Una falsa dicotomía recorre el país. La que postula como antagónicas la pelea contra el coronavirus y la recuperación de la economía. La ensayaron, entre otros, Trump y Bolsonaro. A uno le fue mal, y al otro le va peor. Aunque Estados Unidos no es Brasil, ni Brasil la Argentina, las sociedades suelen reaccionar en forma similar en el mundo globalizado.

Trump y Bolsonaro optaron por hacer creer a la sociedad que la recuperación debería ser la principal preocupación. Que sólo sería una realidad en la medida en que la gente abandonara el aislamiento social y retomara las rutinas propias de la vieja normalidad: trabajo y ocio. Lo que postulan por estos pagos el terraplanismo económico, los sectores ultra de Cambiemos que llaman a la desobediencia civil y, aunque con matices, el Pro-Larreta, que trata de gambetear el malhumor social por las restricciones que impone la pandemia.

No es el caso de Alberto Fernández. Asumió desde el vamos poner la salud por delante del PBI. Tal vez, su principal activo. Según el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag), tenía hasta principio de marzo una imagen positiva de poco más del 50 por ciento, y el 52 por ciento de los argentinos aprobaba su gestión de la pandemia [1]. No es poco ante la malaria económica y en medio de las calamidades sociales heredadas y multiplicadas por el Covid-19. Argentina está inmersa en un largo proceso de estancamiento y su economía no tiene el dinamismo de la estadounidense, ni Martín Guzmán el margen fiscal con que se mueve Washington.

En el caso de Brasil, el programa neoliberal de Guedes, sumado a la incapacidad de Bolsonaro para amortiguar la pandemia, devino en la pala con la que el gobierno cava su tumba electoral. El peor de los combos. Solo las ayudas de emergencia de 290 mil millones de reales que beneficiaron a 68 millones de brasileños entre mayo y diciembre pasados le permitieron ganar una momentánea popularidad a un gobierno ahora exhausto. La mitad de los hogares brasileños que se beneficiaron en forma directa o indirecta con la ayuda le retiraron su apoyo. La Folha Sao Paulo habla de “genocidio” e informa que 19 millones de brasileños sufren hambre.

Que nadie tire la primera piedra

Los números de la tragedia social y productiva de nuestro país son conocidos. No vale la pena repetirlos. El impacto del Covid-19 fue tremendo durante el año pasado, y lo seguirá siendo. Lo fue incluso con las ayudas sociales de emergencia, que este año – al decir de oficial – no estarán. No al menos para las familias. El panorama, sin duda, amenaza con consolidar un nuevo piso estructural de desocupación, pobreza e indigencia. Nada hipotético. Cada crisis profunda lo hizo.

Los datos publicados esta semana por el Indec sobre distribución del ingreso son contundentes. Hacia fines del año pasado, seis de cada diez ocupados ganaban menos de 33 mil pesos; los ingresos totales de la población crecieron apenas un 19,6 por ciento contra una inflación del 36 por ciento y el 10 por ciento de los más ricos capturaron el 30 por ciento de los ingresos totales. ¿El diez por ciento más pobre? Se quedó solo con el 2 por ciento y su ingreso promedio familiar era de unos 12 mil pesos al mes. Pura ayuda social. Nada más [2].

El auxilio solo llegará para los asalariado de los deciles medios y medio-altos que cobran hasta 150 mil peso. Será por la vía de la reforma del Impuesto a las Ganancias. Sí, triunfó “el salario no es ganancia”. Massa lo hizo. El argumento oficial: que se liberarán para el consumo unos 48 mil millones pesos y que esto ayudará a mover el mercado interno. Si ocurre será imperceptible. Puede que gran parte se transforme en ahorro. En dólares, obvio.

Algunos datos más. Siete de cada diez hogares del AMBA se endeudaron, utilizaron ahorros, vendieron pertenencias y/o redujeron el consumo de alimentos para hacer frente al impacto de la pandemia. Y lo debieron hacer incluso cuando siete de cada diez hogares con jefes o jefas que trabajan en negro vieron incrementadas las ayudas sociales que ya recibían, y seis de cada diez con jefas o jefes que trabajaban de manera independiente recibieron el Ingreso Familiar de Emergencia [3].

La conclusión es obvia: la ayuda no alcanzó. La inflación galopante – que dispara los precios de los alimentos básicos a niveles exorbitantes – se lleva puestas las mejores intenciones. El escepticismo es alto. Casi nadie apuesta a conseguir mañana lo que no pueda conseguir hoy. Seguramente, la principal causa de la inflación. En semejante contexto, lo hecho por el gobierno apenas alcanzó para amortiguar. Pese a todo transita peste y carestía con un envidiable nivel de aprobación. Incluso consiguió frente a un escenario mediático malintencionado que el 76 por ciento de la población ubicara la Sputnik V, la “vacuna rusa”, como su preferida [4].

Una pequeña digresión. Hay otros datos interesantes que surgen de sondeo de la Celag. El 54 por ciento se manifestó a favor de una reforma completa al sistema de salud: sistema público único y gratuito. El 44 por ciento optó por la estructura actual. Entre quienes tienen menores ingresos, la demanda por una reforma profunda es apabullante: el 70 por ciento. Un último dato: el 60 por ciento relacionó la desigualdad con los beneficios que obtienen los grandes empresarios y se mostró de acuerdo con la necesidad de limitar sus ganancias.

La lección brasileña

En síntesis: la momentánea popularidad de Bolsonaro se diluyó con la misma rapidez con que cesó la ayuda social y aumentó el número de familias traumatizadas por la muerte de familiares, amigos y vecinos. Su popularidad se desintegró ante una realidad que apila muertos. Para peor, la derecha le sigue pidiendo ajuste fiscal bajo el supuesto de acelerar la reactivación, mientras la bomba biológica que contribuyó a generar amenaza con arrasar un país que ya registra a diario más decesos que nacimientos. Bolsonaro, que solía repetir que estaba “junto al pueblo trabajador”, quedó aislado.

Nada sorprendente. Los votantes siempre responsabilizan a los presidentes por la economía, más allá de la cuota de responsabilidad que les quepa. Lo mismo vale y valdrá para la pandemia. Sucedió en Estados Unidos, sucede en Brasil y sucederá en nuestro país. Si la segunda ola crece, ¿tiene sentido sumar infectados y muertos por unos pocos puntos de PBI, o redireccionar recursos escasísimos hacia sectores  de la economía formal por un puñado de votos que muy probablemente seguirán esquivos? No lo parece. Ante todo, no es ético. Tampoco es política y económicamente viable.

Una bomba biológica como la brasileña será más costosa que los pasivos políticos y económicos asociados a las restricciones al comercio y la movilidad de las personas. Tan costosa como no privilegiar a los que viven en la pobreza. Gobernar, en definitiva, es administrar recursos escasos. La democracia no es un juego de suma cero y, por ahora, está claro quienes ganan y quienes pierden.

Notas

[1] Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica. Encuesta de opinión sobre la situación social y política basado en 2.701 entrevistas telefónicas mediante el sistema CATI. Trabajo de campo: del 8 de febrero al 3 de marzo de 2021 en 18 localidades de 14 provincias. Muestra estratificada por región. https://www.celag.org/wp-content/uploads/2021/03/encuesta-argentina-mar21-web-desktop-vf.pdf

[2] Evolución de la distribución del ingreso. Cuarto trimestre 2020 (Indec). https://www.indec.gob.ar/uploads/informesdeprensa/ingresos_4trim20F7BE1641DE.pdf

[3] [4] Estudio sobre el impacto de la Covid-19 en los hogares del Gran Buenos Aires (agosto-octubre de 2020). Relevamiento del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec).

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