Estamos aquí ante una composición de antiguo y noble género homérico que compara el descenso del Millo con lo muy mucho que sufrió el compañero Ulises en los inframundos. Pero volvió Ulises y le rompió el ketejedis a unos cuantos (de manera olímpica, claro). A llorar al oráculo.
Cuenta Homero que, allá por el Canto X, a Ulises se le empezó a hacer cuesta arriba la Odisea y tuvo que preguntarle a Circe, la divina entre las diosas, cómo podía hacer para retomar el camino de regreso a casa, que era, obviamente, también el de regreso a sí mismo. Y Circe, que lo quería bien, lo mandó derecho viejo al infierno. No para deshacerse de él ni para que se quedara allí, sino para que consultara al gran vidente invidente Tiresias respecto del camino de vuelta a Itaca, que se le alejaba cuanto más se esforzaba por acercarse. Así que Ulises, haciendo de tripas corazón y sacrificando muchos corderos y otros bichos, bajó a la B.
Ojo: llegar ahí no es fácil, hay que atravesar varios ríos, el primero de ellos a bordo de la barca de Caronte, que no te cruza de onda, es obligado pagarle un óbolo. Y después tienen que dejarte entrar… ¿A qué viniste?, te preguntan las ánimas errantes. A la mínima se te echan encima, sedientas de negra sangre. Y está ese perro de tres cabezas que te marca como tres míticos defensores uruguayos juntos, mordiéndote tobillo, canilla y rótula al menor amague. Y no te pienses que llegás y sol es más langa. Ese se cree que es el jeque del Yemen, susurran las dolientes sombras, con lúgubre tintineo. Da igual que vengas del mundo de los vivos: allá abajo las reglas cambian.
En primer lugar, en el inframundo mandan Hades y su pareja de hecho, Proserpina. Si ellos tocan el pito todos dicen carnaval. De ahí para abajo, las jerarquías y círculos concéntricos se multiplican ad infinitum; vos sos el último orejón del tarro, y apetecible, además, porque todavía olés a vivo. Estás en la B, ya no sos Odiseo el de dichoso linaje, hábil en el ardid, sino riBer, el descendido, el descastado, el que quizás ya no vuelva a subir nunca. Porque, ¿quién sabe? A toda katábasis no necesariamente sigue una luminosa anástasis. Encima, al cabo de un tiempo el infierno ya no parece tan jodido y uno a todo se acostumbra, te vas acomodando, te arrellanás en el sillón de segunda, te van ganando la siesta y el calorcito y le encontrás el gusto a esa vida sin estridencias, menos expuesta, más sabatina y folclórica, y hasta la baranda a azufre se te hace dulce de tan cotidiana…
Y volver, volver, vooolveeeer
Volver ya es otra historia. Los griegos lo dijeron casi todo (¿o fueron los chinos?) y esto también lo dijo un griego: se vuelve y no se vuelve de la B. Ulises bajó canchero, como quien no quiere la cosa, a preguntarle a un cieguito por el camino de vuelta a casa, sacrificar tres carneros y volver, y de una se encontró ahí a su vieja, a la que no sabía difunta, que había muerto de pena por su interminable regreso de una guerra absurda. Ese encuentro lo quebró, ya nunca fue el mismo. Desbordado por la emoción, tuvo que pelearle a su vieja que no se bebiera la sangre sacrificial, que no le arruinara la ofrenda a Tiresias. ¡A su propia vieja! Que ya era una sombra más… Tres veces trató de abrazarla y otras tantas se le escurrió entre los brazos, “pues los nervios ya no se mantienen unidos a la carne y los huesos, y el alma se va volando, como un sueño”, musitó ella. Después (pero qué importa del después, obvio) vinieron los encuentros, entrañables, afectivos, aleccionadores, con todos los demás. El último, con Hércules, el decano de los héroes helenos, que seguía ahí, en el descenso, y que le dijo estas aladas palabras (sic): «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! ¡Ah mísero! Sin duda te persigue algún hado funesto, como el que yo sufría mientras me alumbraban los rayos del sol. Aunque era hijo de Júpiter Saturnio, hube de padecer males sin cuento por encontrarme sometido a un hombre muy inferior que me ordenaba penosos trabajos. Una vez me envió aquí para que sacara el can, figurándose que ningún otro trabajo sería más difícil; y yo me lo llevé y lo saqué del Orco, guiado por Mercurio y por Minerva, la de los brillantes ojos.» Acto seguido, se metió para adentro. Y riBer ascendió. Subió a su barca, soltó amarras y le dio al remo como si fuera Demidi redivivo.
Y los vivos LTA
El resto ya lo sabemos. Odiseo volvió y le ganó la Libertadores a los pretendientes de Penélope. Les rompió el arco [también sic]. Pero era y no era el mismo, era River y riBer, era los focos de la A y las sombras de la B. Esa caprichosa visita lo había hecho más… yo qué sé. ¿Íntegro? No puede saberse. Lo que sí puede saberse es que había conocido el vértigo y el miedo, y también la paz atroz del submundo, la siesta al spiedo, la noble canción de las ánimas perdidas. A los vivos, a los piolas, a los aferrados al clavo ardiente de la A, ese descensus ad inferos del eterno rival les resultó más fantástico, inimaginable y aterrador que sus anhelos más íntimos, y les puso la psiquis patas arriba: ¿el pez por la boca muere? ¿estaremos abocados a la incandescencia? ¿qué destino nos comboca? Si Ulises volvió del Tártaro menos neurótico, menos tilingo, más curtido y atravesado por la gran paradoja, su eterno rival fue virando hacia la histeria, la menudencia, la paura y el goce infantil del Otro. Ahora que River es riBer, Boca es pura y simple Schadenfreude*.
* Nota del Editor gastando Wikipedia: Schadenfreude es una palabra del alemán que designa el sentimiento de alegría o satisfacción generado por el sufrimiento, infelicidad o humillación de otro. O sea, una verdadera porquería. De paso, jóvenes: Demidi, Alberto, fue un remero argento ganador de la medalla de plata en las Olimpíadas de Múnich, 1972. Olimpíadas. Todo tiene que ver con todo.
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