básicamente, en:

a) Dejar de depreciar nuestra moneda. La devaluación ya la hizo Cambiemos. Entre abril y julio de 2018, el tipo de cambio pasó de 20 a casi 40 pesos por dólar.

b) Priorizar que el destino de la producción local sea el mercado interno imponiendo severos cupos a las exportaciones. Luego, si hay saldos exportables, que se vendan al exterior.

c) Aumentar al 35 por ciento los Derechos de Exportación de todos los productos primarios y sus derivados para desacoplar los precios internos de los externos. Así, además, se conseguirían mayores recursos para el fisco.

d) Trazar un sendero para que el Salario Mínimo, Vital y Móvil se acerque el valor de la Canasta Básica Total que mide el Indec. Unos 60 mil pesos mensuales en marzo. Lo mismo para las jubilaciones y pensiones.

e) Ejecutar un vasto plan de obra pública para disminuir la desocupación y poner en marcha la reactivación mediante dos ejes centrales. El primero: la construcción de viviendas populares y el apoyo a los planes de autoconstrucción [2]. El segundo: la obra pública en infraestructura.

f) Utilizar la masa de las Letras de Liquidez del BCRA. Es dinero inmovilizado a siete días de plazo por el que la entidad paga una tasa del 38 por ciento anual. A mediados de mayo superaba los 2,2 billones de de pesos. Unos 22.000 millones de dólares al tipo de cambio oficial. De esta forma se podría asistir a los sectores empobrecidos, principalmente a los beneficiarios del Ingreso Familiar de Emergencia, a los jubilados, a los pensionados y a quienes perciben remuneraciones por debajo de la Canasta Básica Total. También se podría asistir a las pequeñas y medianas empresas.

g) La intervención directa de los gobiernos nacional, provinciales y municipales para crear mercados concentradores locales y regionales de abastecimiento de alimentos. Se evitaría así los innecesarios gastos de transporte y se generaría trabajo en el lugar.

Notas

[1] Surge del informe del BCRA “Mercado de cambios, deuda y formación de activos externos, 2015-2019”.

[2] Según dirigente social Emilio Pérsico, debería ampliarse el programa Potenciar Trabajo – que integran unas 870 mil personas – y con el que podrían construirse 260 mil viviendas por año.

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