Las muertes y el dolor popular, las muertes y las varas que miden qué hizo uno y qué no hizo el otro, muertes que abren debates en los que, sobre todo, se pierde algo que es imposible debatir, el amor de los pueblos.
Cuando muere una mujer o un hombre muy públicos se suscitan los debates eternos sobre si se merece o no tal reconocimiento, si no hay gente más valiosa por la que se debería sufrir la partida, si es tan importante su muerte al lado del hambre de los pobres, de la desocupación de miles, de las otras muertes que se asocian para descalificar la muerte de quien acaba de morir, si se puede o no idolatrar a un ser lleno de defectos y errores, si es alguien despreciable por esos defectos o reivindicable por encima de ellos y, así, las variables pueden llegar al infinito.
Cuando murió Fidel sucedió algo similar, sólo por recordar una de las últimas muertes más lloradas por grandes masas. Lo cierto es que un grupo muy amplio de seres humanos lloraron su partida y ese día sintieron que se quedaban algo más solos. Fidel fue llorado no sólo por el pueblo cubano, sino por miles en el mundo.
Sin hacer juicios de valor sobre esos muertos públicos y amados por mayorías, si uno encabezó la Revolución de un pueblo y por eso es más importante o el otro consumó unos cuántos goles inolvidables por lo cual no tienen punto de comparación y por eso no son lo mismo, lo que quizás hay que comprender es que en el amor popular no entran la razón, la tabla de méritos, la balanza de aciertos y errores. Nada funciona. Es puro amor irracional, sentimientos que salen de las vísceras y parte de la cotidianeidad de la gente del llano, de los sin voz, de los que van a trabajar todos los días, de los que van a las canchas o patean una pelota en el barrial de una villa, una suerte de proyección de sí mismos en los aciertos y parte de lo que se sueña y no se realiza.
Maradona, hijo de este pueblo, le regaló grandes momentos de dicha, alegría, euforia y siempre funcionó como el parche de momentos difíciles en que la política y la economía agobiaban. El fútbol, que es un gran negocio y a pesar de ello, fue válvula de escape que siempre le vino muy bien a los gobiernos aunque, también, las canchas se convirtieron en escenarios sociales en los que las tribunas cantaron amores y odios, donde nacieron cánticos que plasmaron un momento histórico de la vida del país. Así, nació en las canchas el famoso Mauricio Macri la p… que te parió que se hizo costumbre y trascendió los estadios para instalarse hasta en públicos tan disímiles como el del Teatro Colón o el Teatro Cervantes.
Maradona, hijo de la villa, de los que menos voz tienen para ser escuchados encarnó el sueño de muchos, la esperanza de miles que veían en él directamente al par que logró salir del barrio pobre al compás de sus piernas y su inteligencia concentrada en jugadas magistrales, únicas, maravillosas, no sólo inolvidables, sino inimitables. Y al contrario de otros jugadores brillantes acusados de pechos fríos, el Diego era un nudo concentrado de pasión, de irreverencia y picardía. Quizás esa pasión fue la que encendió el mito, la que lo echó a rodar no sólo en su país de origen, sino en el mundo.
Y nada puede ni debe ser sacado de su contexto histórico: cuatro años después de que un país integrante de la OTAN, poderoso, hubiera aplastado el último manotazo de ahogado de una dictadura sangrienta con la aventura no menos sangrienta de Galtieri y los milicos genocidas en las Islas Malvinas, Maradona le hacía un gol con la mano a Inglaterra en el mundial de 1986. No era un gol más en la historia del fútbol, era el gol que ponía de rodillas al odiado país que se había llevado miles de vidas de soldaditos conscriptos cuyos restos aún continúan debajo de cruces blancas en el árido territorio de las islas robadas por un país con orígenes y prácticas piratas. Maradona representó el odio popular, le dio salida, le regaló a su pueblo una revancha que, para muchos, no es de importancia pero que, en el sentimiento colectivo tuvo el sabor de la venganza por mano propia. Por entonces, su explicación fue que hizo el gol “un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios” y no se refería a su mano, sino a su propia fe cristiana, como si hubiera sido tocado por la mano milagrosa de un dios que lo acompañó para marcar un tanto histórico.
Los fanáticos de siempre, entre los que se encuentran cientos de periodistas que agrandaron su figura, le chuparon las medias, ganaron mucho dinero con él, comenzaron con el apodo de “mano de dios” para Diego, ese pibe de la villa que no paraba de ganar fortunas con su juego inigualable. El sistema se encargó de hacerlo famoso, rico y mimado al tiempo en que las masas nunca evaluaron si era usado como buen negocio del fútbol, de la prensa y de los inescrupulosos que se le pegaban para sacar tajada de su talento indiscutible. A las masas esas cosas les parecen secundarias. Y “el Diego” les creyó, se subió al caballo de los triunfadores y comenzó su desbarranque por lo cual sería tan criticado como antes admirado.
Como buen negocio visible, los clubes de Europa se tiraron sobre él, pagaron millones de dólares y euros por ese par de piernas y se lo llevaron al viejo continente. Fue entonces cuando Diego comenzó a consumir drogas, fue allí donde, según él mismo declarara, conoció su primera línea de cocaína. Ocho años después de aquel gran gol, un 25 de junio de 1994, en el mundial de Estados Unidos, dio positivo para el dopping y fue sancionado y separado de la selección argentina. “Me cortaron las piernas” dijo en una de sus declaraciones más honestas, desgarradoras y sinceras. Y no eran sólo las suyas: eran las piernas de millones de sus seguidores que en un santiamén quedaron inválidos como él, arrancadas de cuajo sus proyecciones, descuartizados sus sueños. Lloró el Diego y lloramos todos, casi como sabiendo que era el principio del fin.
Lo demás ya lo sabemos: los mismos periodistas que durante años lo ensalzaron, se dedicaron a defenestrarlo como el sistema manda. Lo vimos borracho, drogado, esposado y detenido, perdido… Pero aun así, el mito no se cayó. Maradona siguió siendo la mano de dios, nada más que ese dios lo dejó librado a su suerte de chico humilde al que le llueven el dinero y las tentaciones, prácticas que tienen la mayoría de los poderosos que son lo suficientemente hipócritas para ocultarlas. Pero el Diego no conocía los atajos de esa hipocresía social y quedó desnudo ante un mundo que se lo masticó en ríos de tinta, miles de horas de radio y de minutos televisivos dedicados a pasarlo por la picadora de carne de los medios masivos.
Y lo vimos balbuceando, arrastrando las palabras ante los micrófonos completamente pasado de vueltas, amontonando hijos que aparecían por aquí y por allá disputando apellidos y herencia… Y todo su final, cocinado a fuego lento en una serie de caídas lo fueron hundiendo, atentando contra el mito que, pese a ello, se mantuvo en nombre de su pasado glorioso, un poco el pasado de todos, porque si algo se socializó y se encarnó en sus seguidores fue, precisamente, el sabor de la gloria.
Fue discutido como ejemplo porque no reunía las condiciones para ser ejemplar, apenas si llegó a ser un pibe que logró sobresalir en algún momento, aunque jamás todos sus traspiés lograron opacar su pasado cuyos logros se transformaron en un sentimiento colectivo.
Los mitos no son para discutir. No hay razón ni fundamentos que puedan con ellos.
Hoy partió el pibe al que se aferran quienes lo aman, el que nunca terminó de crecer para transformarse en un adulto. Se fue demasiado joven, luchando contra sus adicciones y su sobre peso, contra la maquinaria informativa y las persecuciones judiciales por la identidad de sus muchos hijos reconocidos tardíamente y no reconocidos. Hoy se nos fue el Diego, mezcla de picardía criolla y talento innato, de representante de sueños y constructor de alegrías, de generación de conflictos y debates. Nunca se podrá decir de él que pasó inadvertido. Se abrazó con Chávez, con Fidel, con Cristina Kirchner y hasta con Putin. Todos esos dirigentes de la política del mundo y del país alguna vez pasaron sus brazos por sobre los hombros de Diego y le regalaron una foto para la posteridad.
Y sí es correcto que haya tres días de duelo nacional. Acaba de morir una leyenda propia que, con el tiempo, irá perdiendo sus miserias para dejar a la luz sólo sus virtudes concentradas en su inteligencia natural y sus dos piernas. Y también es esperable y lógica la tristeza de muchos acá y en el mundo, cuyo sentimiento es el de que se fue un pedacito de dios. A nadie le importarán sus adicciones, sus frases poco felices, su dilapidar la vida como pocos. Si fueran posibles sus últimas palabras debería confesar que sí, ha vivido. No como un dios, sino como pudo, como cualquier ser humano de carne y hueso.
En nombre de todas las alegrías que nos diste, chau, Diego. Y gracias.
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