Cada vez que hay un episodio de violencia, la comunidad futbolera ve conspiraciones por todos lados, internas en la policía, tejes y manejes de los dirigentes y los infaltables “inadaptados de siempre”. Tal vez sea tiempo de pensar en la cultura del aguante y en el fogoneo de homofobias y amenazas del que participan todos, jugadores, periodistas, dirigentes y políticos.

Paraguayo de estirpe, Alejandro Domínguez ralentiza cada una de las palabras con las que imagina una audiencia. Desde el estadio de River, el presidente de la Conmebol anuncia un acuerdo: “Hubo un pacto de caballeros de ambos clubes. El partido se pasa para mañana a las 17”. No es necesario el diario de hoy para reconocer lo obvio: “la final del mundo” siempre fue inviable. Las causas de la violencia espectacularizada que hoy se maquinan en los medios de comunicación son teorías conspiratorias que ignoran la profundidad del pozo. Pues, creer que los incidentes en el Monumental son por “unos pocos inadaptados”, niega dos verdades: no son ni pocos ni inadaptados. Somos muchísimos los argentinos los que, al oler fútbol, pensamos en guerra.

Curiosamente, Domínguez, en el papelón citado, nos da una pista para pensar lo sucedido con River-Boca. Es que la metáfora del “pacto de caballeros” invita a pensar causas, mitos y posibilidades en torno a la siempre retornable “violencia en el fútbol”. Se trata de un lugar común que, sin duda, remite al carácter machista y homofóbico de este deporte, dimensión clave para entender que muchos de los “inadaptados” hacen del fútbol un espacio para afirmar lo que gran parte de los hombres decimos ser: machos con aguante. Simplemente, pensemos en los hinchas de River que acusan de “cagones” a los jugadores de Boca.

Pero quiero detenerme en otra derivación de la metáfora del fútbol como “pacto de caballeros”. Creo que allí hay un germen de la eterna idea conspiratoria que rodea al balompié argento, es que, por estas tierras, lo pactado nunca es visto con transparencia. Lo dicho sedimenta una máxima nacional: no hay nada más paranoico que un futbolero. A él o ella, siempre lo cagan. No es que no suceda, sino que el fútbol parece saturado por fábulas dignas del mayor oscurantismo mafioso. Ya lo dijo Pablo Alabarces: todas las interpretaciones paranoicas futboleras son tan increíbles como posibles. El problema es que, en caso de quedarnos allí, confundimos el punto de partida con el de llegada. Creer que la “violencia en el fútbol” se reduce exclusivamente a “sus mafias” es abonar a un ansiolítico social que exime de responsabilidad a la mayoría de los “ciudadanos de bien”Y créame, en nuestro fútbol, distinguir entre justo y pecador no es nada sencillo.

Propongo, entonces, enumerar algunas de las explicaciones conspiratorias que circulan en nuestro sentido común en torno a los incidentes del River-Boca nunca comenzado y siempre truncado. Me interesa mostrar que, sin descartar su veracidad, aquellas tramas forman parte de un diagnóstico incompleto, por ende, condenado a producir políticas públicas ineficaces.

Empecemos por la teoría más difundida: cada entrada robada, estampida organizada o piedra arrojada por hinchas de River, sería un vuelto de la barra “Los Borrachos del Tablón” por el allanamiento a su jefe días atrás. La idea cuenta con el beneplácito de un sentido común, pulido por décadas, que encuentra en las “barras bravas” el único “cáncer” de nuestro fútbol. Una tesis digna de la Grabiología que apunta a los sospechosos de siempre y confunde la parte con el todo. Podemos “erradicar” a las barras y absolutamente nada indica que la violencia vaya a desaparecer. Un dato local: de las últimas cuatro muertes vinculadas al fútbol de Córdoba, en solo una participan barras. A A A A Emanuel Balbo lo matan otros hinchas de Belgrano en la popular Willigton; a Jonhatan Villegas sí lo asesinan miembros de la barra de Talleres en un balneario de Carlos Paz; a Cristian Emiliano Monti, arquero de divisiones juveniles, lo dejan sin vida otros tres jugadores de 16 años; y Jorge Casto, hincha de Talleres, muere en 2005 por un balazo policial. La violencia en nuestro fútbol es tan estructural que reducirla a las “barras” es pura miopía o comodidad. Hay sangre en los juveniles de nuestras ligas locales, en los “hinchas comunes” de cualquier tribuna y en la policía que piensa la seguridad como un conflicto armado.

La segunda conspiración habla de una interna policial. Cuando Macri firma el traslado de 19.000 policías federales a la órbita de Capital Federal, muchos de ellos –5.000 se estiman– sufrieron un empobrecimiento salarial, perdieron jerarquía y ganaron horas de trabajo. Ahora, esos efectivos reclaman volver a su origen. Hay sectores que creen que “la zona liberada” desde la que volaron los proyectiles al ómnibus de Boca es un vuelto de los ex federales insatisfechos con su actual posición. Nuevamente, una tesis tan fabulosa como posible. Sin embargo, aun desmantelada esta interna, ningún efecto produce sobre los pésimos operativos de seguridad que se desarrollan en cada estadio. La policía encabeza el actor que más muertes produjo en el fútbol entre los ochenta y noventa. Una encuesta que hicimos desde la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC con los socios del Club Atlético Belgrano muestra que la policía es considerada el actor más violento durante los días de partido. Si quien nos debe proteger emerge como amenaza, el camino a desandar es largo.

Finalmente, está el complot deportivo-político. Tanto River como Boca caranchean miserias en aras de un ventajismo mezquino. “Que le den la copa a River que tiene tanto peso en la Conmebol”, refunfuña caprichosamente Benedetto. Algo similar dice Tévez. Boca ve un boicot contra su ¿pobre? institución. Por parte de River, no faltan los hinchas que, desde la patria twittera, citan la alianza Angelici-Macri para explicar un plan mentado contra el ¿débil? club de Núñez. Al medio del fuego cruzado, hay una prensa altamente inflamable que se escandaliza de lo que genera. Y esto no es nuevo. Hace tiempo que los jugadores, devenidos hinchas, asumen la ética, estética y retórica propia del aguante. Los dirigentes hacen del exitismo una meta sin lugar a obstáculos. Los periodistas, autoerigidos paladines morales, nos saturan, día y noche, con metáforas bélicas, machistas, xenófobas, homofóbicas y racistas, y esto tiene consecuencias, pues la prensa no solo describe al fútbol, también lo prescribe.

Si detrás de la(s) violencia(s) hay movimientos espurios, bienvenido sea la identificación de los responsables y su castigo. La suspensión de todos los equipos argentinos de la Copa Libertadores sería un buen comienzo. Con tanto eurocentrismo de moda, no estaría mal ver las sanciones que aplican “en el primer mundo”. Pero reducir el problema a “pactos mafiosos” –sean las barras, los policías o las diversas dirigencias– parece ser una selectividad tan ingenua como nociva. El problema no es únicamente penal, también es sociológico. Si ganar es “coger” y perder es “que te rompan el culo”; si lo trágico doblega lo carnavalesco; si el hinchismo exige odiar al clásico; si la televisión obliga a jugar… la lista es tan infinita que cansa.

Adhiriendo a la paranoia y sus derivas, nada decimos sobre las condiciones de posibilidad de esa violencia; ni una sola acción direccionamos para deconstruir las sensibilidades que legitiman los piedrazos; continuaremos diciendo que “hay que dar la vida por los colores” y que las finales son “de vida o muerte”. Ninguna reforma esbozamos sobre los operativos de seguridad que ven en cada hincha un criminal en potencia; y seguirán inmaculados los formadores de la “cultura del aguante”. Para preguntarse por esas “nimiedades”, están lxs investigadorxes sociales que el actual gobierno nacional escrachó públicamente. Porque, después de todo, estudiar al fútbol “es un tema menor”.

 

Fuente. Revista La Tinta